Goya a su nieto

Siempre hay motivos para ir a Zaragoza. Sus edificios y calles, sus cafés y viandas, sus gentes con tantos modismos y ese acento particular a la hora de hablar…, todo hace que pasar un tiempo por allí resulte agradable. Pero ahora hay un motivo más: ver uno de los retratos más íntimos y personales pintados por Goya, el de su nieto Mariano a la edad temprana de entre 6 y 8 años, hecho en tiempos de la guerra contra Napoleón. En la parte trasera del retrato el pintor escribió: «Goya a su nieto», un guiño a la complicidad de ambos, pues esta misma dedicatoria figura en la trasera del retrato que le pintó en 1828, siendo ya un joven de 22 años, y que ha sido recientemente adquirido por el Meadows Museum de Dallas (Estados Unidos).

Retrato de Mariano Goya
Retrato de Mariano Goya

En plena Guerra de la Independencia, cuando la vida en Madrid solo ofrecía hambre, dolor y desolación, Goya se miraría en su nieto pensando en un futuro mejor. Por eso resulta fácil imaginárselo reciclando un tablero de madera de un mueble –el lienzo era tan escaso por entonces que Goya donó las varas que tenía para vestir al ejército aragonés–, y aprestándose a cubrir con destreza y rapidez (dos características de su forma de hacer) ese tablero con la efigie de un ser tan querido. Aplicó con brocha y espátula una capa enriquecida en blanco de plomo y con una preparación de tono ligeramente anaranjado, similar a la que observamos en otras obras de esa época, y se dispuso a pintar al niño en una de sus grandes aficiones: la música.

Hace apenas unas semanas me encontraba en Londres para pronunciar la conferencia de clausura de un pequeño simposio dedicado a Goya organizado por Artes (Iberian & Latin American Visual Culture Group) en el Instituto Cervantes, con motivo de la exposición de retratos abierta en la National Gallery. Mi tema era el retrato de familia. Tras hablar de otras familias, me concentré en la de Goya. Mi discurso fue desgranando la manera en la que se ocupó, a través de su arte, de sí mismo y sus gentes, gustoso de mostrar el progresivo estatus y bienestar que iba alcanzando y que culminaría con su nombramiento como primer pintor de cámara.

Su fama como artista, su triunfo social, su capacidad y estabilidad económica le hacían afrontar a Goya la última etapa de su vida con confianza y en paz, superadas todas las rencillas familiares y consolidada su descendencia por el ventajoso matrimonio de su hijo Javier, el único logrado de los siete que alumbró su esposa Josefa Bayeu, con Gumersinda Goicoechea, miembro de una próspera familia. El consuegro, Martín Miguel Goicoechea, era un activo e ilustrado comerciante, importante accionista de la Compañía de Filipinas con puesto relevante en el Banco de San Carlos, el actual Banco de España. Pero todo se vino abajo. En tiempos de guerra ver crecer a ese niño, ajeno a las dramáticas circunstancias, sería una auténtico solaz y consuelo.

Las sensaciones y los testimonios que es capaz de despertar cualquier buena pintura se ven desbordados con la imagen de este niño lleno de vida que se siente director, concentrado en el ritmo, sabiéndose mirado y mimado. Más allá del estatus social, que denota la elegancia del traje, y la conciencia de herencia familiar –era su único nieto–, encontramos el afecto y la implicación emocional, la generosidad y la tradición pictórica que lleva a su más alta expresión la lección velazqueña. Esta no se encuentra solo en la diestra y ágil pincelada que imprime dinamismo y genera el efecto ilusionístico del movimiento, permanente desafío para Goya. Tampoco radica esa lección en la rica gama tonal del negro que recuerda la ligereza y destreza del sevillano en la construcción de las texturas. Es en la condición de niño heredero que comparte con el príncipe Baltasar Carlos donde definitivamente se funde el arte de los dos maestros.

Sería maravilloso que el Museo del Prado cediera temporalmente el retrato de «Baltasar Carlos cazador» para poder contemplar simultáneamente ambas pinturas. No es probable que esto pueda suceder. Lamentablemente, «El Marianito», como se conoce hoy el retrato, fue la primera víctima del proceso de «purificación» de Goya del que ha hecho bandera la institución, y hacemos nuestras las palabras empleadas por el profesor Jonathan Brown en este mismo periódico en 2009. El cuestionamiento de esta pintura, que colgó en las paredes del Museo del Prado durante dieciocho años, fue el pistoletazo de salida de una carrera plagada de desatinos en la que, incomprensiblemente, el museo ha perseverado en un ejercicio de tozudez que se ha llevado por delante, en el tema de Goya, el rigor y la calidad científica que lo habían caracterizado.

Este cuadro, propiedad de la familia Alburquerque, fue declarado BIC en 1987 y a instancias del entonces director del Museo del Prado, Alfonso Pérez Sánchez. Así se evitaba que pudiera ser vendido en el extranjero, y se daba tiempo para que fuera adquirido por el Estado para la pinacoteca. Pero todo se torció cuando en un artículo de prensa se calificó a la obra como el posible paradigma de los falsos Goyas, remitiendo a un informe que nunca vio la luz. Quedó el retrato en una tierra de nadie, pasando sin solución de continuidad de ser admirado y codiciado a dormir el sueño de los justos en la caja fuerte de una entidad financiera, a la espera de que el sentido común y la cordura vinieran a rescatarlo. Con el gesto de exponerlo al público, el Museo Goya-Colección Ibercaja de Zaragoza da paso a ese tiempo nuevo. Por eso desde estas páginas, en estos tiempos de zozobra que atravesamos pero que están lejos de los dramáticos días en los que vio la luz el cuadro, solo puedo animar a verlo. Con ello no solo podrán admirar el arte de Goya, sino también su humanidad y sus afectos, dos aspectos que nos son vitales siempre, pero sobre todo en los momentos difíciles.

Jesusa Vega, catedrática de Historia del Arte (UAM).

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