Teocracia y armamento nuclear

Por Martin Amis, novelista y ensayista británico. Su novela más reciente, Yellow Dog, se publicó en el año 2004. Su última obra, House of Meetings, tiene prevista su publicación en el Reino Unido a lo largo del próximo mes de septiembre (EL MUNDO, 19/06/06):

El político norteamericano al que más se parece el presidente de Irán, Mahmoud Ahmadineyad, es Ronald Reagan, al menos en un punto importantísimo. El parecido en conjunto, estoy de acuerdo, es difícil de encontrar. Ahmadineyad no vive en un rancho con una ex aspirante a estrella de serie B; de joven, aun siendo del Partido Republicano, el fallecido ex presidente de los Estados Unidos no estuvo implicado en el asesinato de miembros destacados del Partido Demócrata; Ahmadineyad no se echa Grecian 2000; Reagan no se había graduado en control de tráfico, y otras muchas cosas del mismo estilo.

Sin embargo, he aquí lo que tienen en común: ambos son habitantes de esa simplicidad iluminada por las ganas de bronca en la que la teología apocalíptica se junta con las armas nucleares.

Es ahora cuando podemos volver durante un rato a todo aquello en lo que no se parecen. Ahmadineyad no se somete al control ni a los contrapesos de las instituciones democráticas. De hecho, Reagan no gastaba dinero público en preparativos cívicos para el Segundo Advenimiento. Ahmadineyad carece de ese temple en virtud del cual «un idealismo simplista», según la interpretación del historiador británico Eric Hobsbawm, podría abrirse paso a través de una densa capa de «arribistas, desesperados y profesionales de la guerra de los que está rodeado» y reconocer «el absurdo siniestro» de la carrera armamentística.

Reagan no era el resultado de una cultura cargada de ensoñaciones malsanas de tormentos, automutilaciones y martirios en masa. Al fin y a la postre, mientras que Reagan disponía de potencia de fuego suficiente como para matar a todo bicho viviente en el planeta, Ahmadineyad todavía no tiene su bomba.

Según ambos hombres, es de esperar que Jesucristo llegue de un momento a otro.

Según la idea de Ahmadineyad, sin embargo, Jesucristo no será sino uno más dentro del séquito del Imám Oculto. ¿Que quién es el Imám Oculto? La descendencia del profeta se extinguió en el año 873, cuando Hasan Askari (el undécimo imám legítimo, según el chiísmo) murió sin heredero.

Sobre este punto, ha tomado cuerpo entre los creyentes un clásico círculo vicioso. Se da por hecho que Hasán sí tuvo un heredero; no ha quedado constancia de su existencia, de acuerdo con su argumentación, porque se hicieron unos extraordinarios esfuerzos para mantenerlo en secreto; y es que se hicieron esos esfuerzos extraordinarios porque ese heredero era un imám extraordinario, el Mahdi, es decir, el Señor de los Tiempos.

En la escatología chií, el Mahdi aparece en un periodo de grandes tribulaciones (durante una guerra nuclear, por ejemplo), libera a los fieles de la injusticia y la opresión y supervisa el Día del Juicio Final. Cuando eso ocurra, los musulmanes habrán vencido; es decir, los chiíes habrán vencido. No sólo Ahmadineyad, sino también los miembros de su Gobierno dan un plazo de entre dos y cuatro años para el advenimiento del Imám Oculto; en cualquier caso, dentro de su mandato presidencial.

Bien, ¿dónde ha vivido el Imám Oculto desde el siglo noveno? En «ocultación», dondequiera que se ubique eso, mientras iba contando los días que le quedaban para aparecer.

Antes de pasar a todas las demás razones que hay para no permitir a Irán que desarrolle armas nucleares bajo ninguna circunstancia, echemos una ojeada, breve y surrealista, a la identidad iraní, que tiene dos polos: Ciro el Grande, fundador del Imperio Aqueménida, y el profeta Mahoma; Persépolis, la antigua capital del imperio, y Quom, una de las ciudades santas del chiísmo; la sensualidad imperial y la santidad imperial.

En 1935, los iraníes se encontraron con que vivían en otro país, no en Persia, sino concretamente en la preislámica tierra de los arrianos, cosa que fue obra de Reza, el hijo del Sah, el Ataturk o el Nasser de Irán.

En 1976, los iraníes se encontraron con que vivían en otro milenio, no en 1355 (de acuerdo con el calendario iraní, que se numera a partir de los tiempos del profeta), sino en 2535 (fechado a partir del nacimiento de Ciro el Grande), cosa que fue obra de Reza, el hijo del Sah. Fue entonces cuando se produjo la Revolución.

Desde 1979, Irán ha estado sujeto a una reislamización agresiva y vertiginosa. Se declaró, o se confirmó, que todo el tiempo anterior a Mahoma había sido jahiliyya, esto es, una pesadilla en la que se mezclaban la ignorancia y la idolatría, y una vergüenza atroz para todos los buenos musulmanes. A mediados de los años 90, el historiador Ahmad Tafazoli fue asesinado simplemente porque era el experto de mayor renombre en el Irán de la antigüedad.

Sin embargo, cualquiera reconocerá la indisolubilidad de la sensualidad y la santidad en el carácter iraní cuando le descubra que el autor de esta hermosa cuarteta («Mendigo una copa de vino / de manos de mi amor. / ¿En quién podré confiar este secreto? / ¿Dónde voy a soportar tanta tristeza?») es el ayatolá Ruhollah Jomeini. Para completar el círculo, he aquí el destino del padre de Jomeini: ayatolá también él, murió asesinado a manos de un amigo del hombre a quien condenó a muerte por comer en horas del día durante el Ramadán.

Místicos, volubles y masoquistas, y violentos hasta el punto de que una protesta por las tarifas de autobús puede saldarse con 30 muertos, los iraníes, sugeriría uno con todo el respeto del mundo, no están todavía listos para la fuerza que mueve el sol.

Está claro lo que Ahmadineyad piensa actualmente de Israel. Es lo mismo que pensaba de Israel el ex presidente iraní Hashemi Rafsanjani. Rafsanjani, aquel trepa, antiguo revolucionario, pragmático y reformista, corrupto hasta lo indecible, mundano hasta lo indecible: «La utilización de nada más que una sola bomba nuclear en Israel lo destruiría todo», mientras que un contraataque «sólo producirá unos ciertos daños al mundo islámico. No resulta irracional considerar una posibilidad de este tipo».

De entrada, este cálculo se asemeja al de los fundamentalistas hindúes que eran partidarios de una guerra nuclear con Paquistán. Sin embargo, no es simplemente una cuestión de número. Sería más adecuada una analogía con el bolcheviquismo en su fase estrictamente leninista: la ideología está por encima de la nación.

Los iraníes llaman «la guerra impuesta» al conflicto bélico entre Irak e Irán que se extendió entre 1980 y 1988. De hecho, se trató de una guerra provocada que se transformó posteriormente en una guerra que se perpetuaba a sí misma. Jomeini hizo de ella una prueba de fuego para el islamismo, con el panchiísmo como objetivo declarado. Esta fue la razón de que los mártires atravesaran campos sembrados de minas para precipitarse acto seguido al encuentro del fuego de las ametralladoras.

Regla número uno: no hay teocracia que pueda poseer un arma nuclear.

De hecho, cuanto más se analiza más se pregunta uno cuáles son las razones por las que estamos sufriendo un fracaso ilegítimo en Irak cuando podríamos estar sufriendo un fracaso legítimo en Irán. Efectivamente, ¿dónde está el corrector ortográfico del presidente?

Con Irán, disponemos de una superabundancia de casus belli: poderosos vínculos con Al Qaeda; una colaboración reconocida en los atentados del 11 de Septiembre, y 20 años de un vigoroso rearme nuclear, una epopeya de imanes y fresadoras, de calutrones y ciclotrones, con la colaboración de prácticamente todos los países de la tierra, excepto Israel. Por otra parte, hay unas cuantas docenas más (de casus belli), como los infantes de Marina de Beirut que aún no han sido vengados. En el caso de Irán tenemos también una población que es manifiestamente pronorteamericana, aunque de manera ambigua. Para la juventud de Irán, en su gran mayoría, los Estados Unidos son el Mahdi, el libertador.

Según parece, las armas nucleares fueron enviadas a este mundo para proporcionar a la Humanidad una sucesión de dilemas insoportables. En este punto deberíamos reconocer que la política de occidente, contraria a la proliferación nuclear, es una quimera en los planos moral y filosófico.

Cuando el Gobierno Bush habla de impedir que Irán se haga con armas nucleares mediante la utilización de armas nucleares (de nueva generación), cabe que nos preguntemos hasta qué punto puede sonar convincente algo así en un país en el que sienten un pavor profundamente arraigado hacia toda invasión (la han sufrido a manos de los griegos, los partos, los árabes, los mongoles, los afganos, los turcos, los rusos y los británicos) y cuyo valor profundamente arraigado es la igualdad y la justicia universales.

La solución es al mismo tiempo absolutamente evidente y absolutamente inalcanzable. Todas las potencias nucleares deben retroceder a la opción cero y Oriente Próximo debe ser declarada zona libre de ingenios nucleares.

En la actualidad, son muchos los patriotas israelíes que desearían que el Estado judío se hubiera establecido no en Palestina sino, por ejemplo, en Baviera. ¿Quién se preocuparía de unos pocos jefes de exploradores vestidos con pantaloncitos cortos de cuero y pertenecientes a la OLB (Organización para la Liberación de Baviera)?

Tal y como están las cosas, Israel tiene de qué preocuparse con Ahmadineyad. Tiene la posibilidad de delegar su utilización primero en Hizbulá o en la Llamada del Islam. O puede que prefiera convertirse él mismo en el primer terrorista suicida medido en megatones.