La banalidad del bien

En estos momentos, muchos espectadores, a lo largo y ancho del continente europeo, están viendo una espléndida y muy recomendable película polaca, «Ida». Dirigida por Pawel Pawlikowski, un realizador hasta ahora desconocido por el gran público, está rodada en blanco y negro y la protagonista es una jovencísima monja católica. Pocos días antes de tomar los hábitos, descubrirá que es judía. Sus padres fueron asesinados y no se sabe dónde están enterrados. Son los años 60, en la época del comunismo. Guiada por un atormentado personaje, una tía suya, fría e inconmovible fiscal del régimen, de la que hasta ahora desconocía su existencia, la joven y hasta entonces inocente Ida efectuará su particular y atroz bajada a los infiernos.

¿Qué plantea por encima de todo esta película que ha conmocionado, y está conmocionando aún, a miles de espectadores? Lo que plantea, nada más ni nada menos, por medio de imágenes de una perturbadora y aterradora belleza, y con la ayuda de dos actrices maravillosas que parecen salidas directamente de la noche de los tiempos y de las pesadillas más inconcebibles, es el problema del bien y del mal. Ese bien y mal que todo ser humano, en su más íntima libertad y albedrío, tiene que elegir claramente y sin titubeos en algún momento de su vida. Los tiempos en los que vivimos, relativistas, amantes de la indefinición, que animan tantas veces a la ambigüedad y a pasar página, a no distinguir entre víctimas y verdugos, no ayudan.

La banalidad del bienEn un mundo no siempre creyente, sino agnóstico, y en más de una ocasión nihilista, adorador únicamente de lo pragmático y rápidamente realizable o rentable para cada cual, este problema eterno del bien y del mal no pocas veces aspira a ser presentado con la pátina de lo inseparable y difícil de aislar netamente. Según eso, todo, en cualquier fase de la Historia, también lo que vivimos en nuestro humilde día a día, estaría confusamente entremezclado. Lo que más abundarían son unas zonas grises, de moral oscilante, cambiante y caprichosa, reinventada y aplicada a la carta, para cada momento. Un momento que, sobre la marcha, decidirá lo que es justo y bueno para nosotros, evadiéndose del precepto obligado de la empatía universal, de tener que pensar en el Otro. Imaginémonos lo devastador que ha sido este pensamiento del no deber hacia los que nos rodean en determinadas épocas de fanatismo y persecución hacia el que piensa, razona, tiene una fe o es distinto en general a nosotros. El gran filósofo alemán H. G. Gadamer, nacido con el siglo, decía que «la tarea gigantesca» que tiene que desempeñar cada ser humano desde que nace es «controlar su parcialidad». Dejar que el Otro «no sea invisible o no permanezca invisible». No solo tendríamos que aprender a respetarlo, a vivir día a día con él, sino, sobre todo, añade Gadamer, «tenemos que aprender a no tener razón». La tarea, que él llamó «aprender a perder en el juego», empieza muy pronto. A los dos años, «o quizá antes», especifica.

Esta tarea necesaria de realizar por todo ser humano, en determinadas épocas de la Historia no ha sido fácil. La corrupción y degradación moral que trajeron los totalitarismos del pasado siglo mezcló e hizo necesaria en muchas ocasiones la complicidad de los asesinos con un gran número de personas, de pasivos espectadores de la barbarie, que si no la aplaudían directamente, miraban hacia otro lado y aceptaban aquella diaria «banalidad del mal», tachándola de inevitable. Unos «hábitos morales» –como dijo la filósofa alemana Hannah Arendt, acuñadora de la expresión «la banalidad del mal»– que «podían cambiar de un día para otro». Que hacían que mandamientos que antes parecían eternos como no matar, no robar o no mentir «se pudieran cambiar de repente, como si se tratara de nuestros gustos en el vestir».

Gabriele Nissim es un periodista y escritor italiano que a lo largo de varios libros, como es el caso de «La bondad insensata (El secreto de los justos)», publicado en nuestro país por Siruela, o bien en la recopilación «Storie di uomini giusti nel Gulag» (Bruno Mondadori), de la que haría la introducción, se ha consagrado fundamentalmente a descubrir el misterio profundo del bien. Un bien en ocasiones mucho menos documentado que un traumatizante mal sobre el que se ha escrito, filmado y debatido en cientos de obras y simposios de nuestros días. Es decir, ese increíble coraje o «insensata» (como él la llama) entrega a la verdad, a la piedad o simplemente a lo que es justo, de muchos héroes anónimos o no, a lo largo de las etapas más terribles y despiadadas de nuestra historia europea. Unas etapas concentradas sobre todo en los dos grandes totalitarismos, el nazi y el comunista, del pasado siglo. Allí florecieron, como raras piedras preciosas en tiempos de oscuridad, hombres y mujeres dignos que se rebelaron, ya fuera en los gulags soviéticos, en Auschwitz, en las cárceles o bien en la vida civil, contra aquella caza genocida del hombre contra el hombre desatada por unos regímenes criminales. Insólitas trayectorias y destinos individuales de personas que supieron resistirse y denunciar el mal de su tiempo, que hicieron todo lo que estuvo en su mano por defender a los perseguidos, incluso a riesgo de sus propias vidas. Trayectorias que igualmente se rescatarían en libros excelentes como «La experiencia totalitaria» (Galaxia Gutenberg) o «Memoria del mal, tentación del bien» (Península) del ensayista de origen búlgaro, residente en Francia desde hace décadas, Tzvetan Todorov.

Entre ellos no faltaron españoles en épocas igualmente tormentosas, como cuando se produjo la salvación de miles de judíos de Budapest, durante la Segunda Guerra Mundial, gracias a los oficios del embajador Ángel Sanz Briz. Pero también de personajes menos conocidos, como el falso cónsul Giorgio Perlasca, al que Sanz Briz, cuando la legación española se cerró y él se trasladó a Suiza, dejó encargado de la tarea de seguir protegiendo a los judíos que se habían quedado en las «casas protegidas» de la capital. A este aventurero personaje, fascista en su juventud, que fue a Abisinia con los Camisas Negras y más tarde se trasladó a España a luchar con los nacionales, su compatriota Enrico Deaglio le dedicaría un emocionante libro titulado «La banalidad del bien» (Herder) que hablaba de aquellos hechos. Precisamente, no hace mucho, ha fallecido en Barcelona el poeta y profesor Jaime Vándor (Viena, 1933), uno de aquellos niños húngaros salvados milagrosamente gracias a estos dos héroes, «justos entre las Naciones», como les nombraría más tarde el Yad Vashem de Jerusalén, la institución israelí que vela por la memoria del Holocausto. Un hombre, Vándor, más que nada, fundamentalmente bueno. Algo aparentemente fácil pero que, misteriosamente, a lo largo de la Historia, una y otra vez, siempre escasea. Alguien que, a pesar de los traumáticos recuerdos de su niñez, y de todo lo acaecido con los judíos en Europa, vivió siempre sin rencor ni ánimo de venganza, trabajando incansablemente por el entendimiento de judíos y cristianos.

Mercedes Monmany, escritora.

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