La Digiteca Nacional

Quienes, al igual que Borges, nos habíamos figurado el paraíso bajo la especie de una biblioteca, estamos de luto. Primeramente, la teología postconciliar demolió los paisajes de la vida futura, diciéndonos que el infierno no era un «lugar físico»; de donde se derivaba, inevitablemente, que el paraíso tampoco. Y un paraíso que ya no fuese concebible bajo la especie de una biblioteca, sino como un no-lugar (utopos), empezó a olernos a chamusquina utópica. Cuando ya parecía que toda esta pachanga teológica declinaba, la tecnología vino a rematar la faena: no es que el paraíso no pueda ya concebirse bajo la especie de una biblioteca, es que las bibliotecas han dejado de ser un lugar paradisíaco. De momento, parecen premoniciones del purgatorio; pero pronto serán verdaderas antesalas del infierno.

Si había un lugar en el mundo que ensanchaba las estrechas dimensiones de mi vida mortal, un lugar cuya existencia me llenaba a un tiempo de porvenir y de pasado, un lugar en el que me sentía respaldado en mi vocación literaria, confortado anímicamente en mi peregrinaje por este valle de lágrimas, ese lugar era sin duda la sala de lectura de la Biblioteca Nacional. Allí he preparado la escritura de mis novelas desde que estrené mis primeras armas literarias, haciendo acopio de lecturas, tomando notas y, a la vez —¡ah, la loca de la casa!—, urdiendo ya las peripecias tumultuosas de mis personajes. Con su alto techo rematado por una claraboya, sus mesas suavemente inclinadas, sus paredes forradas de anaqueles, en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional me he sentido durante años tan protegido como un niño gestante en la placenta de su madre, o como un bienaventurado en el paraíso.

Este verano acudí de nuevo a la Biblioteca Nacional, para preparar la escritura de mi próxima novela, que recrea episodios del llamado Desastre, la pérdida de las últimas posesiones españolas en 1898; en consecuencia, muchos de los libros que deseaba leer fueron publicados al hilo de aquellos acontecimientos, en el gozne de los siglos XIX y XX. Los solicité a los atentos bibliotecarios del establecimiento, pero una y otra vez se excusaban de servírmelos, arguyendo que eran ejemplares deteriorados que no podían consultarse; y que, a cambio, la Biblioteca Nacional ponía a mi disposición una reproducción microfilmada o digital de los mismos, que podía incluso descargar desde mi propia casa. Confesaré que me quedé perplejo: entiendo que, entre las funciones encomendadas por ley a la Biblioteca Nacional, se halle «conservar los fondos bibliográficos» en beneficio de las generaciones futuras, prohibiendo incluso su consulta cuando tales fondos se hallen deteriorados; pero de algunos de los libros que yo solicitaba existían —según me informaba el catálogo informatizado del establecimiento— hasta tres y cuatro ejemplares. ¿De veras los cuatro ejemplares de una misma obra pueden estar deteriorados? Considerando que muchas de las obras que he leído en la Biblioteca Nacional jamás habían sido consultadas previamente (como probaban sus pliegos intonsos), parece en verdad altamente improbable. Pero, aceptando que el deterioro de un libro no depende tan sólo de un uso negligente, sino de los estragos que el tiempo ocasiona en el papel y en la encuadernación, ¿conviene que los cuatro ejemplares de una misma obra sin especial valor bibliográfico se retiren de la consulta, para su preservación? ¿No sería más racional dejar que al menos uno pueda consultarse, aunque su consulta le inflija algún deterioro? Porque, entre las funciones encomendadas por ley a la Biblioteca Nacional también se halla, junto a la conservación de sus fondos, fomentar la investigación, mediante la consulta de tales fondos. Si ambas funciones entran en conflicto y son varios los ejemplares disponibles de una misma obra, ¿no sería una decisión juiciosa permitir que al menos uno de dichos ejemplares permanezca accesible a la consulta?

Pues no, señor. La Biblioteca Nacional no me ha permitido este verano leer libros de los que disponía de hasta cuatro ejemplares, invitándome a hacerlo en «soporte alternativo», microfilmado o digitalizado. No entraremos aquí a discutir las ventajas e inconvenientes de la digitalización de libros: me parece, desde luego, un empeño benemérito de la Biblioteca Nacional, que de este modo asegura la supervivencia de sus fondos; pero, al mismo tiempo, como lector ducho, he de afirmar sin rebozo que la lectura en «soporte digital» se me antoja una birria comparada con la lectura de libros, del mismo modo que la alimentación con píldoras sintéticas se me antoja una birria comparada con la dieta mediterránea. A mi entender, una Biblioteca Nacional debe esforzarse muy denodadamente en que sus lectores puedan seguir disfrutando de la lectura en libros de papel, dejando la lectura «en soporte digital» para casos especialísimos; y en tales casos, por supuesto, debe asegurarse de que tal digitalización sea primorosa. La Biblioteca Nacional ha obrado a la inversa: ha convertido la consulta en «soporte digital» en norma general, para libros presuntamente deteriorados; y, al mismo tiempo, facilita una digitalización de los mismos bastante chapucera, según he podido comprobar descargando los libros que no se me permitió leer en su formato original. No debe extrañarnos, pues son libros impresos al modo tradicional, en el que los tipos entintados presionaban a conciencia el papel, dejando sobre él su huella, al modo casi de un bajorrelieve. Al digitalizar libros impresos de este modo, los caracteres quedan con frecuencia desvaídos y, según la profundidad con que fueran estampados sobre el papel, a veces pueden resultar incluso ilegibles.

Porfié hasta donde pude, tratando de que los bibliotecarios entendieran que yo iba a la Biblioteca Nacional a leer libros, no digitalizaciones de los mismos. Como me miraban como se mira a una estantigua o a un orate, con lástima y alipori, desistí, marchándome a mi pupitre, a leer los pocos libros que todavía no habían pasado por las horcas caudinas de la digitalización. En la mesa contigua, una señorita armada de un ordenador portátil se tiró cuatro horas de reloj gorroneando la conexión wifi de la sala de lectura, escribiendo chorradas en su muro de feisbu, contestando correos electrónicos, tuiteando, viendo videos en youtube, etcétera. Alcé la mirada y descubrí que al menos otros seis individuos estaban haciendo en mi derredor lo mismo. A estos andobas la Biblioteca Nacional les proporciona conexión gratis para que puedan zascandilear a mansalva y con el mayor de los desparpajos por el interné; a una estantigua como yo no le dejan leer libros en papel. Con permiso de los teólogos postconciliares, he empezado a figurarme el infierno bajo la especie de una biblioteca. ¿De una biblioteca, he dicho? Llamémosla, más propiamente, la Digiteca Nacional.

Juan Manuel de Prada, escritor.

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