III. La gran Mezquita de los Omeyas en Damasco

Introducción

«Damasco —¡que el Altísimo la proteja!— Damasco, Paraíso de Oriente, lugar desde donde, él irradia su luz, sello de los países del Islam, joven esposa a la que hemos admirado, toda adornada de flores y plantas olorosas: aparece con el vestido de brocado verde de sus jardines. Damasco se honra en haber cobijado al Mesías y a su Madre —¡que Dios los bendiga!— sobre una colina, ofreciéndoles un refugio agradable, bañado en aguas vivas, donde la sombra extiende su frescor, donde la corriente es como el agua que mana de la fuente Salsabil del Paraíso.»

Esta es la invocación con la que el viajero Ibn Jubayr (1145-1217) inicia su descripción de la capital de los Omeyas. En efecto, es en Damasco donde el califa al-Walid (705-715) construye, en los albores del siglo VIII, una gran mezquita, digna del poderoso imperio sobre el que reina. Después de haber puesto por obra la ampliación de la mezquita de Medina en el emplazamiento de la casa del Profeta, así como la mezquita al-Aksa en Jerusalén, al sur de la Cúpula de la Roca, al-Walid decide, en el 706, construir en el centro de Damasco un suntuoso lugar de oración que ocupará el emplazamiento del temenos antiguo. De hecho, la fastuosidad de esta Gran Mezquita de los Omeyas será tal que el edificio pasará, durante los primeros siglos de la hégira, por ser la octava maravilla del mundo [FIG. 1].

Pero la génesis de esta obra maestra fue compleja, misteriosa y sorprendente. Antes de detallar sus fases, hay que describir brevemente esta mezquita de trece siglos de antigüedad, que —aunque haya sufrido una serie de catástrofes, y en particular el gran incendio de 1893— conserva todavía una hermosura fascinante.

Sobre el alto temenos antiguo que medía 160 x 100 m, que obedece a una orientación este/oeste y cuyo recinto rectangular se parece a una fortaleza, la mezquita erigida por al-Walid presenta, al norte, un gran patio oblongo (más ancho que profundo) de 120 x 50 m bordeado de arcadas y pórticos sobre tres de sus lados, limitando el cuarto con la fachada de la sala de oración. El haram [FIG. 2] presenta un cuerpo central con frontón elevado, dominado por una cúpula. De una parte y de otra se despliegan ampliamente dos alas. Cada una de ellas está formada por tres intercolumnios subrayados por arcadas que son paralelas a la kibla. Esta sala de oración ocupa todo el lado sur del temenos y mide 136 x 38 m. Las dos alas simétricas se extienden, tanto al este como al oeste, sobre 56 m de ancho. En el interior, cada una está dividida por dos pares de arcadas en forma de pórticos, dispuestas a una y otra parte de la construcción central que juega el papel de una pequeña nave axial. Cada arcada descansa sobre diez poderosas columnas. Dominando estos fustes unidos por grandes arcos, se encuentra un segundo nivel compuesto por vanos dos veces más estrechos, soportados por pequeñas columnas. Por encima de cada arco grande se encuentran por tanto dos arcos pequeños. Así es la estructura de estos cuatro pórticos sobre los que descansa la cubierta de las alas de la mezquita.

Estas estructuras portantes generan el espacio de oración que mira hacia el sur. Corren paralelamente al límite meridional del temenos y se desarrollan de este a oeste. Se trata, a primera vista, de estructuras muy clásicas, con sus columnas, sus capiteles corintios y sus arcos cubiertos con dados. El estilo general recuerda —como en la Cúpula de la Roca, en Jerusalén— la gran arquitectura bizantina. La ilusión es tan viva que el visitante, al penetrar en esta inmensa sala dispuesta en el sentido de la anchura, tiene la impresión de haber dado un giro de 90º desde su eje longitudinal. En lugar de tres intercolumnios paralelos a la kibla, cree estar ante tres naves longitudinales. Esta percepción espacial evoca entonces la distribución interna de una iglesia. En una palabra, la estructura general desconcierta: al confundir los intercolumnios con naves, el observador tiende a «interpretar» el edificio en sentido perpendicular, sin tener en cuenta ni la distribución real, ni la orientación de la plegaria musulmana hacia la Kaaba.

Esta impresión es tan fuerte que más de un especialista ha cometido el error, al estudiar la Gran Mezquita de los Omeyas, de hablar de «transepto» a propósito del cuerpo central de la construcción que es en realidad la nave (Creswell), y de «naves» respecto a los intercolumnios que dividen las alas situadas de una parte y de otra. Por eso ciertos arqueólogos e historiadores han sugerido que el edificio pudiera ser la antigua iglesia bizantina, que sencillamente fue ocupada y adaptada por al-Walid. Para transformar la basílica en mezquita, el califa, según estos autores, se habría limitado a modificar en ángulo recto (90º) la orientación de la oración: en el edificio en el que los cristianos miraban a Oriente, los musulmanes se habrían vuelto en cambio hacia el sur, en dirección a La Meca. La realidad no es tan sencilla.

Esta hipótesis ha sido defendida sucesivamente por Watzinger y Wulzinger, Dussaud y Diehl, Lammens y Strzygowsky. Pero Creswell ha refutado sus teorías, demostrando que una basílica bizantina jamás habría tenido una distribución así, al lado y no en el centro de un temenos, y que las proporciones tres veces y media más largas que anchas de esta «nave» serían totalmente incongruentes.

Génesis del edificio

Por tanto hay que buscar el origen de donde procede la impresión tan «bizantina» de esta obra damascena. Esto implica una breve exposición histórica. Hemos recordado el antiguo temenos: en el siglo I, Damasco albergaba un célebre templo consagrado a Júpiter. Fue durante la construcción de este santuario romano cuando se edifica la explanada sobre la que iba a levantarse el edificio. En el siglo IV, bajo el reinado de Teodosio (379-395), tras la cristianización del Imperio y la oficialidad de la Iglesia, el templo de Júpiter Damasceno fue reemplazado por una gran basílica consagrada a san Juan Bautista. A raíz de la conquista islámica, en el 635, el temenos habría sido compartido entre cristianos y musulmanes: según los cronistas árabes, cada uno practicaba allí sus propios ritos. Parece ser que era frecuente, en los comienzos del Islam, que las iglesias fueran utilizadas alternativamente por ambas comunidades.

Hacia el 664, los Árabes, después de convertir Damasco en la capital del imperio de los Omeyas, exigen disponer de todo el espacio que incluye el temenos. Dejan de utilizar la iglesia, al lado de la cual tal vez hayan edificado un primer kibla de modestas proporciones, donde se hallaba el mihrab llamado «de los Compañeros del Profeta». Los autores árabes que evocan el reinado de al-Walid son unánimes en afirmar que el califa hizo demoler la basílica de San Juan Bautista a fin de construir su Gran Mezquita. Ante informaciones tan concordantes, se puede admitir que la mezquita de los Omeyas que vemos hoy es la antigua iglesia de San Juan Bautista, que habría sido adaptada a la oración musulmana. Además, Creswell tiene razón: ninguna basílica bizantina presenta las proporciones ni la situación excéntrica de la pretendida iglesia que al-Walid habría transformado en mezquita. ¿Cómo conciliar estos hechos con la impresión profundamente bizantina que se tiene en esta sala de oración?

Una hipótesis muy concreta

A fin de eliminar estas contradicciones, propongo una hipótesis muy concreta. Para reconstruir la génesis de la Gran Mezquita, hay que considerar: primero, que el califa al-Walid hizo derribar el edificio bizantino, y, segundo, que mandó edificar una nueva construcción. Por otra parte, es evidente que no se puede negar la impresión que suscita este edificio musulmán: evoca sin lugar a dudas una iglesia de «estilo» bizantino.

Estas suposiciones ya no se contradicen si admitimos la costumbre generalizada de utilizar materiales ya existentes. Me explicaré: la práctica corriente, entre los arquitectos de los primeros siglos del Islam, consistió en utilizar de forma masiva materiales ya existentes para edificar sus mezquitas. Hallamos esta particularidad en Kufa, en El Cairo con la mezquita Amr ibn el-Ass, en Kairuán, en Córdoba, etc.; en una palabra, allí donde las salas hipóstilas están construidas con la ayuda de columnas antiguas. En Damasco ocurrió lo mismo, pero en mayor escala. Según mi hipótesis, el califa al-Walid hizo derribar con mucho cuidado la iglesia bizantina de San Juan Bautista. Puso especial interés en las grandes columnatas, con sus arcadas a dos niveles, que decidió volver a utilizar —cambiándolas de posición— para colocarlas en el interior de la mezquita que deseaba edificar en el lado sur del temenos.

Para admitir esta idea, hay que imaginar el aspecto de la iglesia bizantina que Teodosio construyó en la plaza del templo de Júpiter Damasceno. Esta basílica se elevaba en el centro del temenos romano. (Aunque este detalle no tenga incidencia en mi hipótesis, yo indicaría que el temenos estaba formado por dos entradas: la entrada principal al este, y un acceso secundario al oeste; obedeciendo a la tradición cristiana, la basílica, rodeada por un gran períbolo, estaba orientada al este; era por tanto el presbiterio de la iglesia el que daba a la entrada principal). Ahora bien, esta iglesia dedicada a San Juan Bautista, uno de los principales personajes contemporáneos de Cristo, se contaba entre las basílicas más grandes del mundo cristiano. Debía de tener —como San Pedro en Roma, como la Natividad en Belén, o como la iglesia de la Resurrección en Jerusalén— cinco naves. Sus proporciones de anchura/longitud no debían de ser más de uno por uno y medio, según una costumbre observada en todo tipo de edificios. Las cinco naves eran el resultado de cuatro grandes arcadas (con dos niveles de arcos) que soportaban un tejado a dos aguas con vigas visibles [FIG. 3]. Así concebido, el edificio, con su ábside, debía de medir 65 m de largo y entre 40 y 45 m de ancho (San Pedro en Roma alcanza una anchura de 65 m).

Es probable que los cuatro pórticos de la basílica estuvieran formados cada uno (como hoy los pórticos internos de la mezquita) por diez columnas y once arcos grandes de un alcance de 4,8 m. A los ojos de los constructores de al-Walid, es evidente que estas cuarenta columnas monolíticas, con más de 6 m de altura, con sus soberbios capiteles corintios y sus arcos con claves, así como el segundo nivel de arcadas más pequeñas, que reposaban a su vez sobre veintiuna columnas pequeñas, representaban una estructura preciosa. También decidieron volver a utilizar este material.

Se puede admitir por tanto que los arquitectos del califa procedieron a un desmontaje metódico y cuidadoso; tanto las columnas como los capiteles (¡que, por otro lado, procedían probablemente del templo de Júpiter Damasceno y habían sido ya utilizados de nuevo por los Bizantinos!) y los hermosos arcos, fueron objeto de una verdadera «anastilosis» anticipada. El trabajo consistió en levantar esos elementos arquitectónicos en la zona sur de la antigua explanada y asignarles una nueva función.

Los constructores de la Gran Mezquita de Damasco por tanto se limitaron a darle otra distribución a ese material: al sur del temenos situaron, a cada lado de la nave central, un par de arcadas paralelas a la kibla. Sobre estas estructuras —donde las arcadas que habían determinado las naves de la iglesia separaban ahora los intercolumnios de la mezquita— retomaron la cubierta de madera con vigas visibles de los Bizantinos [FIG. 4].

Se comprende ahora por qué el interior de la mezquita de Damasco evoca el arte bizantino: los mismos elementos portantes son utilizados aquí como allí. Ciertamente, será difícil aportar una prueba arqueológica de esta operación por la cual se han vuelto a utilizar los materiales a gran escala, lo que explica la génesis de la Gran Mezquita de los Omeyas. Habría que hacer serias excavaciones debajo del patio. Además, no hay que olvidar que el terrible siniestro de 1893 obligó a reconstruir una gran parte de la sala de oración, incluidas las arcadas y la cúpula central... A propósito de esta cúpula, parece ser que, en su origen, fue construida según una tradición sólidamente confirmada en Siria, en madera, como la de al-Aksa o la de la cúpula de la Roca en Jerusalén.

En Damasco ha habido, por tanto, demolición y reconstrucción. Pero hay que subrayar el respeto que los constructores del califa han tenido al desmontar la vieja iglesia bizantina piedra a piedra. Este cuidado se explica por un hecho que merece ser recordado: en efecto, la basílica poseía un precioso relicario que contenía la cabeza de san Juan Bautista. Mahoma menciona a este personaje profético: «Mientras que él (Zacarías) oraba de pie en el Templo, los ángeles le llamaron: Dios te anuncia la noticia del nacimiento de Juan (Yahya) que confirmará la verdad del Verbo de Dios. Será grande y casto, será un profeta entre los justos.» (Corán, 11 1, 40).

La veneración que los musulmanes sienten por Yahya subsiste en la Gran Mezquita de Damasco: en el ala este del haram se alza un edículo donde fueron trasladados los restos del santo. Era lógico por tanto que la iglesia consagrada a este venerable personaje, honrado en el Corán, fuera objeto de toda la solicitud del califa que perpetuaba de ese modo, en su propia mezquita, la memoria de Yahya.

La nueva utilización de los materiales del santuario no se limita a los elementos de la basílica. Se extiende al soberbio pórtico que bordea el patio. En efecto, el temenos estaba rodeado por una galería con arcadas. Ésta presentaba un ritmo constante de dos columnas por cada pilar [FIG. 5]. Este pórtico sólo ha subsistido, en su forma original, al este y al oeste [FIG. 6]. Al norte, posteriores restauraciones han sustituido todas las columnas por pilares [FIG. 7]. Como las grandes arcadas del haram, estas galerías que bordean el patio están formadas por un segundo nivel de arcos más pequeños. Se trata entonces de vanos parejos, de los cuales cada par descansa sobre una pequeña columna.

El patio de la Gran Mezquita de los Omeyas está formado, en su centro, por una fuente para las abluciones, mientras que al oeste se alza un edículo octogonal sostenido por ocho columnas antiguas aprovechadas de nuevo. Su parte superior, en forma de píxide monumental, constituía el receptáculo del Tesoro, colocado de ese modo bajo la protección divina. Las ocho caras de esta pequeña torre llamada Baital-Mâl están cubiertas de suntuosos mosaicos con fondo de oro [FIG. 8]. Al este, simétricamente a esta construcción, se alzaba la llamada torre del Reloj.

En las dos extremidades de la kibla, la mezquita está encerrada por minaretes que se elevan sobre antiguas torres esquinadas. Un tercer minarete se sitúa al norte [FIG. 9], sobre el eje mediano del patio, correspondiendo así a la cúpula que domina el mihrab principal. A la derecha de este minarete septentrional se encuentra la llamada puerta «del Paraíso».

Mosaicos suntuosos

La noción del Paraíso y la evocación del patio rodeado de galerías nos llevan naturalmente a mencionar la soberbia decoración de mosaico que cubría antaño las paredes de este espacio expuesto a la luz del día. Al principio, todo el contorno del patio estaba adornado con escenas que representaban follajes y ríos en cuyas orillas había unas moradas de ensueño, bajo las sombras de los árboles y en medio de la frescura de un entorno encantador.

De este fascinante conjunto de paisajes que destaca sobre el omnipresente fondo dorado, sólo subsiste una pequeña parte que ha escapado milagrosamente a la destrucción [FIG. 10]. La calidad de estos vestigios hace que sea aún más lamentable la desaparición de la mayoría de estas escenas campestres y de estas imágenes en las que unos palacios idílicos se dispersan en medio de una naturaleza exuberante. Al principio, un alto plinto de mármol corría bajo las galerías y en la sala de oración. Alrededor del patio, este plinto se transformaba, a la altura de los ojos, en un revestimiento de delicadas teselas multicolores [FIG. 11]. Las paredes y las arcadas estaban enteramente recubiertas de mosaicos figurativos, en los que unas moradas idílicas, edificadas a orillas de corrientes de agua, estaban rodeadas de magníficos ramajes, follajes frondosos y unos bosquecillos de árboles verdosos. En la fachada, el cuerpo central de la construcción de la mezquita resplandecía hasta el frontón de pámpanos dorados, así como de grandes construcciones palaciegas de varios pisos. Por doquier se levantaban las villas que los artistas bizantinos, puestos al servicio del califa, habían imaginado para describir el bienestar y el lujo de un mundo mejor y para iluminar este lugar de culto preeminente [FIG. 12].

¿Qué significa, en una civilización que rechaza por lo general la presencia de imágenes figurativas, este conjunto iconográfico excepcional? Ciertamente, ni el ser humano ni los animales están presentes en esta decoración inspirada en la naturaleza. Pero nos viene a la memoria el texto de lbn Jubayr, citado en el preámbulo de este capítulo, que evoca tanto los paisajes de Damasco, al pie del Prelíbano, como las aguas vivas que sugieren al escritor la comparación con Salsabil, la fuente del Paraíso. Desde luego, en esta decoración de mosaicos, por todas partes hay arroyos y estanques en los que se reflejan glorietas y quioscos, como para ilustrar las bellezas de este país paradisíaco. Porque es verdaderamente una imagen del Paraíso la que transmiten los mosaicos de la Gran Mezquita de los Omeyas: con sus «palacios» y sus jardines, sus árboles y sus ríos atravesados por puentes pintorescos, sus villas y sus pabellones de recreo diseminados bajo las frescas sombras, sus palacios en forma de hemiciclo y sus ciudades que se reflejan en lagos, ¿no es éste el Paraíso de los creyentes que han conocido los mosaiquistas? Por otra parte, estos artistas, se atuvieron enteramente a la prohibición expresada por el segundo Mandamiento del Decálogo (Éxodo XX, 41), y en este universo ideal no aparece ningún ser vivo.

La representación obedece a la perspectiva escalonada del arte antiguo, que confiere un carácter cubista a las casas. Respecto a la vegetación abundante —que pasaba por ser milagrosa a los ojos de los musulmanes salidos de los desiertos de Arabia—, depende de un estilo que anuncia una especie de impresionismo. Este arte del mosaico se parece, bien mirado, al de la cúpula de la Roca o al de la mezquita al-Aksa, pero a una escala más grande y con una libertad de expresión infinitamente mayor.

Que estos paisajes sean, sin lugar a dudas, creación de mosaiquistas salidos de los talleres de Bizancio, se desprende de un texto de Ibn Battuta: «El emir de los creyentes, al-Walid (...) pidió al soberano de Constantinopla que le enviara artesanos. Recibió doce mil.» Al parecer, no eran todos mosaiquistas, pero la considerable superficie de las paredes revestidas por teselas de la Gran Mezquita de Damasco tuvo que necesitar un verdadero ejército de especialistas.

El simbolismo de las imágenes que adornan el patio y la fachada del edificio se basa en la descripción de las felicidades que el Profeta augura a quienes siguen la Palabra de Dios. Y de hecho, esta divina visión que fascina al Islam interpreta con precisión los términos del mensaje de Mahoma: «Dios ha prometido a los creyentes, hombres y mujeres, unos jardines regados por corrientes de agua. Es allí donde morarán eternamente. Él les ha prometido unas moradas deliciosas en los jardines del Edén» (Corán IX, 72). Descripciones como éstas de la felicidad eterna vuelven a aparecer en varias ocasiones en el Libro: «He aquí el jardín prometido a quienes temen a Dios: es un jardín regado por aguas vivas. Sus frutos son inagotables y sus sombras perpetuas. Éste es el fin de los creyentes» (Corán XIII, 36).

Así, en este espacio consagrado que era el viejo temenos pagano, transformado en la época cristiana en períbolo que convierte la Iglesia en fortaleza de la fe, como nueva Jerusalén amurallada, el patio de la mezquita refleja las alegrías del Paraíso futuro. Paradójicamente, mientras que las dichas del más allá son objeto de todo el esmero de los artistas, los tormentos no están presentes en absoluto. En la Gran Mezquita de Damasco, los visitantes no encuentran, como en el tímpano de las iglesias medievales, los suplicios que tendrán que soportar los malvados. El Corán no se molesta siquiera en mencionarlos. Así como el primer arte cristiano resplandece de teofanías e ignora el infierno, del mismo modo el arte islámico clásico se concentra en visiones paradisíacas.

Un vínculo entre el pasado y el futuro

Con esta Gran Mezquita de Damasco —cuya fastuosidad constituía la antesala del Paraíso y el anuncio de las felicidades futuras, prometidas por el profeta— el califa al-Walid había creado una obra capaz de rivalizar con los mayores santuarios cristianos. Exaltando la memoria de Yahya, el precursor de Cristo, y salvaguardando la herencia bizantina que encarnaba la antigua basílica teodosiana de San Juan Bautista, utilizando de nuevo grandes cantidades de material procedentes de la vieja estructura, que introdujo en su mezquita, rodeándose de equipos de mosaiquistas constantinopolitanos, encargados de ilustrar el radiante porvenir de los fieles, el Jefe de los creyentes no solamente respetaba los legados espirituales y materiales del pasado, sino que creaba la primera mezquita imperial, modelo altivo en el que se inspirarán muchas construcciones islámicas en los siglos venideros. Creaba, de hecho, un ejemplo resplandeciente de lo que había de ser el lugar de oración de los musulmanes.

Porque, de una parte y de otra de su pequeña nave, dominada por la llamada cúpula «del Águila» [FIG. 13] que cubre el espacio que está delante del mihrab, las dos grandes alas que bordean la kibla ofrecen a al-Walid la oportunidad de crear, entre el 707 y el 714, el prototipo grandioso del espacio islámico: un espacio ancho donde, para rezar, los creyentes se ponen los unos junto a los otros, sin jerarquías, en contraste con las naves longitudinales de las iglesias y basílicas, donde los fieles se sitúan los unos detrás de los otros, según un estricto orden de precedencia.

Entre estas dos concepciones del espacio —el uno en anchura, ampliamente desplegado, y el otro en profundidad, en varias hileras sucesivas— existe toda la diferencia que opone a dos percepciones concretas: la de los habitantes del desierto, los jinetes de la fantasía que se desplazan los unos junto a los otros, sobre una sola línea, ocupando una gran anchura, y la de los residentes en tierras fértiles, atravesadas por calzadas o caminos sobre los que los grupos o las tropas circulan en fila india. Entre estos dos conceptos, se aprecia una contradicción fundamental. Una visión espacial diferente los separa.

La religión musulmana, imponiendo su concepto del espacio a través del orden que adoptan los fieles durante la plegaria, afirma así un acercamiento original del entorno espacial que se traduce en la distribución de la mezquita. A este respecto, la obra de al-Walid en Damasco es ejemplar. Influirá en todas las grandes obras hipóstilas, como las mezquitas de Amr, de Kairuán y de Córdoba, sin hablar de las mezquitas abasíes de Samarra.

No hay que olvidar que la distribución de este espacio oblongo deriva de los primeros cobertizos hechos con troncos de palmeras y comuna cubierta de palmas, creados por el mismo Profeta en su casa de Medina. Adoptando esta configuración oblonga, la sala de la mezquita de los Omeyas de Damasco consagra una fórmula que reproduce, de manera monumental, el modelo venerable que Mahoma había legado a sus fieles.

Observamos por tanto que la plegaria islámica interpreta —intencionadamente o no— una percepción del mundo nacida en las inmensidades desérticas de Arabia, patria del Profeta. Y menos de un siglo después de la hégira, el lugar de reunión de los creyentes encarna este concepto dándole una grandiosa expresión material. Jamás la arquitectura se había hecho tan plenamente expresión de la mentalidad profunda de un pueblo y el reflejo de su fe.