Cataluña y la decisión de no convivir

Cuando uno viaja por el mundo y pregunta por el problema catalán, la respuesta es siempre de estupor: nadie comprende que los dirigentes de una de las regiones con más riqueza, autogobierno y reconocimiento de identidades de Europa, pongan en riesgo un proyecto común de más de quinientos años con el cual Cataluña ha llegado a ser lo que es. Nadie comprende por ahí fuera cómo es posible que quieran jugarse, en esta deriva sin sentido, la convivencia, la identidad y el prestigio de los catalanes. Nadie comprende que estén trabajando para ser un estado fallido y marginado de la comunidad internacional, o para quedar excluidos de la Unión Europea, o para volver a las barreras arancelarias, o para perder los mercados españoles e hipanoamericanos, o para forzar la deslocalización empresarial y la fuga de capitales. Nadie comprende de dónde obtendrían los recursos para pagar pensiones, desempleo, deuda, defensa, relaciones internacionales. Todo esto suena a suicidio colectivo inducido, y es más propio de sectas que de sociedades.

De puro irracional, pudiera pensarse que estamos ante un movimiento táctico solucionable con dinero (siempre hay quien no quiere terminar de creerse lo que le está pasando). Ciertamente, si la política consistiera siempre en trabajar por el interés general estas cosas no ocurrirían, pero la Historia demuestra cuántas veces, en situaciones difíciles, la política ha quedado reducida a pura ideología, ensoñación y poder.

Se llama a la ilusión colectiva, al surgimiento de una nación, a la épica comunitaria, a la resolución de todos los problemas dándoles la espalda mediante un reclamo taumatúrgico: estamos haciendo Historia. Es la vuelta a la teología política y al decisionismo de Schmitt, el regreso de las grandes y rotundas palabras. También de la gran teatralidad (la cadena humana, la invocación del «I have a dream», el plantón protocolario) y de los movimientos de masas. Como todo telón político, esa frontera, ese muro plagado de grafitis en que se ha convertido la ensoñación nacionalista, no sólo separa; también aísla del entorno. Es un ensimismarse.

Lo que está ocurriendo en Cataluña es que las adhesiones inquebrantables y los lugares comunes han sustituido al análisis de las cosas complejas. Los tópicos a las realidades. La voluntad a la inteligencia. Demasiadas consignas y poca reflexión. El catalanismo, en la medida en que se ha ido haciendo más radical, se ha vulgarizado. Hay demasiada gente que ha perdido el sentido de la realidad y de la razonabilidad política. También la adecuada dimensión de lo político, que hoy lo invade –y distorsiona– prácticamente todo en Cataluña. Prisioneros de su propia propaganda, los afectos al régimen se están quedando con el legado entero del catalanismo, destruyéndolo. ¿Dónde queda Cambó? ¿Dónde la huella de los constituyentes? ¿Quién se atreve ya en el catalanismo político a desmontar afirmaciones de trazo tan grueso y tan grosero como «España nos roba»?

El frente nacionalista catalán, constituido por ERC, CUP y CDC (qué cosa es ver a Convergencia dejarse atropellar por la Esquerra) ha tomado, en expresión de Julián Marías, la «decisión de no convivir» con el resto de los catalanes y con el conjunto de los españoles, de romper la concordia, de dividir el mundo entre amigos y enemigos. También de generar una necesidad de imposible satisfacción. Esa deriva conduce directamente a la frustración, al rencor, y quién sabe si también a la violencia. Lo que el frente nacionalista está sembrando es un puro desastre para Cataluña.

Ahora sabemos que el famoso derecho a decidir es sobre todo la decisión de no convivir con los demás, y suicidarse en el empeño. Una decisión que nos arrastra a todos.

En Cataluña se ha levantado un trampantojo (la nación catalana independiente), una frontera ideológico-sentimental nada compleja (nosotros frente a ellos), un muro mitológico (lo que John Elliot llamó el síndrome de la nación elegida y de la víctima inocente) para romper y hacer romper a la sociedad catalana consigo misma y con el resto del país.

El Estado va a impedir ese desastre. No se va a permitir la secesión. España no se va a dejar disolver. Abandonen, pues, toda esperanza, quienes están en la jugada. El Estado, con su enorme potencia de legitimidades y sus Instituciones, tiene la obligación constitucional y democrática de evitarlo.

Hablemos seriamente: con todos sus problemas, España es un proyecto de integración territorial, de garantía de las libertades, de pluralismo político y social, de encaje en la Unión Europea y en la OTAN, de vínculo trasatlántico e hispanoamericano y de estabilidad institucional en una de las naciones más antiguas del mundo, en cuyo seno los catalanes han llegado a alcanzar, más allá de los dimes y diretes, cuotas enormes de bienestar, autogobierno y libertad.

Cataluña necesita prudencia, sabiduría y rectificación: por eso la sociedad catalana tiene que abandonar a sus desorbitados dirigentes.

Pedro Ramón Gómez de la Serna y Villacieros, diputado a Cortes por Segovia y portavoz de Grupo Popular en la Comisión Constitucional.

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