EEUU: entre sollozos y armas

Se mire por donde se mire, el tema de las armas en Estados Unidos no tiene ni pies ni cabeza. Basta vivir unos meses en este gran país para darse cuenta de ello. Las armas están metidas hasta los tuétanos de la sociedad americana debido a su fuerte instinto de supervivencia y sentido de lo propio.

Los datos son escalofriantes. Estados Unidos es el país con más armas per cápita del planeta, seguido, a distancia, por Yemen. ¡Buen compañero de viaje! Se calcula que el número de armas en manos privadas ronda los 300 millones, concentradas en algo más de una tercera parte de la población. Alrededor de un 35% de los americanos tiene un arma en casa.

Anualmente, se comenten alrededor de diez mil homicidios con armas de fuego en  Estados Unidos, y son más de veinte mil los suicidios perpetrados con ellas. No sorprende, por tanto, que a Obama se le hayan saltado unas lágrimas emocionadas al tratar esta cuestión en un excelente discurso sobre control de armas. El gusto por el gatillo en los Estados Unidos clama al cielo. Y Obama lo sabe, aunque no haya (sabido o podido) mover ficha en serio durante su presidencia.

EEUU: entre sollozos y armasSe cuentan por decenas de millones los americanos que no advierten algo que para los europeos resulta evidente: que una persona no puede tener un arma en su casa como se tiene una lavadora, un martillo o una televisión. Aquí, en América, parece que sí. Aquí hay armas por doquier.

A pocos metros de la zona residencial donde vivo, se encuentra una conocida tienda de armas. A todos los efectos, esa tienda no es distinta de la otra de muebles situada a su vera, ni de la cafetería de la esquina, ni del restaurante chino o la peluquería de enfrente. Es una más, y poco llamaría la atención si no fuera por la gran escopeta pintada en la pared lateral de la tienda, a modo de mural, para atraer clientes.

Estados Unidos es un país armado hasta los dientes, no solo por su impresionante Ejército, sino por su pueblo, que un buen día fue su milicia. Está en sus genes. El país más poderoso del planeta es fruto de una revolución, y esa revolución se hizo con armas en manos del pueblo. Sin armas, Estados Unidos no hubiera sido lo que es hoy. Eso es así y no tiene vuelta de hoja. Fue el pueblo en armas quien se ganó a pulso su independencia. Y de eso los americanos se sienten orgullosos.

Las armas han acompañado los más gloriosos y los más trágicos momentos de la historia americana. Por eso, las armas, como los caballos, hoy convertidos en coches, la hamburguesa o el béisbol son parte de la su vida, su cultura, su modo de ser, su paisaje. "Obama no va a conseguir desarmarnos, por más que lo intente", ha sido uno de los comentarios que he escuchado recientemente en la calle.

La Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, adoptada en diciembre de 1791, defiende el derecho del pueblo a tener y portar armas. El Tribunal Supremo, en famosa sentencia de 2008, interpretó que el derecho a tener armas no es solo colectivo, propio de la milicia, sino también individual; es decir, corresponde a cada ciudadano como tal, aunque pueda ser limitado por los poderes públicos. Dos años después, sentenció que la Segunda Enmienda limita la capacidad legislativa de los gobiernos estatales y locales, de la misma manera que limitaba la propia actuación del gobierno federal. Es decir, la enmienda y el derecho contenido en ella afectan al núcleo constitucional más duro e invulnerable.

El Tribunal Supremo tuvo, tanto en 2008 como en 2010, la oportunidad de dar un vuelco constitucional en la interpretación de este derecho a tener armas, pero no lo hizo. Ni se atrevió ni quiso. Todo lo contrario: confirmó, sin la menor concesión a la duda, el derecho personal, constitucionalmente protegido, a tener armas.

No es momento para juzgar estas dos sentencias, que pasarán a los anales entre las más irresponsables y ridículas. El método de interpretación que utilizaron los jueces, técnicamente llamado originalista (pero léase fundamentalista), causó estragos. Y es que pretender -como de hecho pretendieron- juzgar la Constitución y la sociedad actual con criterios elaborados por juristas del pasado es un craso error. El Derecho es para servir a la sociedad viviente, no para esclavizarla con normas y formulaciones obsoletas. La idea de milicia, que justificó la decisión judicial, fue enterrada hace ya muchos años por el pueblo americano. Al parecer, no por los jueces.

Las distintas restricciones legislativas al derecho individual a tener armas han surgido como reacción a grandes tragedias que han conmocionado a la opinión pública, pero la filosofía y la justificación para portar armas no ha cambiado. Una Ley sobre control de armas se aprobó en 1968 tras los asesinatos de John y Robert Kennedy, Malcolm X y Martin Luther King. Otra ley restrictiva fue promulgada tras el asesinato de John Lennon en 1980 y el intento de asesinato del presidente Reagan un año después. De pco han servido, pues todas ellas están profundamente limitadas por la ley.

¿Existe, en verdad, un derecho humano a portar un arma? Mi opinión es clara: No, no existe ese derecho. Lo que existe es un derecho humano a la propia defensa, pero esta defensa no justifica ni implica la tenencia de armas, especialmente en sociedades democráticas avanzadas. Por eso, al no ser humano, el derecho constitucional a las armas es perfectamente derogable.

En una sociedad madura, los ciudadanos deben ceder la defensa de su seguridad a los poderes públicos, de la misma manera que ceden la defensa del territorio a los ejércitos. Solo por delegación de los poderes públicos, un ciudadano puede disponer de un arma, en cuyo caso actuará, no en virtud de un derecho propio, sino de una atribución. Por eso, la venta de armas a particulares puede y debe ser prohibida constitucionalmente en todo país democrático.

Prohibir las armas particulares de una vez por todas es una decisión social de gran envergadura. Algún día el pueblo norteamericano deberá tomarla, como la hemos tomado en tantos pueblos de Europa. Si Obama, antes de terminar su mandato, logra dar un golpe de timón en esta delicada cuestión social, pasará a la historia, no ya por haber sido el primer presidente de color, algo bastante intrascendente aunque simbólico, sino por haber puesto fin a uno de los grandes dramas de su país. Mirando a Europa, Obama puede inspirarse. La enfermedad del gatillo la superamos hace tiempo.

Rafael Domingo Oslé es catedrático en la Universidad de Navarra e investigador en la Universidad de Emory.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *