En su propia trampa

Todo el mundo tiene derecho a defenderse, ¡faltaría más! Como tiene derecho a mentir en su defensa, sobre todo los políticos, que según Camba mienten como el buey muge, el toro embiste y la gallina cacarea. A lo que no tiene derecho, sobre todo si se ha sido presidente de Gobierno, es a hacer el ridículo. Que es lo que ha hecho José Luis Rodríguez Zapatero con sus memorias, que apostrofa de «600 días de vértigo», al reducirlas a los dos últimos años de su mandato. ¿Y los seis previos, los 2.190 días previos, de qué fueron?, cabría preguntar ¿De siesta, de juerga, de irresponsabilidad? Es la primera trampa del libro, en la que el primero en caer es el autor.

¡Con lo bien que estaba calladito JLRZ en su papel de jubilado! Incluso creímos que iba a ganarse el título del mejor «ex» de cuantos tenemos. Y lo ha echado todo a perder devolviéndonos de golpe y porrazo al desmadre que presidió. Si hubiera dejado esas memorias para su vejez, aún lejana, cuando otras generaciones de españoles, dada la velocidad que ha adquirido la historia, ni siquiera se acordaran de él, tal vez consiguiera que le perdonasen, que le consideraran una víctima más de las terribles circunstancias reinantes en la economía mundial a principios del siglo XXI. Pero sus mandatos están demasiado frescos y todos sabemos lo que pasó en ellos, lo que hizo, no hizo y deshizo para enfrentarse a la mayor crisis de los últimos tiempos.

Y, naturalmente, no pasa el test. El retrato que hace de sí mismo es calamitoso. Reconoce que cometió errores, pero a continuación intenta justificarlos con la excusa del conductor pillado en un control de radar invocando la situación del tráfico para explicar su exceso de velocidad: si no quiso reconocer la crisis fue porque temía agravarla. Cuando todos le oímos no solo negarla, sino presumir de que habíamos adelantado a Italia y pronto adelantaríamos a Francia, ¡eso sí que es ir a 250 kilómetros por hora! Y ya, cuando era tarde para todo, su alegre gastarse las reservas que quedaban en economía no productiva, como los cheques-bebé y las rotondas por toda España, que él convierte en medidas reactivadoras. Está visto que la economía que le enseñó Jordi Sevilla en un par de tardes antes de entrar en La Moncloa no pasaba del primer curso de carrera. Lo más grave de todo es que esto tenían que saberlo no ya los economistas a su alrededor, sino los que tenían sentido común, empezando por Rubalcaba. Pero ninguno de ellos se lo dijo. Pone los pelos de punta solo pensar en ello. Dadas las circunstancias, Zapatero era un niño jugando con pólvora y cerillas, que solo Obama y Merkel pudieron quitarle aquella famosa madrugada de mayo de 2010, cuando había peligro de incendio en toda Europa.

Aunque el expresidente fue un ignorante no solo en uno de los sectores más decisivos de la vida nacional, la economía. Lo fue también en otros dos, más decisivos si cabe: la configuración del Estado y la amenaza terrorista. A su frase a los catalanes «os daré lo que salga de vuestro Parlamento», le añade ahora «si es constitucional». Lo que, de ser verdad, indica que no tenía la menor idea de lo que son los nacionalistas, pues les das la mano y te cogen el brazo e incluso el cuerpo si te descuidas. Pero es que tampoco es verdad, pues aquel «nuevo estatuto» catalán pasó el examen de su Gobierno y del Parlamento español, dominado por su partido, con tales desmesuras que el Tribunal Constitucional no tuvo más remedio que someterlo a una severa poda para ajustarlo a la ley.

Algo parecido puede decirse de la lucha contra ETA. Es verdad que todos los gobiernos de la democracia han intentado negociar con ella que dejara de asesinar. Pero no menos es cierto que, tras constatar que la negociación no llevaba a ninguna parte, al exigir la banda terrorista condiciones que ningún gobierno democrático puede concederle, las negociaciones se rompieron. Pero el Gobierno Zapatero siguió adelante, bajo cuerda además, como nos demostró el caso Faisán, que ha llevado a dos altos mandos policiales al banquillo y a la condena judicial. Lo que nos queda por saber es si esos dos mandos, por altos que fueran, podían tomar iniciativas que conciernen nada menos que a la política del Estado. Algo que, de momento, parece que no vamos a conocer. Pero algún día lo sabremos, nosotros o los futuros españoles.

Estas y otras lagunas no aclaradas en los «600 días de vértigo» del expresidente nos advierten no solo de que desatendió como habría debido la economía, la política territorial y la lucha antiterrorista, sino también de algo mucho más grave: que su agenda era otra que esos tres temas. O, dicho a la inversa, que subordinó esos tres temas a otro para él más importante. Visto con la perspectiva de hoy, todo apunta que al llegar La Moncloa –por una de esas carambolas que de tanto en tanto se dan en la política, una veces para bien y otras para mal– su verdadero objetivo no era mantener la marcha de la economía española, solucionar el problema catalán o acabar con ETA, sino la vieja aspiración de la más extrema izquierda española: dar la vuelta al resultado de la última Guerra Civil. Naturalmente, no lo dijo con estas palabras, sino que le pusieron el nombre rimbombante de Memoria Histórica, dándole incluso la categoría de ley. Pero fue el proyecto más ambicioso –y ambiguo– de todo el mandato de Zapatero, al que dedicó su mayor esfuerzo e interés, convirtiendo su levedad e inconsistencia habitual en terquedad e intransigencia. En este terreno, el Bambi se convertía en ciervo en celo. Si había que sacrificar la Transición –llena de ánimo de pasar página–, se la sacrificaba. Si había que cambiar la Constitución –modelo de consenso–, se la cambiaba. Si había que meter al Partido Popular –uno de los dos grandes– en un lazareto de apestados, se le metía. Lo que consiguió fue, aparte de arruinar el país, abrir las viejas heridas y dividirlo como no había estado dividido desde que accedió a la democracia. Pero fue, como todos sabemos, a lo que se dedicó en cuerpo y alma el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, con el apoyo de los más beligerantes de su partido y de las fuerzas más revanchistas de nuestro espectro político, a más de los oportunistas de siempre, que solo buscan medrar al amparo de las circunstancias. A cuál de esos grupos pertenece Alfredo Pérez Rubalcaba está por dilucidar, pues tiene mañas para acomodarse a los tres. Pero que le fue fiel escudero en su tarea de intentar dar la vuelta a la historia de España lo demuestra que le dejase como sucesor.

Tan despistado, tan ignorante, tan inocente, pues, no es nuestro expresidente como tiene fama y aparece en sus memorias. Su último problema ni siquiera es que sigue instalado en el autoengaño y en una concepción falsa de su país, del mundo y del momento en que le tocó gobernar. Su último problema –que terminó siendo el nuestro– fue, y sigue siendo, confundir los deseos con la realidad. Algo que le da un aire infantil y genera en él un impulso incontenible hacia el proceder improvisado e irresponsable que caracterizó su mandato y pudiera ser lo que le empujó a escribir este libro que ningún favor le hace.

Y a este hombre lo hemos enviado al Consejo de Estado. Claro que a cualquier sitio mejor que a la presidencia del Gobierno.

José María Carrascal, periodista.

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