Sobre el futuro del trabajo

De los tres factores que originan la desigualdad de ingresos -la distribución entre el capital y el trabajo, la desigualdad dentro de la mano de obra (estructura de los salarios) y la desigualdad en el trabajo (discriminación laboral)-, es posible que los dos últimos sean los que más relevancia tienen hoy en día para la mayoría de la gente.

Augurando cambios más profundos en la economía mundial, la importancia de la desigualdad dentro de la mano de obra y la desigualdad en el trabajo parece haber aumentado desde mediados de los 70. Aunque las evidencias de estos cambios están lejos de ser concluyentes, las tendencias apenas son visibles y las fuentes de información son objeto de controversia, las posibles consecuencias de estas transformaciones en la naturaleza del trabajo y el futuro de la mano de obra son lo suficientemente importantes como para que valga la pena especular acerca de ellas. Después de todo, es preferible saber poco de las cosas importantes que mucho de las irrelevantes.

Sobre el futuro del trabajoLa preocupación sobre el futuro del trabajo se concentra en dos cuestiones interrelacionadas: el crecimiento sin empleo está debidamente documentado. En EEUU la variación porcentual del empleo no agrícola ha estado disminuyendo de manera continuada desde los años 40, sobre todo a partir de los 60: desde el año 2000 ha sido negativa.

Pero los cambios en el empleo no han sido uniformes en la escala de cualificaciones: si estábamos acostumbrados a que el empleo y los salarios aumentaran invariablemente acorde al nivel de cualificación de los trabajadores, entre 1980 y el 2005 se observa que tanto el empleo como los salarios han aumentado en los extremos de la escala de cualificaciones -es decir, para los trabajadores no cualificados y los altamente cualificados- más que en el centro: la economía parece usar cada vez menos a trabajadores de cualificación intermedia.

Un modelo sencillo, desarrollado por Goldin y Katz, ayuda a explicar, en parte, la evolución del empleo y los salarios: el empleo puede ser considerado el resultado de una carrera entre la educación y la tecnología, donde la educación configura la oferta de mano de obra y la tecnología, su demanda. A primera vista, la polarización no es evidente: el empleo y los salarios aumentan de la mano del nivel de cualificación.

Sin embargo, desde las últimas décadas del siglo pasado, han surgido dos nuevas fuerzas para ampliar el alcance de la polarización: por un lado, la entrada de las grandes economías emergentes en el mercado mundial ha aumentado enormemente la oferta de mano de obra poco cualificada. Las empresas de los países avanzados se han aprovechado de la posibilidad de reubicar sus instalaciones de producción en países donde la mano de obra es barata (deslocalización y subcontratación).

Por otro lado, el desarrollo de las tecnologías de la información ha hecho posible que algunas labores se puedan llevar a cabo a distancia. El comercio ya no está limitado a bienes que puedan meterse en una caja; muchos servicios -incluidos los que requieren mano de obra altamente cualificada- pueden deslocalizarse. Como resultado, muchos trabajos se han automatizado, sobre todo en el rango intermedio de cualificación, mientras que los servicios profesionales que no requieren presencia física, tales como algunas labores médicas, técnicas o legales, se han vuelto vulnerables. Ya hemos pasado por ello.

Todos los grandes cambios dan lugar a ganadores y perdedores y no siempre son los que están más abajo los que más pierden. Con la introducción de los telares mecánicos en la industria textil, por ejemplo, no fueron los trabajadores sin cualificar los que perdieron, sino los artesanos que hacían paños en casa. Los luditas que destruyeron las primeras máquinas no se encontraban en lo más bajo de la escala de cualificación. De un modo similar, cuando se crearon las primeras líneas de montaje a principios del siglo XX en la industria del automóvil, los perdedores no fueron los trabajadores sin cualificar, sino los especialistas, trabajadores altamente cualificados que podían realizar series de tareas de alta precisión. Es decir, la polarización no es realmente algo nuevo, aunque hoy en día pueda tener un alcance mucho mayor del que jamás tuvo en el pasado.

Si se considera la situación a largo plazo, ¿deberíamos preocuparnos por estos cambios o dejar que las fuerzas del mercado dirijan el curso de los acontecimientos? Podría decirse que, después de todo, la historia de la Revolución Industrial ha sido un gran éxito, no sólo por aumentar el bienestar material, sino también por crear muchos más puestos de trabajo de los que existían hace 200 años.

A largo plazo, los luditas estaban equivocados (no estoy tan seguro en cuanto a los especialistas). Pero ese largo plazo ha sido muy prolongado: se ha dicho que las condiciones de vida de la mayor parte de la población de los países avanzados no eran mejores a finales del siglo XIX de lo que lo habían sido a principios del mismo. Gran parte de la literatura inglesa y francesa de la época narra historias de tanto sufrimiento humano que, a mediados de siglo, incluso un escritor inglés podía decir que la industrialización era de una monstruosidad tal que acabaría dando marcha atrás. Pero podemos perdonar a los luditas por no prever lo que sucedería un siglo después.

¿Qué se puede hacer para que estas transiciones sean menos perjudiciales? La redistribución de ingresos es, en el mejor de los casos, una respuesta demasiado imperfecta: en primer lugar, tiene unos límites muy reducidos; en segundo lugar, y lo más importante, no puede sustituir al trabajo. Es mejor actuar directamente sobre las dos fuerzas principales: la oferta y la demanda. En el lado de la oferta, la educación ya no es la respuesta, pues un título superior no garantiza un trabajo bien remunerado, aunque sigue siendo un ingrediente esencial para responder adecuadamente a la cuestión del trabajo, además de ser, al menos en algunos casos, un bien en sí mismo.

En el lado de la demanda, hay que tener en cuenta que la tecnología no es necesariamente enemiga de la mano de obra. Es cierto que puede reemplazarla, pero también puede ayudar al rendimiento de un trabajador y potenciarlo. Los robots pueden multiplicar la fuerza física de un trabajador manteniendo la flexibilidad del cerebro humano; y los ordenadores pueden multiplicar la memoria humana y la capacidad de cálculo sin afectar a la creatividad del cerebro humano. Nuestras sociedades necesitarán cada vez más este tipo de tecnología facilitadora a medida que nuestra población envejezca y nuestra vida productiva deba alargarse.

Hay que ser conscientes de que el progreso tecnológico no viene dictado por un poder externo: es algo endógeno a nuestras sociedades. Podríamos argumentar que nadie le dice a un científico puro en qué centrar su curiosidad; cierto, pero la innovación no es ciencia pura, sino que la inspira y la financia la sociedad en general, mediante los gobiernos y las instituciones públicas de investigación, que pueden ayudar a orientar la tecnología hacia una dirección útil. Si el progreso tecnológico parece ser ciego, es por elección.

Más que ser ciegos, los mercados son miopes. Parece que a los inversores y los empresarios les cuesta ver más allá del futuro inmediato, lo que conduce a errores: no existen mercados que se extiendan hasta el infinito, condición necesaria para que sean eficientes.

Del mismo modo que los luditas no pudieron prever el final feliz de la industrialización, los empresarios pueden dejar de ver las ventajas de una sociedad armoniosa. Estamos acostumbrados a dejar en manos de las instituciones públicas, que tienen el don de la permanencia, tales previsiones. Y es menester si queremos evitar un sufrimiento innecesario ante los cambios actuales.

Alfredo Pastor es profesor de Economía del IESE.

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