Dios, ¿un juguete roto?

EL título de esta página es mío solo en los signos de interrogación. Es propiedad de quien a partir de sus treinta años llamaron «el viejo profesor», título con el que acabó su vida, cuando ya no era profesor sino alcalde de Madrid. Enrique Tierno Galván fue uno de los líderes más atractivos del pensamiento y de la política para las generaciones de la transición política entre 1970 y 1990. Él troqueló las actitudes de la clase social española constituida por profesionales, funcionarios del Estado y profesores. Dio voz a una clase social nueva, que consideraba necesario ser liberal, progresista, anticlerical. Él constituía el ala radical también en el orden religioso, cuando Aranguren navegaba en las aguas de la perplejidad con aquel errar por territorios nuevos sin despegar del todo del origen y sin seguir ya del todo afincado en él. Entre tanto Julián Marías mantenía su libertad política hasta el final a la vez que entera su fe cristiana.

Bajo su mirada dirigida al suelo y su lenta cadencia en el hablar latían unas convicciones cortantes tanto en el orden religioso como en el orden político. En este último fue tan glorificado como marginado. En el orden religioso no era menos radical. Cuando un periodista le preguntó qué sugería se hiciera con la Catedral de la Almudena a medio construir, su respuesta fue tajante: «Hacer de ese espacio jardín, tierra limpia».

Su posición la manifestó en una especie de catecismo, publicado por primera vez en 1975, con el título « ¿Qué es ser agnóstico? ». Era una profesión de fe personal y programa para las nuevas clases sociales. Él quería ser diferenciado tanto de los ateos, como de los cristianos; de unos y de otros pronosticaba el fin próximo. «Los agnósticos aumentan según disminuye el número de cristianos trascendentes y de ateos. Está más de acuerdo con las condiciones objetivas de nuestro tiempo que se sea agnóstico y no ateo. El ateo es el resultado de una secularización imperfecta. El agnóstico es el testimonio de la madurez de la secularización. Desde el agnosticismo cabe incluso ser cristiano sin trascendencia». Con esta propuesta propone superar por un lado la fe y por otro el ateísmo. Al negar la legitimidad de la fe desaloja la posibilidad de negarla y con ello del ateísmo. Pero no quiere dejar a los cristianos en un vacío: les ofrece un nuevo cristianismo cultural, ético, político, con nuevos elementos de historia, pero «sin trascendencia», es decir sin Dios.

La segunda edición del libro al año siguiente lleva un epílogo nuevo en el que trata de aclarar su relación con el cristianismo. Se cierra con estas líneas: «El capitalismo tardío agoniza y la secularización, es decir la subsunción de valores religiosos en valores mundanales, es casi absoluta. En estos momentos el agnosticismo parece el único camino para devolver al hombre la seguridad y el entusiasmo frente a tantos millones de cristianos decepcionados, para los que Dios es, aunque muchos no lo admitan, tan solo un juguete roto». Dejemos de lado su profecía sobre el capitalismo y centrémonos en la que se refiere a la secularización. Era la gran palanca que los sociólogos utilizaban en los años en que escribía Tierno Galván para interpretar el futuro de la religión. Hoy ya ninguna escuela seria la toma como explicación total. Los hechos son estos: hemos asistido a un renacimiento con metamorfosis de lo religioso, en oleadas en las que abundan la violencia y el entusiasmo ingenuo, pero junto a los cuales han surgido movimientos y grupos de una vitalidad evangélica admirable, conversiones de personas maduras no bautizadas en su infancia, instituciones para crear presencias del evangelio y de la Iglesia en tierras adonde antes no habían llegado.

¿Es verdad que entonces o ahora hay millones de cristianos decepcionados de Dios? Y si los había, ¿cómo llegó a saberlo el viejo profesor para hacer esa aserción tan arriesgada como ofensiva? Es verdad que la presencia social de lo religioso es menor hoy que hace medio siglo, que se han diferenciado los campos, que la religión ha desistido de ser política para ser relación personal y comunitaria con Dios desde la cual se ilumina toda la vida humana. Y en ese sentido es una realidad pública. Es verdad que la realidad infinita de Dios desborda siempre nuestra comprensión; comprensión que está influenciada por la imagen del mundo que la ciencia, la cultura y la sociedad nos ofrecen. Hemos vivido en estos órdenes un vuelco total y acelerado que nos obligan a pensar a Dios de una forma más divina, menos mundanal y antropomórfica, lo mismo que nos vemos obligados a repensar las necesidades, posibilidades y límites del propio hombre. Entre tanto no han cesado la fe en Dios, la oración ante él y el amor a él.

Dios no es un juguete ni está roto sino el Misterio que nos alumbra y deslumbrándonos por su plenitud nos desborda; quedamos asombrados por la sombra del Invisible. Dios está siempre por pensar porque, siendo personal e infinito, nunca es como un objeto poseído, una idea demostrada o una promesa asegurada. Él es un Quien que manifestándose a nuestra libertad en la conciencia y en la historia nos hace posible responderle con el consentimiento que es la fe. Estamos en un juego de libertades y cuando la libertad llega al límite de sus máximas posibilidades —en este caso conocer y llegar al Infinito—, libertad y necesidad coinciden.

La religión, siendo coextensiva a nuestra especie, debe pertenecer a nuestra esencia, decía Bergson. Mircea Eliade abre su Historia de las creencias y de las ideas religiosas con esta frase: «Lo “sagrado” es un elemento de la estructura de la conciencia no un estadio de la estructura de esa conciencia». Dios es una posibilidad abierta a cada hombre si este quiere, porque se ofrece como la luz y el amor; no se impone. Pero si el hombre baja a los senos de su memoria, de su deseo y de su experiencia más secretos, sabe que Dios responde a la necesidad de verdad, de justicia, de sentido y de futuro que constituyen nuestra entraña. Todo hombre que baja al fondo de sí mismo sabe de Dios y quien sabe de Dios a fondo sabe del hombre.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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