Treinta años de la Ley General de Sanidad

Acaba de cumplirse el trigésimo aniversario de nuestra Ley General de Sanidad. El 25 de abril de 1986 entró en vigor una de las leyes más cruciales en nuestro país desde nuestra entrada en la democracia, porque con ella los españoles, de la mano del ministro Ernest Lluch y en cumplimiento del artículo 43 de la Constitución que consagra la protección a la salud como un derecho fundamental encomendado a los poderes públicos, decididamente apostábamos por un modelo sanitario que pasaba del sistema de aseguramiento financiado por las cuotas vinculadas a los seguros sociales a un sistema cuyo alcance fueran todos los ciudadanos y estuviera financiado con los impuestos.

España se definió con ello como un país solidario, sensible a las necesidades y los sufrimientos de sus ciudadanos, y con ello decidía priorizar el acceso de toda su población a un sistema de salud garante de una atención óptima en condiciones de equidad, frente a otros países –mayoritarios en nuestro entorno– que limitaban el acceso a los servicios sanitarios por cuestiones de renta.

Pero no fueron solo la universalidad y la equidad cuestiones destacadas y novedosas de la Ley General de Sanidad del año 86. Así, nuestra norma también hacía referencia a cuestiones tan importantes como la cohesión del sistema, previendo la posibilidad de que existieran diferencias fruto del desarrollo de los distintos sistemas sanitarios al transferir las competencias en Sanidad a las autonomías. La suficiencia financiera para que se destinaran los recursos económicos necesarios para su cumplimiento, o la colaboración entre el sector público y el sector privado para garantizar la accesibilidad de toda la población a los recursos del sistema, porque ya entonces el sistema sanitario privado era necesario para garantizar esta accesibilidad. La Ley General de Sanidad ha sido una magnífica ley que ha conseguido acompañarnos a lo largo de todos estos años y que ha supuesto, en sí misma, un importante síntoma de lo que pretendemos ser como sociedad.

Por otra parte, el sector de la salud ha sido de los que afortunadamente más han evolucionado, y con mejores consecuencias para toda la población. Enfermedades antes mortales son ahora procesos crónicos que permiten muchos años con buenas condiciones de calidad de vida. Pero, al mismo tiempo, se han producido un descenso en la natalidad y una inversión de la pirámide demográfica que han condicionado que el coste del envejecimiento y la dependencia de nuestros mayores supere en mucho los gastos ocasionados por las necesidades sanitarias de los procesos más agudos, dejando sin cobertura asistencial no sanitaria, sino socio-sanitaria, al no estar esta contemplada dentro de lo que entendía la ley, a una gran parte de la población. Y finalmente, por citar solo algunos ejemplos de la evolución de nuestro sistema en este periodo, en estos treinta años el sistema sanitario privado ha pasado de tener un papel complementario y accesorio en nuestro sistema a ser una realidad insoslayable, que se manifiesta en que casi ocho millones de ciudadanos –más de los que han votado al partido mayoritario en las últimas elecciones– lo utilizan voluntariamente a través de un seguro de salud, como alternativa o suplemento al sistema sanitario público.

Decía recientemente el prestigioso abogado, especialista en Derecho Sanitario, don Ricardo de Lorenzo que «de los 143 artículos de la Ley General de Sanidad, 106 han perdido efectividad normativa». Y es que, aunque nuestros dirigentes no lo quieran ver porque no parece que políticamente pueda interesar en algún momento, nuestra Ley General de Sanidad se ha hecho tan mayor como se hace nuestra población, con la desgracia de que quien la formuló seguro que no pretendía que por un motivo lingüístico – de sanitario a socio-sanitario– se dejara sin atención por falta de financiación a nuestros mayores cuando seguimos dando cobertura a todo el mundo, por ejemplo, para los juanetes.

No es cuestión de quitarle un ápice de solidaridad al planteamiento sanitario, sino de reconocer que el principio de suficiencia financiera es posiblemente inalcanzable, al igual que la demanda social y sanitaria es inagotable y, sobre esa base, con consenso construir un sistema que priorice la necesidad y la urgencia sobre cualquier otro motivo para acceder al sistema y que permita que demos la mejor cobertura posible a toda la población, sin diferenciar la cobertura por cuestiones como la edad o si el proceso es agudo o crónico.

De no afrontar este cambio, la ley seguirá alejándose de la realidad y con ello precisamente prevalecerá solo aquello que más quisimos evitar: la injusticia de la desigualdad entre todos nosotros por cuestión de renta, al poder acceder a determinados recursos sanitarios solo aquellos que económicamente se lo pueden permitir, y con ello producirse la desnaturalización de lo que la ley pretendía en sí misma.

Juan Abarca Cidón, médico y abogado.

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