Los muertos comen castañas y beben

Por Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor (EL MUNDO, 01/11/06):

El día 1 de noviembre, los celtas apaciguaban los poderes del otro mundo y propiciaban la abundancia de las cosechas con la celebración de la fiesta samahaim, la cual era, para unos, el comienzo del invierno y, para otros, el final de verano; en todo caso era el principio de una nueva gestación y de un periodo de intensa comunicación entre los habitantes de éste y del otro mundo. Se reunía una gran multitud porque era una fiesta obligatoria. Quien no asistía corría el peligro de perder la razón. La fiesta era para los celtas una concentración de lo sagrado en un tiempo y en un lugar determinados. Los mitos afirman que era el momento en el cual se habían producido grandes acontecimientos cósmicos, y cuando tenía lugar la muerte tanto ritual como simbólica del rey y su remplazamiento. Las ceremonias festivas actualizaban, celebraban y comentaban el origen mítico y la continuidad del mundo (J. de Vries, La religion des Celtes).

Por las mismas fechas, los romanos celebraban las saturnales. El mundo de los espíritus se entreabría y salían personajes de pesadilla, las almas tenues, los cuerpos que habían sido enterrados y las sombras. Todos se nutrían de los platos depositados sobre las tumbas. El día exacto de la celebración depende de la tradición oral. «¿Por qué buscas en el calendario una fiesta móvil?», le pregunta la musa a Ovidio. Pero si la fecha es variable, la época es inmutable: «Cuando la tierra es fecundada por las simientes que sobre ella se derraman» (Ovidio, Les fastes, lib. I, vv. 657-664 ).

El día de 1 de noviembre tiene lugar en Cataluña la castañada, en Las Alpujarras la mauraca y en Galicia el magosto. Siempre se pudieron celebrar en casa, al lado del fuego del hogar, en algún rincón del pueblo; pero su lugar originario fue el monte. Los celtas no tenían templos en el sentido latino de la palabra templum; celebraban sus fiestas y sus ceremonias rituales en un claro del bosque. Resulta, pues, por una razón u otra, que «el bosque y el templo eran, para los celtas, nociones equivalentes o intercambiables» (C. G. Guyonvarc'h, La civilisation celtique). «Los gallegos no tienen templos sino naturaleza» (V. Risco). En Galicia también lo celebraban en el atrio de la iglesia o en la encrucijada del pueblo al pie de un crucero.

El día del samahaim, los celtas encendían el primer fuego, origen de todos los fuegos. Con él se encendían, a su vez, todos los fuegos de la isla. Las castañas se asaban sobre una gran hoguera, por lo general, visible desde varios puntos de la parroquia, desempeñando, a este respecto, la misma función que la hoguera de San Juan. En Galicia, el fuego permanente del hogar se encendía con un tizón traído de la hoguera de la Vigía Pascual o del fuego encendido la noche de Navidad.

Unos albañiles que abren y limpian las sepulturas de un cementerio gallego cuando hay que utilizarlas de nuevo, me dijeron: «En algunas cajas hemos encontrado castañas que pusieron las ánimas viejas para las nuevas». Según cuenta el viajero inglés Swinbume del siglo XVIII, la gente de Galicia comía castañas la víspera de los Fieles Difuntos con la fe de que cada una libraba un alma del purgatorio. En el magosto berciano, el mayordomo de las ánimas repartía a boleo castañas desde la torre de la iglesia; lo mismo hacían en algunos pueblos gallegos. La gente las agradecía como donativo de las ánimas del purgatorio en paga a las limosnas que habían dado por su eterno descanso durante el año.

En Amer (Gerona) y en Sabadell (Barcelona) la noche del 1 al 2 de noviembre se tocaban las campanas intermitentemente desde que empezaba a oscurecer, desde las cinco de la tarde hasta las 12 de la noche. Los tañidores de campanas lo hacían a base de limosnas que daban los vecinos para que el toque de campanas les recodara las oraciones por los muertos. Ahora en Cataluña se comen los panellets que son, según me informaron los pasteleros, castañas de muertos.

Durante la preparación de parentalia, los romanos ofrecían a sus muertos, que eran menos ávidos de riquezas y de fastos que los dioses que habitaban las profundidades de la laguna Estigia, modestas ofrendas: granos de sal, el don de Ceres (pan), violetas esparcidas sobre las tumbas, ramas de árboles como el pino, pero sobre todo, piedad para con ellos. Las Constituciones Sinodales gallegas dicen que, en el velorio, el día de los Fieles Difuntos y en algunas otras ocasiones, los gallegos ponían mesas en las iglesias, comían hasta encima de los altares y bailaban. Y en el siglo XVI, el día de los Fieles Difuntos, los pobres comían, entre otras cosas, los restos de las castañas de los señores (Synodicum Hispanum, I. Galicia).

Los celtas, durante el samahaim, bebían hasta perder la razón. El vino en el magosto, el moscatel en la castañada y el aguardiente en la mauraca corrían, hasta tal punto, que la mente de muchos participantes se licuaba. En varias visitas al cementerio central de Atenas, y en algunos otros, he visto cervezas y paquetes de cigarrillos en nichos, al lado, o sobre las mismas sepulturas. Muchos comensales del banquete funerario, práctica común en muchas culturas, terminaban borrachos. Aún hoy, los velorios de algunos pueblos son momentos de un consumo elevado de alcohol.

En el magosto, en la castañada y en la mauraca la gente joven siempre hizo gala de una cierta libertad de costumbres, casi como en el carnaval; se permitían cosas que cualquier otro día estarían mal vistas. Al terminar de comer las castañas, los asistentes se tiznaban unos a otros, bailaban y saltaban sobre el fuego. Los jóvenes, cuando volvían del magosto, parecían antruejos. La gente mayor los miraba por las ventanas y no los reconocía. Durante los días de carnaval, los muertos salen de su espacio de residencia, el espacio salvaje, para invadir el espacio urbano; por el contrario, el día de las castañas, los vivos dejan el espacio urbano para invadir el espacio salvaje que es el de los muertos.

Los cuentos populares bretones están llenos de alusiones al hecho de que el día de Todos los Santos por la tarde no se puede hacer andar el carro o el coche sobre el borde de la carretera, se corría el riesgo de chocar y de molestar a los muertos que vuelven, esta noche, al espacio de los vivos. El día de difuntos conviene pasarlo en paz, antes era costumbre ir a tocar la gaita y a comer rosquillas al camposanto. El samahaim perdura en Irlanda como fiesta rural que celebra el haber espantado el fantasma del hambre después de llenar los graneros con la recolección reciente (V. Guibert, Les quatre fêtes d ouverture...).

Gregorio IV, fundándose en las visiones del Apocalipsis, instituyó la fiesta de Todos los Santos, para celebrar y honrar a los santos, y la de los Fieles Difuntos para socorrer con las buenas obras y oraciones a los muertos que aún están purificando su alma en el purgatorio para que, cuanto antes, puedan gozar en el cielo de la visión beatífica, la cual será el objeto de su felicidad eterna pero, en realidad, se trata de la cristianización del samahaim que, en sus aspectos paganos, perdura en la mauraca, la castañada y el magosto. Como otras muchas, estas tres prácticas tradicionales estuvieron medio desaparecidas durante años pero estamos asistiendo a su recuperación.

Por una vez y sin que sirva de precedente, los progres, con el halloween, importado de EEUU, están colaborando al mantenimiento y a la recuperación de una tradición europea tan vieja como el tiempo: el culto a los muertos. Para constatar el culto que hoy seguimos rindiendo a los muertos no hace falta más que echar el pie fuera de casa: nuestras carreteras están llenas de túmulos. Hasta las aceras de las ciudades. Y aunque nos hayamos olvidado de rezar por ellos, seguimos dándoles de comer toneladas de flores.