Resurreción

En su Carta a los Corintos, San Pablo afirmó que nuestra fe carece de sentido sin la creencia en la resurrección de Jesús. Acto fundacional de la fe, momento que se espera desde la creación, integración de Cristo en la eternidad y promesa al hombre de su unificación con Dios, de la superación de la muerte, del triunfo sobre la extinción. La presencia del Jesús resucitado ante sus discípulos fue la revelación de su divinidad perfecta y, además, la promesa de esperanza en la vida eterna que los apóstoles debían comunicar en su mensaje evangélico. La verdad última es la existencia de un Dios personal que habitó entre nosotros. Es la creencia en la vida, muerte y resurrección de Jesús. Y es la garantía de la resurrección que a todos se nos promete.

Así damos los cristianos testimonio de nuestra fe, porque al reconocimiento de los hechos admirables de un hombre nacido y muerto hace dos mil años en una provincia romana, nosotros sumamos la aceptación del Cristo resucitado. Sin embargo, tras renovar nuestra fe con esa afirmación, debemos plantearnos otra cuestión, urgente, decisiva, indispensable en el mundo actual. ¿Qué es lo que la resurrección de Jesús debe decir a quienes, sin ser creyentes en un Dios personal, sin aceptar ese acto de manifestación absoluta de la vida eterna a través de Jesús resucitado realmente, y no como mera metáfora o analogía, son defensores de una tradición cultural cristiana, en cuyos valores de libertad y universalidad de la persona se encuentran las raíces de nuestra civilización?

La cuestión no es menor, el desafío intelectual no es pequeño. Porque lo que podría dividirnos en creyentes y no creyentes en defensa de dos modos de vida alternativos, debe reconducirse a un punto de encuentro esencial. Un lugar en el que el agnóstico y el cristiano descubran su pertenencia a un mismo espacio histórico, a un mismo repertorio de principios éticos, a un mismo sentimiento de amor, de fraternidad, de búsqueda del bien común, de respeto a la dignidad de la persona. Tras dos siglos de secularización, el verdadero laico no es aquel que desea construir un mundo al margen de dos mil años de cultura cristiana, sino el que vive su existencia temporal dentro de un sistema de valores, inseparables de la idea del hombre que emergió hace veinte siglos y que anduvo la mayor parte de su trayectoria de la mano de las enseñanzas del catolicismo. El agnóstico defiende la sustancia de un mundo que solo el sectarismo y la ignorancia pueden apartar de la historia del cristianismo. Defiende el encuentro entre creyentes y no creyentes sobre la base, precisamente, de lo que a todos proporciona la resurrección de Jesús.

Para los no creyentes que se identifican con la cultura occidental desde sus raíces, la resurrección no es la frontera separadora de quienes aceptan en su totalidad la ortodoxia de la fe. Para ellos también es la afirmación de un cambio cualitativo en la existencia del hombre en la tierra, la irrupción de la eternidad, una mutación decisiva en la historia de las civilizaciones. Si con el cristianismo se inauguró una etapa basada en la libertad y equivalencia de las personas, la aceptación y superación de la muerte introdujo un factor esencial, cuyas celebraciones populares expresan con vivo testimonio el deseo de trascendencia.

Aunque para los agnósticos Jesús no resucitara, para esos defensores de la civilización cristiana no creyentes, la imagen de la resurrección es una esperanza tangible. Es la redención de la culpa, la posibilidad de remedio de los males, la entrada en la historia de un hombre nuevo, que ve en su condición esencial el hecho vivo de la libertad. A lo largo de los últimos siglos, el hombre que ha ido abjurando de Dios ha buscado, con un hondo sentimiento de desamparo y de indefinición, su propio lugar en el mundo, su espacio distinto al de cualquier especie, su posición privilegiada frente a cualquier otra criatura. No ha aceptado ser simple material orgánico destinado a la destrucción por el tiempo. Ha hecho de la historia el espacio de su afirmación, de su continuidad, de su permanencia, de su vitalidad, de su lucha contra la amenaza de extinción. Una tradición en la que se comparten los valores del humanismo cristiano debe ir más allá de la visión superficial de lo que es vivir como creyentes y vivir como agnósticos. Quienes hemos sido bendecidos por la fe, debemos compartir con la humanidad entera nuestra militancia en unos valores que a todos nos incumben y que, en esta época de honda tribulación, son los que pueden salvar nuestra civilización, en peligro de descreimiento absoluto y de despojo radical de sus principios.

Luis Díez del Corral, hace más de cincuenta años, definía el destino de Europa refiriéndose a ese aliento espiritual que el cristianismo insufló en este espacio concreto del mundo. El cristianismo proporcionó a los hombres una idea del destino que desdeñaba las actitudes inmóviles y pasivas de la fatalidad o la reiteración. Con la desacralización de la naturaleza, el hombre encontró en su propia conciencia de creyente el sentido último de su caminar hacia el futuro. La historia se convirtió verdaderamente en forja de la liberación de la persona, y solo en nuestra cultura el destino dejó de ser una determinación para considerarse una posibilidad, una transformación decisiva en las condiciones con que los hombres se enfrentan a los desafíos de su existencia. El tiempo se afirmó como proyecto y tradición, como peregrinaje hacia el bienestar y el perfeccionamiento personal, y, también, reforzó el testimonio firme de las generaciones precedentes y su mirada esperanzada en el mañana. Incluso cuando llegó una etapa de secularización, esa razón histórica del hombre suministró a los europeos el significado profundo del progreso, concebido no como renuncia al pasado, sino como integración de un recuerdo vivo en un plan de prosperidad para el futuro. Díez del Corral hablaba como creyente, pero definía una cultura que, para todos, solamente podía manifestar sus rasgos peculiares con el reconocimiento de ese precioso don de pensar en términos de destino histórico, de tradición y de camino de perfección.

En estos días de celebración, afrontemos el tiempo como proceso de redención y confirmación de la esperanza del hombre en su carácter trascendente, en su posesión de una conciencia universal donde habita el concepto de eternidad. Aceptemos, en sintonía con Walter Benjamin, que el hombre debe vivir en la historia rescatando a cada instante el pasado de las garras de la muerte, abriéndose a una promesa de liberación que nos hace combatientes por un inmenso proyecto cultural y nos une en torno al carácter sagrado e inviolable de la persona. Consideremos , de acuerdo con el sabio Benjamin, que el tiempo es un solo latido, una sola palpitación del universo, un aliento constante de la eternidad. Porque, en cualquier momento de esa confianza en la cultura que brindó al hombre su conciencia moral, su destino histórico, su existencia libre y, su capacidad de elegir, pueden irrumpir para todos, creyentes y no creyentes, la verdad, la trascendencia, la salvación.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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