Nadie consiguió tanto en tan poco tiempo

Conocí a Adolfo Suárez en una reunión de la primera ola de procuradores familiares. Me pareció simpático y agradable. Lo volví a encontrar en el primer Gobierno de la Monarquía. Ambos fuimos ministros por cauces distintos a los de la voluntad de Carlos Arias. Nos entendimos enseguida; teníamos la misma idea del futuro y de lo que había que hacer para llegar a él.

Durante la vida de aquel Gobierno, Adolfo Suárez tuvo dos momentos estelares: uno cuando defendió brillantemente la Ley de Asociaciones Políticas –«vamos a conseguir que en la política sea normal lo que a nivel de calle es normal»–; otro en los tristes sucesos de Vitoria al demostrar que sabía mandar y que se hacía obedecer.

Cuando el Rey designó a Adolfo Suárez presidente del Gobierno, sonaron truenos y cayeron rayos lanzados desde la clase política hasta la Prensa recién nacida. «Aislar a Suárez» era la consigna de los contrabajos del momento. Pero hubo un grupo de «penenes», «los Tácitos», que, con otros «ilustres desconocidos» decidieron apoyar al nuevo presidente. Adolfo Suárez no era un intelectual ni un gran jurista; no era un catedrático, ni un académico; era sencillamente un político nato, inteligente, intuitivo, receptivo, que sabía escuchar, audaz y prudente al mismo tiempo, paciente, con suaves pero firmes dotes de mando, simpático y conocedor de lo que se podía hacer con los medios de comunicación social.

El Rey le había encomendado que, «de la ley a la ley», cambiase el sistema político y lo convirtiera en una democracia occidental, porque quería –como su padre, Don Juan– ser Rey de todos los españoles. Pensarlo y decirlo era fácil; lo complicado era hacerlo. Y Adolfo Suárez lo hizo. Desde su primera intervención televisada, grabada en su casa, se vio que sus ideas no eran las que repetían sus opositores. Antonio Garrigues me comentó: «Esto no es lo que nos habían dicho»: «y ¿quién os lo había dicho?», le pregunté. «Eso es lo que yo quisiera saber», fue su respuesta.

Constituido el Gobierno, su primera declaración programática mereció el comentario que me hizo José María Gil-Robles, el viejo líder de la CEDA: «Eso no lo conseguirán ustedes jamás». «Jamás» es una palabra muy contundente; pero contradecirla es una gloria. O, como se dice ahora, una «pasada». Lo primero de todo fue un amplio indulto, casi una amnistía. Con él volvieron a casa, entre otros muchos, los condenados por el famoso Proceso 2001, desde Camacho hasta Sartorius. Lo segundo, entrar en contacto con todos los líderes políticos de la situación y de la oposición democrática, desde los más intransigentes, hasta los más dialogantes. A veces se hizo Adolfo Suárez acompañar por alguno de sus colaboradores; en otras ocasiones lo hizo solo –como con Felipe González–. En todas desarrolló sus especiales dotes de seducción y simpatía. Lo tercero, reunirse con todos los máximos representantes de las Fuerzas Armadas. Fernando de Santiago, el vicepresidente militar, no quería; pero se hizo y fue un éxito, otro más, de Adolfo Suárez. Lo cuarto fue la Ley para la Reforma Política. Se quería una ley breve, sintética y comprensible. Adolfo Suárez tenía sobre la mesa varios estudios y anteproyectos, entre ellos el que le entregó Torcuato Fernández-Miranda con la frase «toma esto que no tiene padre». Se basaba en un Parlamento elegido por sufragio universal y en un Senado corporativo que era quien decidía en caso de discrepancia. Adolfo Suárez eligió este anteproyecto como base de trabajo, pero en consonancia con la comisión de ministros que formó, declaró en el nuevo texto la soberanía nacional, sustituyó el Senado corporativo por otro elegido por sufragio universal y precisó que las elecciones a la primera Cámara se harían por un sistema inspirado en criterios de representación proporcional.

Lo quinto fue explicar la ley a la opinión pública y a los políticos, señalándoles que dicha ley no era definitiva, sino un medio instrumental para hacer la reforma política. Lo sexto, conseguir que las Cortes Orgánicas aprobasen el proyecto por una fortísima mayoría, con la inestimable ayuda de Torcuato Fernández-Miranda, Miguel Primo de Rivera y Fernando Suárez que pronunció un discurso inolvidable. Y que el pueblo español diese su conformidad en un referéndum contundente. «Nunca he visto a un pueblo manifestarse con tanta seriedad y sentido del deber como en esta ocasión», me comentó el nuncio, más adelante cardenal Dadaglio.

Pero volvieron a caer rayos: secuestros de Oriol y Villaescusa, vesánica matanza de Atocha. Muchas voces, incluso desde las instituciones, pidieron estado de excepción y dureza policial. Adolfo Suárez se negó, con la ley en la mano, a ningún tipo de exceso. Por aquellas fechas se suprimió el Tribunal de Orden Público y se sustituyó por la Audiencia Nacional; y no mucho más tarde se celebró en Madrid una convención eurocomunista con Santiago Carrillo a la cabeza, que ya se movía por España en libertad y sin peluca; como antes del referéndum se había reunido el congreso socialista con Willy Brandt y François Mitterrand presentes, para pedir, con éxito descriptible, la abstención en la consulta.

A partir de entonces, las disposiciones de reforma se sucedieron en cascada: legalización y refundación de los sindicatos, modificación de la legislación electoral –lástima de las listas electorales cerradas y bloqueadas contra las que nos previno el socialista francés Maurice Faure– y se legalizó el Partido Comunista. Adolfo Suárez quiso asumir personalmente esta decisión, en el luego llamado «Sábado Santo Rojo», arriesgada en la forma, que no en el fondo.

Mediada la primavera, Adolfo Suárez decidió presentarse a las elecciones. Nos pidió a los ministros del Gobierno que no concurriéramos a los comicios. Todos menos uno lo aceptamos, porque queríamos demostrar a los españoles que no nos había movido ninguna ambición torticera. Los que en julio pasado habían lanzado rayos, vinieron en tropel –«hay que arropar a Suárez»– a correr con el presidente la aventura electoral: con ellos –juntos, pero no revueltos– acudió mucha buena gente, limpia y honrada, que conformó la parte saludable de UCD. Adolfo Suárez ganó las elecciones –era lo justo– pero encajó con dolor la derrota en Madrid ante Felipe González. Entonces decidió gobernar «en centro izquierda» y políticamente nos separamos, no sin antes decirle que «nunca nadie había conseguido tanto en tan poco tiempo».

Convocó los Pactos de la Moncloa buscando el consenso entre todas las fuerzas políticas y se lanzó a intentar hacer, por primera vez en nuestra Historia, una Constitución aceptada y aceptable por y para todos. Lo consiguió –aunque se dejó bastante en el camino–. Mejor dicho, le hicieron dejarse bastante en el camino el autor del «café para todos» de las autonomías y un ingeniero agrónomo y un perito teatral, «ilustres y reputados» constitucionalistas.

El general Peñaranda, entonces en el CESID, nos ha contado en un libro reciente cuántas y cuán variadas operaciones se intentaron, por aquellos tiempos, para desestabilizar a Adolfo Suárez. No quiero referirme a ello; no estaba políticamente con él ni en su partido. Pero cuando dimitió, dando una prueba inmensa de dignidad, y cuando permaneció firme y valeroso en su escaño ante la estúpida «boutade» de Tejero, mientras sus sucesivos sucesores se sumergían en sus «piscinas» tuve de nuevo la sensación de haber hecho política junto a un gran hombre.

Creí que cuando Adolfo Suárez fue creado duque de Suárez debió retirarse de la política. Lo hizo, no mucho después, la Providencia y ahora, como dice León Felipe, «murió allá arriba (...) como un soldado del mar, con la rosa de los vientos en la mano deshojando la estrella de navegar».

Alfonso Osorio, vicepresidente del primer gobierno de Adolfo Suárez.

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