Homenajear al poeta

El pasado 14 de enero EL MUNDO publicaba una crónica, firmada por Luis Alemany, que se titulaba La incómoda gloria de Gil de Biedma. ¿Puede homenajear el Instituto Cervantes a quien se ha jactado de pederastia? El artículo recogía declaraciones de distintos escritores y periodistas y se preguntaba si era lícito que una institución pública rindiera tributo a un poeta que en su diario de 1956 había referido un encuentro en un prostíbulo de Manila con un menor. El debate es un ejemplo más de la deprimente y a veces hilarante puerilidad que, de un tiempo a esta parte, viene animando la impugnación, por lo demás bienvenida, de las inercias de nuestra cultura. Más que preocuparse por la supuesta inmoralidad de Gil de Biedma, la provocación parecía pensada para contestar «al otro bando» y acusarlo con parecida chatura intelectual, para que así todos podamos chapotear sin complejos en la misma ciénaga, encantados de vernos reflejados en el espejo deformante del otro. El propio cronista sugería sin ambages que a Gil de Biedma había que aplicarle la «jurisprudencia moral» de 2021, que en lugar de ser recusada cobraba de pronto carta de naturaleza. Dura lex sed servanda.

Entre las declaraciones recogidas, destacaba la contundencia del ensayista Pau Luque, que afirmaba categóricamente: «Me parece una calamidad que las instituciones públicas lo homenajeen. Un homenaje no es sólo decidir si se publica un libro o no, es algo más que eso e involucra algunas consideraciones éticas inevitables, consideraciones que para una editorial tal vez no tengan carácter decisivo (aunque tampoco deberían ser irrelevantes), pero para las instituciones públicas desde luego que sí. Para mí no hay dilema: que se ahorren ese homenaje». Dejando de lado esa capciosa referencia, casi un aviso, a la liberad de criterio de los editores, la afirmación inquisitorial sirve para hacerse una serie de reflexiones, por lo demás elementales: ¿Cuál es la razón que lleva a una institución pública a rendir homenaje a un escritor? ¿Debe acreditarse la irreprochable moral íntima y civil de un autor para merecer un homenaje público? ¿Es posible evaluarlo? ¿Qué es exactamente lo que la institución reconoce cuando aplaude a un escritor?

En su discurso de agradecimiento por la concesión del doctorado honoris causa en la Universidad de La Sapienza, publicado con el título de El rito y la cultura, Rafael Sánchez Ferlosio se interrogaba acerca de la ambigüedad del rito en lo que toca a la cultura. Para Ferlosio, el intento de ritualizar la cultura, por ejemplo mediante el homenaje, es una manera de reducir el pensamiento a un «no-más-allá-del-límite» y a la vez una prueba de que la cultura constituye, en el mejor de los casos, una de las pocas formas de desafiar al poder estatuido, que intenta domesticar al saber precisamente porque teme su capacidad de ir «más allá del límite» y denunciar lo que nadie más es capaz de ver. Homenajear a un escritor no supone, por tanto, sancionar públicamente la ejemplaridad de su vida, por otra parte imposible de conocer y evaluar en términos absolutos, sino reconocer la ambición, la complejidad, el riesgo y el coraje que demostró en su obra a la hora de representar la condición humana y analizar la sociedad en la que vivió. Como dijo Faulkner en su discurso de aceptación del Nobel: «Creo que este premio no se le concede a mi persona sino a mi obra, a la obra de toda una vida hecha en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear algo, a partir de la materia del espíritu humano, que antes no existía».

En el caso de Gil de Biedma, no es la primera vez que se manipula torticeramente esa escena de su diario, que realmente ha dado mucho rédito desde que se publicó, como si toda su obra se redujera a eso. Poco importa que él mismo diga que estuvo allí «cinco minutos» o que admita que «los chiquillos no me gustan», algo que bastaría para desmentir la burda acusación de pederastia que se le intenta endosar, gracias a esa nueva jurisprudencia moral de la que parece que ya nadie está a salvo. Para el caso, daría lo mismo que la secuencia hubiera sido más larga y más cruda o que incluso el poeta hubiera reincidido en el estupro, puesto que Gil de Biedma, cuando consignó ese episodio, estaba llevando a cabo un acto moral, sobre todo frente a sí mismo, sin rodeos ni excusas ni aderezos, como suelen hacer tantos diaristas profesionales. Como decía Canetti, en un diario uno habla consigo. Si imagina un auditorio, aunque sea después de su muerte, está falseando. Gil de Biedma no pudo publicar en vida esa sección por razones que vuelven a estar de moda. Confió su publicación –y sí, su juicio– a la posteridad, pero no lo escribió para ella.

Segregar, por otro lado, esa escena del conjunto, con fines propagandísticos, no solo es deshonesto sino críticamente empobrecedor. Los argumentos políticos para condenar a Gil de Biedma se multiplican si uno atiende a la experiencia colonial que se refleja en esa primera parte de su diario, como el propio poeta quiso dejar claro al disponer las tres partes que conforman Retrato del artista en 1956 y que constituyen una exploración radical de las distintas dimensiones de sí mismo en un año para él fundacional. «En las islas de Circe» se ocupa, sobre todo, de la intimidad del sujeto, con una violenta y transgresora intensidad que se opone a la fría claridad ejecutiva del «Informe sobre la Compañía General de Tabacos de Filipinas» y aun al encierro campestre, en la última parte, del poeta enfermo de tuberculosis dedicado a recapitular su aprendizaje poético en su ensayo sobre Jorge Guillén. Lo público, lo privado y lo intelectual se entrelazan en la consabida y desesperada búsqueda del sujeto moderno por encontrar su formulación en la intimidad, sabiendo que se trata de una tentativa imposible, constitutiva del género, pero más verdadera cuanto más ansia de veracidad contiene. Quizá, después de todo, no sea raro que la recepción, en conjunto, de los Diarios de Gil de Biedma haya sido tan pobre, teniendo en cuenta lo poco acostumbrados que están nuestros escritores a hablar consigo mismos. En ese sentido, Gil de Biedma hizo un inmenso bien a la literatura española, llevando a cabo el trabajo que a veces suelen hacer en una tradición tres o cuatro escritores. Ya sea en verso o en prosa, a la hora de abordar una cuestión íntima o un problema crítico, su propuesta siempre es moral porque de ella pueden deducirse varias reflexiones secundarias y problemáticas. Eso es lo que hace que alguien alcance el rango de escritor susceptible de ser homenajeado.

No deja de ser una bonita casualidad que la expedición de esta nueva jurisprudencia moral 2021 llegue en el año en que se conmemora el bicentenario de Baudelaire, poeta condenado en su día por inmoralidad con una virulencia que se nos vuelve a caer encima. Hablando de estas cosas, el propio Baudelaire, en un apunte de sus escritos autobiográficos recogidos en Mon coeur mis à nu, decía: «Todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoral, inmoralidad, moralidad en el arte y otras estupideces me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de cinco francos, que, acompañándome una vez al Louvre, donde nunca había estado, empezó a sonrojarse, a taparse la cara y, tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba, frente a las estatuas y los cuadros inmortales, cómo podía ser que se exhibieran públicamente esas indecencias».

No hay manera, por mucho que se intente, de encorsetar la mejor literatura, ni la de Gil de Biedma, ni la de Céline, ni la de Ezra Pound ni la de T. S. Eliot –la lista de malditos es cada vez más larga y más prestigiosa–, en los límites del periodismo sensacionalista o del ensayismo de vuelo gallináceo. El grito que se oye en ella –y quizá ya sólo en ella– sigue siendo el de la decencia, que es siempre difícil: Ah Seigneur! donnez-moi la force et le courage / De contempler mon coeur et mon corps sans dégoût!

Andreu Jaume es editor, poeta, profesor, crítico literario y director del Centro Libre. Arte y Cultura (CLAC),

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