A través del tiempo
Según el arquitecto americano Louis I. Kahn, «La arquitectura es la construcción estudiada de espacios y la continua renovación de la arquitectura proviene de la evolución de los conceptos de espacio».
Al igual que no existe una única concepción del espacio, tampoco existe una valoración unitaria del mismo. En los diferentes períodos de la historia de la arquitectura se han dado diversas concepciones del espacio y de ellas se han derivado arquitecturas de características diversas.
S. Giedion estableció tres etapas en la historia de la arquitectura, en función de su relación con el espacio. Un primer tipo de arquitectura que abarca la de los imperios antiguos y se prolonga hasta el mundo griego, en las que predominan los volúmenes externos y en las que el espacio es concebido como el vacío existente entre esos cuerpos tridimensionales o volúmenes. La segunda etapa de la arquitectura vendría marcada por la conquista del espacio interior. Es la arquitectura de Roma, cuyos logros se extienden hasta mediados del siglo pasado. La tercera fase de la arquitectura es aquella en la que el espacio interior entra en contacto con el exterior, produciéndose su interrelación. Éste es el fenómeno que caracteriza las obras de destacados arquitectos como Frank Lloyd Wright, Mies van der Rohe o Le Corbusier.
El recorrido por las diversas épocas del espacio ha sido realizado en multitud de estudios, pero ello no nos exime de una breve aproximación. Antes de pasar a ella, recordemos que el juicio espacial, si bien es fundamental en el hecho arquitectónico, no agota la experiencia estética e intelectual que pude desprenderse del análisis arquitectónico.
El hombre primitivo, tras el uso de la cueva natural como cobijo, inicia su experiencia de la arquitectura con construcciones liganrias y con hábitats troglodíticos o construcciones subterráneas. Estas construcciones subterráneas podían tener una gran variedad de usos: vivienda, funerarios, religiosos, etc. Los casos más interesantes son los habitáculos excavados en el terreno para obtener un espacio interior y tallados al exterior como si de una inmensa escultura se tratase, son las tumbas hipogeas de Etiopía, India, Jordania... Un tipo especial de espacio troglodítico son las catacumbas cristianas, formadas por galerías subterráneas transitables, con nichos excavados en sus muros. Las catacumbas eran un lugar de paso, los corredores tenían sentido en cuanto permitían el desplazamiento, pero no poseían un espacio con valoración estética. Hemos de señalar que en el presente la arquitectura subterránea está siendo reconsiderada, puesto que nuevas técnicas constructivas permiten pensar en su renacimiento, renacimiento de una arquitectura basada antes en la habitabilidad y la función que en la apariencia.
El temor que el espacio rotundo parecía inspirar en el hombre de los albores de la civilización siguió manifestándose en la arquitectura de Egipto. En la arquitectura egipcia el espacio es considerado en tanto que permite el desplazamiento, el movimiento en el interior del edificio, principalmente para dirigirse desde la entrada a un punto clave o central del edificio, en el que podía hallarse la estatua de un dios o la figura de un difunto pero sin una valoración estética de la espacialidad del edificio. Esta visión del espacio egipcio como lugar de paso, de tránsito es la de C. Norberg-Shulz. Otros autores, como Worringer, han sido más radicales, llegando a afirmar que los egipcios no poseyeron concepción espacial alguna y que concibieron su arquitectura como una simple articulación de volúmenes [FIGURA 1].
De la arquitectura de Mesopotamia y de Oriente Próximo poseemos pocos testimonios. Las grandes novedades a nivel constructivo las constituyen el uso del ladrillo como material de construcción y ornamental, y el uso del sistema constructivo abovedado, a base de arcos y bóvedas, frente al sistema arquitrabado usado por Egipto. En los inicios de estas civilizaciones, los volúmenes se articulan siguiendo una directriz quebrada: en sus interiores no podríamos avanzar siguiendo una línea recta, sino que nos veríamos obligados a realizar continuos quiebros ortogonales. Más adelante, sin embargo, irán adoptando composiciones dispuestas a lo largo de un eje longitudinal. A nivel espacial, las salas de columnas de los palacios persas, o «apadanas», (Persépolis, 518 a.C.), aunque más ligeras y gráciles, representan una concepción semejante a las salas hipóstilas egipcias: espacio como vacío entre volúmenes pétreos. El espacio sólo será valorado realmente en las grandes salas abovedadas, cubiertas por bóvedas de ladrillos, como la grandiosa sala de audiencias del palacio de Shapur I de Ctesifone (242-272 d.C.), cerca de Babilonia.
En el arte Egeo, con los palacios de la isla de Creta, se introducen nuevos factores en la arquitectura: son edificaciones formadas por salas, pórticos y patios adosados o superpuestos que se articulan siguiendo una directriz quebrada, adaptándose a las irregularidades de los terrenos sobre los que se asientan. La abundancia de galerías con columnas, escaleras y patios daba a los palacios cretenses un carácter abierto y alegre, a la vez que establecía las primeras conexiones entre el espacio interior y exterior. El espíritu de monumental magnificencia de los pueblos de Oriente Próximo es algo remoto: los palacios cretenses están habitados por hombres y a esa función se acomodan. En el continente, en Micenas y Tirinto, las conexiones espaciales entre el interior y el exterior que en Creta se habían conseguido a base de aberturas, se pierden, viéndose sustituidas por los planteamientos de una sólida y cerrada arquitectura defensiva o militar. Aparece el concepto de «recinto» y la búsqueda de una clara línea axial en la composición, reemplazando la directriz quebrada, pasará a Grecia.
En Grecia se da el triunfo absoluto de la proporción, de la escala humana, entre los elementos arquitectónicos, pero su absoluta falta de consideración hacia los espacios interiores, nos llevan a considerarla aún como una arquitectura volumétrica, escultórica. Los templos, principal manifestación llegada hasta nosotros, se elevan sobre una plataforma rectangular de la que arrancan los fustes de las columnas. Sobre los capiteles de éstas descansa el entablamiento que, en los lados menores del templo, se remata por un frontón triangular, con un tímpano frecuentemente decorado, detrás del cual se oculta una funcional cubierta a dos aguas. El templo forma un bloque prismático en cuyo interior, la cella, se guarda la estatua de la divinidad. El interior del templo griego no se concebía como un espacio para ceremonias sino únicamente como residencia de la estatua del dios. Recordemos que en Grecia la mayor parte de las celebraciones religiosas tenían carácter procesional y se desarrollaban en el exterior de los templos. Los templos griegos eran construidos para ser admirados desde fuera, como si de inmensas esculturas se tratara. En consecuencia, en Grecia las valoraciones espaciales deben buscarse en el exterior de los edificios y en las relaciones volumétricas de cada edificación con las que le circundan, como es el caso de la Acrópolis ateniense, en la que el juego de proporciones y escalas, los trabajos escultóricos de las superficies, la articulación de los diferentes edificios a lo largo de un eje y la adaptación a la topografía del terreno forman parte de una historia del urbanismo más que de la arquitectura propiamente dicha. Lo mismo podría decirse de las grandes construcciones públicas como los mercados, pórticos, estadios, teatros, etc.
En Roma tiene lugar la conquista del espacio interno. Nos hallamos en los inicios de la segunda etapa de la historia de la arquitectura siguiendo las tres enunciadas por Giedion. Las construcciones romanas, si bien en el nivel estético y de tratamiento de superficies no alcanzaron la perfección plástica de la griega, estaban basadas en el espacio y por lo tanto pueden ser ya consideradas plenamente arquitecturas. El gusto de la civilización romana por la arquitectura queda patente en la variedad de tipologías que desarrolló, en el uso de una nueva técnica constructiva basada en el hormigón, y en la magistral combinación del sistema adintelado, propio de Grecia, con el sistema abovedado, venido del Próximo Oriente. Roma, si bien utiliza el lenguaje de las formas griegas («órdenes»), se muestra plenamente original, con una especial sensibilidad en el tratamiento de los volúmenes y de las grandiosas concepciones espaciales. El espacio romano es unidireccional, es estático y está dominado por la simetría y por la pesada monumentalidad de los muros que lo limitan. La escala utilizada por lo romanos no es la «humana» seguida por los griegos, sino la grandiosa de los «mitos», una megalomanía que no era sino la expresión de la potencia de su Imperio [FIGURA 2].
Aludimos ya al cristianismo al tratar el tema de las catacumbas al referirnos a las primitivas construcciones excavadas. Veamos ahora un edificio paradigmático de la iglesia católica: la basílica. El cristianismo tomó su planta de las basílicas romanas, edificios destinados a la administración de justicia, que proporcionaban un espacio y un precedente de uso adecuado a la misión predicadora de la Iglesia. Se adaptó la basílica a su nueva función y se redujeron sus dimensiones a la escala más humana, propia de la cultura griega. Las tres naves de la basílica quedan definidas por arquerías de arcos de medio punto sobre columnas o pilares que nos impulsan a avanzar hacia el ábside, extremo opuesto a la entrada en el que se halla el altar. Es por tanto un espacio que contiene una directriz axial dinámica que nos impele hacia adelante y nos acompaña en nuestro camino hacia el punto más importante del recinto, el altar.
La arquitectura de Bizancio representa una aceleración en el recorrido, lo que se consigue mediante una repetición de los ritmos —arquerías, ventanas...— y los comienzos de las investigaciones que llevarán a la desmaterialización del muro, fenómeno que se logra gracias a la proliferación de ventanas (luz), de mosaicos dorados (reverberaciones y reflejos materializados) y pinturas. La suma de estos elementos, unida al dominio en la construcción de cúpulas, lleva a la creación de espacios ilusorios, de límites imprecisos.
Entre los siglos VII y X se dan en Europa variados estilos arquitectónicos que representan cambios espaciales. La primera novedad es la ruptura de la línea axial unidireccional de las basílicas cristianas, al elevarse el prebisterio o cabecera del templo, y la segunda es la progresiva complicación de los espacios que se inicia con la adición de un deambulatorio rodeando el altar.
La unidad constructiva vuelve a la arquitectura europea con el Románico. Puede decirse que penetramos en una nueva edad espacial en la que los muros ya no son meramente una piel, sino que forman parte de un organismo más complejo, de una estructura en la que paramentos o lienzos de pared se ensamblan sobre un esqueleto. Las proporciones de los edificios dejan de expresarse en términos bidimensionales para articularse mediante tramos volumétricos, tridimensionales. El espacio románico es rítmico, medido y pausado, y es la resultante de la suma de los espacios de los diferentes tramos tridimensionales que forman la realidad física del edificio.
A nivel técnico, el Gótico es la continuación y perfeccionamiento del Románico. El sistema de esqueleto se perfecciona: aparecen los arcos ojivales, los nervios y los arbotantes y contrafuertes que permiten el aligeramiento de los muros, con su consiguiente desmaterialización. Estructuralmente, el Gótico es, al igual que el Románico, una yuxtaposición de tramos tridimensionales o «módulos». El contraste espacial básico entre ambos estilos radica en que el Gótico introduce una nueva directriz: la vertical. Aparece pues un nuevo espacio regido por líneas de fuerzas opuestas, horizontal y vertical, que proporciona a la arquitectura una tensión y un dinamismo desconocidos hasta el momento [FIGURA 3].
La teoría y la práctica arquitectónica hallan su perfecta adecuación en el Renacimiento italiano. La tendencia a la desmaterialización del muro que había llevado a los góticos a intentar sustituirlo por vidrieras siempre que era posible, experimentó un retroceso considerable con el advenimiento del Renacimiento que aboga por la revalorización de muro. Esto, unido al interés por la proporción, da como resultado unos espacios estáticos, homogéneos, delimitados y, sobre todo, perfectamente mensurables, mentalmente aprehensibles. El espacio renacentista se basa en la métrica que tiene su origen en sencillas relaciones matemáticas, sencillez que permite su inmediata comprensión (interior de la iglesia del santo Spirito, en Florencia, obra de Philippo Brunelleschi, [FIGURA 4]). En el Renacimiento ya no es hombre quien sigue las directrices que la arquitectura brinda, sino que, al comprender la relación matemática que rige, que ordena el edificio, «lo entiende» y por ello lo domina: es el hombre quien dicta las leyes al edificio, quien controla intelectualmente su espacio.
Los temas iniciados en el siglo XV se continúan en el siguiente, en especial la visión del espacio absoluto, fácilmente aprehensible desde cualquier punto de vista. A nivel plástico deberíamos señalar la mayor consistencia y solidez que cobran los muros, cada vez más alejados de los «desmaterializados» parámetros góticos, lo que contribuye a aumentar el volumen y el estatismo de la arquitectura, así como el definitivo apaciguamiento de las fuerzas dinámicas que impregnaban el mundo gótico. Desaparecen las directrices lineales y triunfan los volúmenes.
El Barroco representa la liberación de la simetría, de la geometría y, en especial, de la dicotomía, incluso oposición entre espacio interior y espacio exterior. Las aportaciones fundamentales del barroco a la arquitectura son el movimiento de los paramentos, muros flexibles y la interpretación espacial. Especialmente se da una negación explícita de las formas claras o rítmicas de la geometría y se las sustituye por la interpretación de formas más complejas, como elipses, triángulos, etc. y sus combinaciones. Los espacios así conseguidos son unitarios, fluyentes, sin directriz precisa, envolventes.
El espacio no experimenta variación alguna durante el Neoclasicismo [FIGURA 5] y el Eclecticismo. Su verdadera aportación habría que buscarla en el campo del urbanismo: se afrontan por primera vez los problemas derivados de la afluencia de población a las ciudades y el advenimiento de los modernos medios de transporte. Las ciudades del siglo XIX crecen, se expanden fuera de las antiguas murallas y se crean nuevos barrios periféricos para absorber a la creciente población.
La división entre espacio interior y espacio exterior se hace tanto más imprecisa cuanto más nos acercamos a la arquitectura contemporánea [FIGURAS 6-7-8]. El espacio moderno, que abarca múltiples tendencias y escuelas, tiene uno de sus principios en la «planta libre», que permite las interrelaciones entre espacios y la flexibilidad de los interiores, por cuanto facilita la variación de los límites de separación de estancias. Ya no son los palacios y los grandes templos las tipologías arquitectónicas más frecuentes, sino las viviendas de las clases medias, en un intento de dar solución a la necesidad de proporcionar alojamiento a una población cada vez más numerosa. Un nuevo sistema constructivo basado en el uso del hierro, del acero y del hormigón en todas sus variedades, posibilita nuevas soluciones formales tales como los inmensos voladizos que, partiendo de una estructura totalmente interior, ya no precisa del soporte de los muros y éstos, en consecuencia, pueden adoptar cualquier forma que se desee, curvarse, incluso eliminarse. Si esto es ya realidad, incluso en el caso de viviendas urbanas, siempre supeditadas a condicionamientos económicos, es evidente que en el campo de las edificaciones experimentales o apoyadas por importantes recursos, las posibilidades que brindan las nuevas técnicas y modernos materiales son realmente espectaculares.
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