Las humanidades, en peligro

Hace tan sólo unos ocho años nuestra universidad se encontraba en la mejor situación de su historia y no tenía nada que envidiar a la de muchos de nuestros vecinos, y eso era reconocido incluso por colegas franceses, italianos o británicos y por los numerosos alumnos Erasmus que acogíamos en nuestros centros. Sin embargo, desde hace cuatro años la política de austeridad y de ajuste impulsada desde el Gobierno de Madrid y desde la Generalitat no sólo ha frenado el proceso de mejora sino que ha empeorado peligrosamente la situación de la universidad. Con la excusa de la crisis se está procediendo a una profunda transformación de la institución. Es bien cierto que nuestra universidad necesita hoy una reforma y que no todo lo hecho hasta ahora es funcional y lógico. Ahora bien, parece que la actual política universitaria tiende a adelgazarla, al considerarla un servicio público demasiado costoso y grande, y a imponer una selección que podríamos calificar de darwinista, basada en privilegiar unos estudios y dejar que los otros vayan extinguiéndose a base de no apoyarlos. Igualmente parece claro que se quiere avanzar hacia la autofinanciación (disminución de la partida pública y aumento de las tasas) y también hacia la instauración de un modelo de gestión empresarial, jerarquizado y externo a la universidad.

Y dentro de esta preocupante situación es evidente que las principales víctimas son y serán los estudios de humanidades. Hace unos años participé activamente en el proyecto de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (Fecyt) que significó la elaboración del libro blanco de la investigación en humanidades. El resultado del trabajo, en el cual participaron más de 400 investigadores de toda España, fue presentado en Madrid el 1 de junio del 2005 y suponía una documentada denuncia de la discriminación de que eran objeto estos estudios. En resumidas cuentas: las humanidades, que significaban el 18% del profesorado universitario, el 20% de los alumnos de doctorado y el 20% de las tesis doctorales leídas, sólo recibían el 9% de las becas predoctorales, el 5% de las plazas de investigadores Ramón y Cajal, el 4,5% de los proyectos de investigación y menos del 2% de los recursos de investigación. Como estos datos y conclusiones no complacieron a los responsables del Ministerio de Educación, este libro blanco fue poco distribuido y hoy se ha convertido en una publicación casi clandestina.

¿Por qué este maltrato y desconsideración hacia estos estudios? Las humanidades son las víctimas fáciles del discurso utilitarista tan de moda entre políticos, burócratas y tecnócratas: son unos estudios prescindibles y poco rentables. Ya hace tiempo que ante la oleada de menosprecio hacia las humanidades se han publicado numerosos escritos, como el conocido libro de Martha Nussbaum, que nos ha recordado que la salud de la democracia requiere la existencia de un pensamiento libre y crítico. Explicar y comprender el conjunto de saberes y de experiencias acumuladas por el género humano es fundamental si queremos que las nuevas generaciones tengan capacidad para comprender el mundo en toda su complejidad y su entorno social y cultural. Desarrollar la crítica y cultivar la capacidad imaginativa y de discernimiento sirve para una mejor adaptación al difícil mundo actual. Las humanidades pueden ser un antídoto a los discursos fáciles del utilitarismo, de la razón económica y simplificadora, sólo interesados por el rendimiento a corto plazo y defensores de unos valores que, de imponerse, crearán una sociedad llena de técnicos insensibles, poco competentes para la reflexión e incluso para el uso de la palabra y la escritura. Porque, fundamentalmente, la universidad tiene que formar personas con capacidad de afrontar con criterios propios situaciones complejas y cambiantes.

La banalización de todo lo que es cultura parece imponerse en nuestra sociedad al tiempo que cada día se desprecia más la tarea docente. Hoy es evidente que las autoridades políticas, y tal vez una buena parte de las educativas y universitarias, manifiestan un escaso interés por la calidad de la docencia que se imparte, dado que no hacen mucho para mejorarla seriamente ni para evaluarla. Como en la mayoría de los rankings de calidad universitarios sólo cuenta la supuesta excelencia investigadora, y no la preparación alcanzada por licenciados y graduados, no hay que emplearse en la mejora de la docencia. Prueba de este menosprecio es la afirmación, hecha hace unos pocos años por una rectora, de que “es igual dar clase a 50 alumnos que a 150”.

Hoy nuestra universidad tiene que afrontar un gran dilema: ser un servicio público de calidad que se adapte a los retos y necesidades de la sociedad actual, o convertirse en una institución escindida entre, por una parte, unos estudios selectivos y caros, sólo útiles para algunos intereses económicos, y por otra, unos masificados estudios generalistas, degradados y marginales, donde se incluirían las humanidades. Esta preocupante situación ha provocado la difusión de manifiestos, como el potenciado recientemente por el Institut d’Estudis Catalans, y ha motivado también la convocatoria del IV Congrés Universitari Català, que celebrará su jornada preparatoria el 9 de mayo en Barcelona. Un congreso que no sólo tiene que ser un foro de debate entre universitarios, sino que también aspira a ser una plataforma abierta donde representantes de la sociedad participen en la reflexión sobre qué universidad necesitamos hoy los catalanes.

Borja de Riquer, historiador.

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