El 20 de diciembre y las pensiones

Las distintas formaciones políticas van desgranando poco a poco sus programas económicos de cara a las elecciones del 20 de diciembre. Hace ya días que el PSOE presentó el suyo al que tituló Agenda para una recuperación justa. Muchos serían los aspectos que podrían comentarse sobre su contenido, pero quizá más representativo que lo que se afirma es lo que se omite. Por ejemplo, el hecho de que ni una sola vez se haga referencia a las pensiones, y eso que es esta prestación social la más afectada por la política de rescates no solo en lo tocante al presente sino también al futuro, y además todos los españoles somos o seremos pensionistas.

La última reforma, amén de esconder bajo el llamado coeficiente de sostenibilidad la reducción de la cuantía de las nuevas pensiones, condena año tras año a los jubilados a que sus retribuciones bajen en términos reales, es decir, a que vayan perdiendo poder adquisitivo. Ha desaparecido el único factor positivo del pacto de Toledo, el compromiso de todas las fuerzas políticas de mantener la actualización anual de las pensiones por el IPC, que, si bien les negaba participar en la mejora de la economía, al menos les garantizaba permanecer en el mismo nivel retributivo. Hoy parece que no solo el PP reniega de tal compromiso (lo ha demostrado con la ley), sino también el resto de partidos que no proponen derogarla.

El 20 de diciembre y las pensionesLa razón de que la izquierda en su conjunto se haya olvidado del tema de las pensiones se encuentra en que se ha terminado por dar por bueno, en una especie de síndrome de Estocolmo, el discurso oficial y se han introyectado como ciertos los sofismas y las falacias que de forma reiterada han venido lanzando durante 30 años los servicios de estudios, fundaciones y demás instituciones interesadas. La argumentación ha sido casi idéntica. Parten del hecho de que el incremento de la esperanza de vida y la baja tasa de natalidad configurarán una pirámide de población en la que la proporción entre trabajadores y pensionistas se inclinará a favor de estos últimos, con lo que sin reforma, afirman, el sistema sería imposible de sostener.

Tal planteamiento incurre en múltiples falsedades, olvida en primer lugar variables tales como la tasa de actividad, y cómo ésta puede incrementarse con la incorporación de la mujer al mercado laboral, o con la emigración; tampoco considera el empleo, porque de nada vale que la evolución demográfica sea la correcta si el desempleo es cuantioso. Con cinco millones de parados no tiene sentido incrementar la edad de jubilación. Pero, sobre todo, prescinde de la productividad. La cuestión debemos situarla no en la consideración de cuántos son los que producen sino cuánto es lo que se produce, porque 100 trabajadores pueden producir igual que 1.000 si la productividad es 10 veces superior. Es lo que ha pasado en la agricultura. Hace 50 años el 30% de la población activa trabajaba en el sector primario; hoy solo lo hace el 4,5%, pero ese 4,5% produce más que el anterior 30%. Esta variable es la que explica un fenómeno importante, aunque nos hayamos acostumbrado a él: la renta per cápita se ha incrementado progresivamente hasta casi duplicarse en los últimos 30 años, y es de suponer que se duplicará también en los próximos 30 o 40 años si el euro y la denominada política de austeridad no lo impiden.

La variable esencial a la hora de plantear la viabilidad o inviabilidad del sistema público de pensiones no es otra que la evolución de la renta per cápita. Si la renta per cápita crece, no hay ninguna razón para afirmar que un grupo de ciudadanos (los pensionistas) no puedan seguir percibiendo la misma renta en términos reales, es decir, no hay motivo para que tengan que perder poder adquisitivo. Es más, de hecho no debería haber ningún impedimento para que su pensión evolucionase a medio plazo al mismo ritmo que evoluciona la renta per cápita, esto es, por encima del coste de la vida. El Estado es el primer socio, mediante impuestos, de la actividad económica y si ésta se incrementa, la recaudación fiscal también debería aumentar.

El problema de las pensiones hay que contemplarlo en términos de distribución y no de carencia de recursos. Si en un periodo de tiempo un colectivo (por ejemplo, los jubilados) ve cómo sus ingresos crecen menos que la renta por habitante es porque otras rentas, ya se trate de las salariales, de capital o empresariales, crecen más. Se produce por tanto una redistribución de la renta en contra de los pensionistas y a favor de los otros colectivos, que con toda probabilidad será el de los dueños del capital o el de los empresarios. Y tales aseveraciones se cumplen siempre sea cual sea la pirámide de población, la esperanza de vida o la tasa de natalidad.

Pero ha habido otro factor que ha introducido ruido en el sistema y ha distorsionado el problema equivocando su solución, el Pacto de Toledo, al presentar la Seguridad Social como algo distinto y separado del Estado, y ligando la financiación de las pensiones exclusivamente a las cotizaciones sociales. La separación de fuentes que establece el Pacto de Toledo no debería tomarse como algo estructural, sino convencional, un mero instrumento para la gestión administrativa. ¿Por qué la sanidad, el seguro de desempleo o las carreteras tienen que financiarse con impuestos mientras que las pensiones deben hacerlo con las cotizaciones sociales? Es el Estado con todos sus ingresos el que debe asegurar que todos los trabajadores en su vejez dispongan de una prestación digna. Con el pretexto de que las cotizaciones constituyen un impuesto sobre el trabajo, surgirán en el futuro múltiples presiones para rebajarlas, lo que pondrá en continuo peligro el mantenimiento de las prestaciones de jubilación. Pero, ¿por qué van a ser únicamente los trabajadores y los salarios los que tengan que soportar la carga de sostener las pensiones? ¿Acaso no deben contribuir a ello las rentas de capital y los beneficios empresariales? Las transformaciones en las estructuras sociales y económicas comportan también cambios en las necesidades que deben ser satisfechas. La incorporación de la mujer al mercado laboral y el aumento en la esperanza de vida generan nuevas necesidades. El pronosticado envejecimiento de la población de ninguna manera hace insostenible el sistema público de pensiones, pero sí obliga a dedicar un mayor porcentaje del PIB no solo al gasto en pensiones, sino también a la sanidad y a los servicios de atención a los ancianos y a los dependientes. Detracción perfectamente factible e inevitable si no queremos condenar a la marginalidad y a la miseria a buena parte de la población.

El gasto en pensiones en nuestro país es reducido cuando se compara con el de la mayoría de los países de nuestro entorno. Actualmente representa el 10% del PIB, cuando la media de la Eurozona es del 12,2%. Según la CE, este porcentaje no cambiará sustancialmente en los próximos años, llegando al 11,3% en 2035. El máximo aparecería en 2050 (14%). A partir de ese momento, el gasto se reduciría rápidamente, dado que las generaciones del baby boom serán sustituidas al llegar a la edad de jubilación por las generaciones de menor tasa de natalidad conocida. ¿Podemos afirmar que estas cifras son inasumibles y que hay que hundir a todos los pensionistas en la miseria cuando el año de mayor gasto dedicaríamos a pensiones el mismo porcentaje que en la actualidad dedican Francia o Italia?

El obstáculo no estriba en la pirámide de población o en el incremento de la esperanza de vida, sino en las reformas fiscales que hacen más regresivos los sistemas tributarios, permiten el fraude y minan la capacidad recaudatoria de los impuestos. La presión fiscal en España es ocho puntos inferior a la media de la Eurozona y de la UE y está por debajo de países como Grecia, Polonia, Estonia, Portugal o Malta. Incluso nuestro nivel de cotizaciones (13% del PIB) está por debajo de la media de la Eurozona (14%) y a años luz de países como Holanda y Alemania (17%) y Francia (19%).

¿Se puede afirmar sin cierto escándalo que no se pueden pagar las pensiones y que hay que reducirlas? Todo es un problema de voluntad política y de cómo se quiera redistribuir la renta. Desde luego, será difícil si lo que hace el Gobierno ante los primeros síntomas de recuperación de la recaudación es bajar los impuestos.

Juan Francisco Martín Seco ha sido Interventor General de la Administración del Estado y Secretario General de Hacienda.

2 comentarios


  1. El articulo y el autor es correcto , pero hace referencia a EL Pais y donde ha sido publicado (12.11.2015) es en El Mundo

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