La crisis de la política

La crisis en Europa es económica y social, pero ahora parece que también es, y quizá sobre todo, política. En un primer momento las dificultades políticas en diversos países tomaron forma de rechazo a los gobiernos y a los partidos en el poder. En beneficio de la oposición. Así, en España la izquierda, con José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE, dejó paso a Mariano Rajoy y al PP. Simétricamente, en Francia, Nicolas Sarkozy y la derecha perdieron las elecciones del 2012, primero las presidenciales y luego las legislativas, en beneficio de los socialistas y de sus aliados. La alternancia ha sido la primera expresión de la descomposición de los sistemas políticos.

Cuando la derecha o la izquierda fracasan y una eventual alternancia no parece estar a la altura de los desafíos lanzados por las dificultades económicas y sociales ha aparecido una segunda figura, la de los gobiernos de gestión, tecnocráticos, externos a los partidos o incluso atribuyéndose estar por encima de estos. Así, durante un tiempo Grecia e Italia parecieron ser capaces de salir tecnocráticamente de la crisis económica manteniendo su pertenencia a Europa, como si un equipo de tecnócratas salidos de la economía de mercado y de los mecanismos europeos pudiera hacer duradera una política de rigor. El resultado de las elecciones italianas del pasado 24 de febrero, con el desastroso fracaso de Mario Monti, ha evidenciado hasta qué punto esta lógica es frágil y no puede sustituir a la de los actores realmente políticos. Los salvadores tecnócratas han fracasado y las dolorosas reformas, vistas como insoportables, han sido rechazadas por la población.

En esta debacle de los partidos políticos clásicos ha aparecido una tercera figura, más visible e importante por cuanto derecha e izquierda daban una imagen de impotencia: la de los movimientos sociales y culturales externos al sistema político clásico. España, con los indignados, ha sido la exponente más espectacular de esta tercera vía, cuya debilidad es intervenir en un escalón infrapolítico sin tener una perspectiva real de instalarse a nivel político.

Y desde entonces se ha abierto un espacio para otra familia de actores políticos, a los que se puede calificar de populistas y que se agrupan en tres formas principales. La primera, la más rara, es la del populismo de izquierda, o de extrema izquierda, que recicla una temática marxistizante o de lucha de clases manteniendo un discurso anticapitalista más o menos lastrado de ecologismo. El caso más significativo, en Francia vendría dado por el Frente de Izquierda de Jean-Luc Mélenchon. Para que un populismo así encuentre espacio, incluso menor, hace falta en realidad que pueda apoyarse en fuerzas establecidas más antiguas, léase un partido comunista descompuesto, sindicatos, organizaciones de extrema izquierda, que le aporten una cierta estructura.

La segunda expresión en el seno de esta familia de populismos europeos, que comenzó a aparecer en gran número de países de Europa desde comienzos de los años ochenta, es el nacional-populismo. Adosado a lógicas radicales como la extrema derecha. La lista de estos partidos xenófobos, racistas, antiinmigración y antiislam es larga. Se adaptan a la crisis lastrando su nacionalismo de un discurso social adulador, según los casos, hacia las clases populares, incluidos los obreros, así como las capas medias como los pequeños empresarios y los comerciantes. Sería el caso de la Liga Norte en Italia.

Las derechas radicales hasta ahora no han avanzado mucho en Europa, pero tampoco están necesariamente debilitadas. Sería un error prever la formación en breve plazo de movimientos de tipo fascista de los que estas derechas radicales serían la espina dorsal, pues se hallan envueltos en una paradoja que les limita las esperanzas de desarrollo: para llegar a un electorado importante juegan la carta del antisistema, de un nacionalismo muy a menudo hostil a la construcción europea y al euro, se dejan llevar por las pulsiones racistas pero para acceder al poder político, para entrar en el juego institucional, les falta ser respetables. Es así como en Italia la Alianza Nacional de Gianfranco Fini eligió hace ya tiempo entrar en el juego democrático e institucional, acercándose, hasta fusionarse en ella, a la derecha tradicional. O lo que hace el Frente Nacional en Francia bajo la presidencia de Marine Le Pen, esforzándose por parecer respetable, evitando mostrarse antisemita, alabando los méritos de la República y dirigiéndose a los trabajadores.

Por ahora la crisis no ha reforzado espectacularmente a estas derechas radicales instaladas desde hace treinta o cuarenta años, y si se mantienen es porque se muestran precisamente menos radicales que los partidos de extrema derecha o fascistoides de los que se jactan de ser consideradas sus herederas. En cierta manera, el buen resultado de Silvio Berlusconi en las elecciones italianas es también una expresión de esta tensión entre respetabilidad y demagogia populista que encarnan las derechas radicales, e indica –como se vio también en Francia con motivo de la campaña presidencial de Nicolas Sarkozy en el 2012– que las derechas clásicas se ven tentadas por propuestas que niegan la distancia que, en el pasado, podía separarlas de la extrema derecha.

Y en este panorama que se renueva y se descompone al mismo tiempo, una tendencia encuentra un verdadero baluarte para abrirse camino: el populismo bufón, tercera variante posible en el seno de la familia de los populismos. Italia, con el resultado impresionante obtenido por el Movimiento 5 Estrellas del humorista Beppe Grillo, especialmente entre los jóvenes, acaba de ser un buen ejemplo. Hay ahí un fenómeno que no es nuevo y que en Francia, por ejemplo, hace ya treinta años, el humorista Coluche fracasó en su intento de encarnarlo. Lo que le da fuerza es la crítica del sistema político y de la partitocracia en su conjunto, su crítica de la corrupción pero también de las medidas de austeridad impuestas por una tecnocracia ciega y sorda a las necesidades del pueblo. En este marco, el electorado no es antipolítico ni apolítico sino que tiene sed de ver surgir nuevas formaciones, nuevas personalidades. Rechaza la austeridad pero sin entregarse a los brazos de las derechas nacional-populistas ni a la derecha de Berlusconi, de la cual detesta su corrupción moral y económica. Y en este contexto el humor acompaña las propuestas demagógicas, antiestablishment, a veces tomadas de la izquierda y a veces de la derecha, dentro de la mayor confusión ideológica.

Siempre ha habido y habrá otros movimientos antipartidos como este, con líderes demagogos salidos desde dentro o desde fuera de la misma sociedad afectada, estrellas del showbizz, hombres de negocios que han vuelto de la inmigración, como ocurrió en diversas ocasiones tras la caída del muro de Berlín en los países del antiguo bloque soviético. O bien serán efímeros o bien se verán obligados a institucionalizarse y a transformarse para poder entrar en el juego político más clásico. Pero si ponemos una tras otra las diversas expresiones que pueden surgir de la crisis política actual en Europa y se le añade la masiva abstención, es necesario preguntarse si no hemos entrado en una peligrosa fase posdemocrática y si no hay que esperar que surjan nuevos fenómenos, mucho más inquietantes, en los que la rabia y la violencia sustituirán a la crítica sin mensaje que aportan los populismos de todo tipo.

Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

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