Obama o Romney, Estados Unidos vuelve a arrancar

Estas inminentes elecciones estadounidenses ilustran de maravilla el malentendido predominante de la vida pública en nuestras democracias occidentales. La campaña en Estados Unidos ha girado totalmente en torno a la supuesta capacidad del presidente saliente o de su rival para reactivar el crecimiento y aumentar el número de empleos, empleos de calidad y bien pagados, se sobrentiende. Barack Obama afirma que, gracias a su juiciosa política de reactivación mediante la demanda pública, EE.UU. ha salido al fin de la crisis más grave desde 1930 y que ha creado unos cinco millones de puestos de trabajo adicionales. Mitt Romney, por su parte, estima que lo haría mejor y que crearía, gracias a otra política deliberadamente poco clara, 12 millones de empleos en el transcurso de su posible mandato.

Ante pretensiones de este nivel, nos vemos tentados a denunciar la doble impostura, porque un presidente estadounidense saliente o entrante no crea ningún empleo fuera de la función pública federal; en el mejor de los casos, genera unas condiciones favorables para las empresas que contratan. Romney se juega esta carta y le dice a los empresarios: ¡Soy de los vuestros! Pero Obama no le va a la zaga, y muestra sin cesar lo mucho que quiere a la economía de mercado. Ninguno de ellos menciona el déficit presupuestario de manera demasiado precisa, y ninguno se plantea adoptar medidas dolorosas para contenerlo.

Esto se debe a que los estadounidenses se pueden permitir el lujo de atraer capitales del mundo entero a unos tipos irrisorios; a diferencia de los europeos, los estadounidenses tienen un derecho de giro bastante ilimitado con vistas al futuro. En la peor de las hipótesis económicas, los presidentes destruyen más puestos de trabajo de los que crean por las incertidumbres que generan sus iniciativas sobre el futuro, por el exceso de exacciones públicas y, sobre todo, por la locura de las normativas medioambientales y sociales, aunque principalmente las medioambientales.

La demagogia a este respecto no es exclusiva de ningún partido, pero parece que la palma se la lleva Mitt Romney, ese defensor confeso del capitalismo y del librecambio. ¿No se ha comprometido, si resulta elegido, a bloquear las importaciones chinas con el pretexto de que la moneda china está infravalorada? Si pasase a los hechos, ¿estarían los estadounidenses dispuestos a pagar cuatro veces más por su teléfono móvil y sus zapatillas de deporte? En realidad, el curso de la moneda china no determina el incesante flujo de ida y vuelta entre China y EE.UU.; en este intercambio, cada uno se beneficia de la regla de las ventajas comparativas. Pero, para ser justos, el primer premio exaequo es para Barack Obama, que ha prometido «crear» millones de empleos en las energías renovables ahora que EE.UU. se ha vuelto autosuficiente gracias a unos descubrimientos sinprece dente s de gas natura l explotable por fracturación de las rocas.

En cualquier caso, a pesar de estas aproximaciones, mentiras y promesas irreflexivas, la economía estadounidense goza aún así de mejor salud que Europa, a pesar de sus presidentes pasados y futuros. Esto se debe a una cultura económica sobre la que los gobernantes de Washington tienen, en el fondo, poca influencia. Al igual que la crisis de 2008 fue provocada por un abuso del capitalismo, la recuperación llega por esta misma pasión por el capitalismo. El principal ingrediente de este capitalismo estadounidense es la innovación; los estadounidenses nativos de EE.UU., o los inmigrantes recientes, se apasionan por lo que es nuevo y acumulan patentes a un ritmo sin igual, con cerca de 100.000 registradas este año.

Estas patentes de hoy, protegidas por una sólida protección jurídica —que no siempre respeta la competencia— son los productos y los servicios de mañana. Los aventureros de las finanzas se lanzan al apoyo de estas innovaciones, al atraer una y otra vez capitales del mundo entero, y porque a los financieros les gusta el riesgo. Según un estudio publicado por Esade en Barcelona, la suma disponible de capital riesgo es de 7 dólares al año en la Unión Europea frente a los 72 dólares al año en EE.UU. La combinación de patentes y de este capital riesgo hace carburar una economía en perpetua renovación. Esta renovación también está interiorizada por los trabajadores, con mayor o menor pena según dónde se encuentren en la economía. Pero lo que llamamos «creación destructiva», la sustitución incesante de lo antiguo por lo nuevo, es una norma socialmente aceptada.

Todos estos principios no resultan desconocidos en Europa, pero no forman parte de nuestra cultura. En Europa preferimos, espontáneamente, otras jerarquías distintas a las de la empresa y el dinero. Uno no se presenta en una sociedad europea anunciando cuánto capital posee. Esa es la razón por la cual aceptamos que el Estado se inmiscuya en nuestros asuntos, ya que parece relativamente neutral e igualitario. No se trata aquí de establecer una jerarquía entre estas dos culturas separadas por un océano, sino de señalar que EE.UU. crece naturalmente mientras que Europa se estanca espontáneamente.

Milton Friedman observaba en su día que resultaba difícil impedir a los estadounidenses que emprendieran. Los políticos se esfuerzan por hacerlo, pero ni siquiera Obama, con su gran tropismo socialdemócrata, lo ha logrado. Apostaremos, por tanto, a que en 2013, sea cuál sea el próximo presidente estadounidense, EE.UU. superará el 2 por ciento de crecimiento y que el desempleo caerá por debajo del 8,5 por ciento, que son las cifras actuales. Y será una excelente noticia para Europa, ya que la economía estadounidense es, desde hace un siglo, la locomotora que tira de todos nosotros.

Guy Sorman, filósofo.

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