Una enfermedad moral

Que las incitaciones al odio en las redes sociales tras el reciente partido de la Eurocopa hayan sido destacadas en las portadas de los periódicos y hayan abierto los telediarios es un buen reflejo de nuestra sensibilidad como sociedad. El odio masivo e indiscriminado sorprende a la sociedad española.

La lectura periodística del reguero de improperios antisemitas vertidos por la derrota del Madrid es doble. Por un lado, nos hace cuestionar la eficacia de nuestro sistema legal para combatir adecuadamente esos delitos, que traspasan en puridad la incitación al odio y se sitúan en el más deleznable de todos, el enaltecimiento del genocidio. Y por otro, nos permite advertir la enfermedad intrínsecamente moral de parte de nuestra sociedad, que se sirve de un resultado deportivo adverso para desear el mal, la destrucción del contrincante, de su familia, de su sociedad, de su estirpe. La del pueblo judío.

Nos llevaría muy lejos abordar la distinción entre Israel y el pueblo judío. Su identificación, cuando conviene (asentamientos, medidas militares…), es en sí misma una actitud antisemita de nuevo cuño. Pero no esa la cuestión ahora. La reacción de quienes así actuaron está asentada en una insuficiente educación en los valores de la tolerancia y el respeto al “otro”. Una insuficiencia que no es sólo española. Un informe realizado por la Universidad de Tel Aviv muestra que los hechos discriminatorios contra judíos se incrementaron un 30% en el mundo durante el año pasado. Francia tuvo el mayor número de incidentes, seguido por Estados Unidos, y Gran Bretaña. España no queda al margen.

Pensar que en nuestro tiempo ya no es posible la regresión histórica porque hemos alcanzado cotas de pensamiento que impiden actuaciones colectivas que amenacen al ser humano (como es la voluntad de exterminio de un pueblo), es como mínimo ingenuidad, impropia de ese nivel pensamiento que decimos haber alcanzado. Cuando esa ingenuidad se produce en quienes tienen la tarea de la decisión política, legislativa o ejecutiva, se convierte en irresponsabilidad.

Qué es sino irresponsabilidad la propaganda de corte racista y excluyente de partidos europeos extremistas que han alcanzado representación en sus parlamentos nacionales y que estos días aspiran a lograr escaños en el Parlamento Europeo. Una irresponsabilidad que se contagia a los crecientes movimientos asociativos de jóvenes racistas y xenófobos para extender su credo y cooptar seguidores en pos de una Europa que defienden nostálgica y aborregadamente como “blanca” y “pura”. Movimientos que se retroalimentan gracias al mundo virtual de las redes sociales, como hemos vivido estos días, muy a menudo escondidos en personas sin rostro, que infunden el valor del odio hacia quienes no responden a un patrón físico y psíquico que los nazis definieron perversamente como “la perfección aria”.

¿Ofrece la Europa de la crisis económica y social del siglo XXI de nuevo circunstancias que permitan mostrar esa terrible sombra del hombre? ¿Y España? España no es un país antisemita. Pero en España hay antisemitismo como evidencia la Fiscalía y el Observatorio de Antisemitismo. El lenguaje del odio es corrosivo y contagioso, y la corrupción moral que implica prende fácilmente, a través de los discursos demagógicos. Por esta razón, debemos ser tan claros como nuestro lenguaje nos lo permita: el antisemitismo, o cualquier otro tipo de discriminación, no tiene cabida en el mundo del siglo XXI que defendemos los demócratas.

“Donde crece el peligro, crece también lo que nos salva”, escribió el poeta alemán Hölderlin. De la historia trágica del siglo XX aprendimos que la indiferencia y la pasividad son colaboradores necesarios de la tragedia.

En la semifinal de la Copa de Europa de 1982 entre el Maccabi y el Real Madrid que vi de pequeño en la televisión, hubo un momento de enorme tensión. Fue un partido mítico. Quedaban menos de tres minutos para terminar, y en el marcador había una diferencia mínima de un punto. Los árbitros decidieron anular una canasta del Maccabi, y se creó una gran tensión entre los jugadores y el público. Ganó el Madrid. Entonces la línea de los triples no existía. Era una raya invisible a unos seis metros de distancia de la canasta, como la línea no escrita de respeto y tolerancia —vigente entonces y ahora— que marca la distancia entre el deporte y la barbarie.

Álvaro Albacete es diplomático, ha sido embajador de España para las Relaciones con las Comunidades Judías entre 2011 y 2014 y actualmente es asesor diplomático en el Centro Internacional de Diálogo Interreligioso (KAICIID) en Viena.

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