La tienda es el símbolo de la vida nómada. Su emplazamiento deja residuos difíciles de detectar, de manera que los arqueólogos deben rastrear con sumo cuidado los indicios dejados por los pastores que la ocuparon. Sólo el sedentarismo, la vida en agrupaciones de casas permanentes, se asocia a la verdadera civilización. Los pueblos trashumantes parecen poseer una cultura liviana que se escapa entre los dedos de los investigadores. Por esta razón, los tuareg mantienen todavía en la imaginación de los europeos un halo de misterio y romanticismo que años de estudio no han conseguido disipar.
La tienda de un nómada es una estructura, un conjunto de elementos necesariamente ligeros y transportables, fáciles de manipular, adaptados al territorio donde deben asentarse, que adquieren sentido cuando son ensamblados y conforman un espacio interior, el espacio doméstico. Es, por lo tanto, un hogar, el dominio de la mujer, la consecuencia del genio femenino en la adopción de soluciones adaptativas, el centro del linaje tuareg.
La construcción de la casa, su cuidado y mantenimiento son trabajos realizados por las mujeres en todas las sociedades pastoriles. Los tuareg utilizan dos tipos de tiendas, cubiertas por pieles o por esteras de cestería, piezas realizadas siempre por sus propietarias y colaboradoras, que encargan a los artesanos que trabajan la madera —a veces fulbe o agricultores sedentarios— la realización de los elementos que deben soportarlas. Sin embargo, en algunos grupos del norte las mujeres nobles tallan los elementos de sostén, en los que graban textos escritos en tifinagh que llenan de contenido simbólico la casa familiar. La tienda no es una estructura inerte que se ocupe de un modo inconsciente, como ocurre en las casas del mundo occidental, en las que el espacio que encierran las paredes viene dado desde el inicio y permanece invariable, sino que constituye un cuerpo que debe ser formado al final de cada desplazamiento conservando siempre las características que lo convierten en un lugar confortable e íntimo. La tienda cierra, aísla a los seres humanos del inmenso espacio del desierto y de los cielos infinitos, protegiéndoles en su integridad y dándoles calor. La identificación afectiva entre la mujer y su tienda está cargada de significados sociales, hasta el punto que, en lengua tuareg, reciben el mismo nombre: éhe, uno de los sinónimos referidos a la mujer. El mismo término corresponde a "matrimonio", y para saber si una mujer está casada se le pregunta si ha "hecho una tienda". La matriz es asimismo la tienda y para referirse a una familia ilustre la apelación adecuada es "la gran tienda".
La unidad básica de la sociedad tuareg es la familia nuclear, normalmente monógama —aunque el marido mantiene relaciones sexuales con las mujeres esclavas, que viven con sus hijos en las áreas destinadas a los servidores—, y ocupa una sola tienda. La mujer es su propietaria, tiene un papel primordial en la conservación del orden del campamento y goza de gran autoridad, ya que el hombre se halla con frecuencia ausente durante días acompañando al ganado. Como normalmente es más instruida que su marido participa en los consejos familiares y es consultada en lo referente a todos los asuntos que conciernen a la tribu. Recibe y hace los honores a los visitantes, de quienes merece un trato similar al de su esposo y su prestigio aumenta si sabe tocar la vihuela (imzad) y recitar poesías, a las que los tuareg son muy aficionados. Si una mujer se considera ofendida o maltratada por su marido tiene derecho a divorciarse de él y expulsarle de su tienda, por lo que pueden encontrarse varones tuareg sin hogar que acampan por la noche con la única protección de un paravientos. Lo habitual es, sin embargo, que vuelvan a su casa familiar si son jóvenes; su madre prepara entonces una pequeña fiesta para celebrar su retorno y manifestar que su hijo se halla de nuevo en el mercado matrimonial. El divorcio no afecta la reputación de las mujeres, que encuentran pronto nueva pareja. Normalmente el primer matrimonio de una mujer acaba en separación, pues se produce cuando ella es muy joven, entre quince y veinte años, mientras que el hombre suele casarse hacia la treintena. Una vez formalizado el divorcio, la familia del varón debe devolver la dote de la novia.
Las relaciones entre ambos sexos se producen en el ahal, una especie de corte de amor que se desarrolla en un lugar definido fuera del campamento o en una tienda erigida con tal finalidad. En esos encuentros participan las jóvenes a partir de la edad núbil y sus pretendientes, así como los hombres divorciados y aquellos cuyas esposas se hallan ausentes siempre que no sean demasiado viejos. Las mujeres mayores acuden como espectadoras. Las crónicas de hace unos años hablan de dos niveles de relación. En el primero, los jóvenes hablan, escuchan la música del imzad y recitan poesías; en el segundo se acuerdan citas para pasar la noche. Los ahal reciben los nombres de las mujeres que son centro de atención por su simpatía y dotes musicales, y los viajeros procuran adaptar su ruta para asistir a los más prestigiosos.
En esas reuniones amorosas, una mujer debe tener especial cuidado en mantener contactos con hombres de su clase social o superior, pues el matrimonio con individuos de clase inferior a la suya está prohibido: ella es quien transmite los derechos familiares. En consecuencia, sólo el hombre puede elegir a una mujer de clase inferior a la suya. Salvo esta limitación femenina, los arreglos matrimoniales entre las familias son casi desconocidos, de modo que los jóvenes pueden emparejarse según sus deseos. Cuando un varón consigue el acuerdo de la muchacha de sus sueños le pide a un primo que le represente en la petición oficial de mano ante el padre de la novia. La ocasión es aprovechada para establecer la dote, que suele estar formada por cabezas de ganado, camellos y cabras, y algunos bienes complementarios; también se fija la fecha de la boda, normalmente pocos días después.
Los esponsales son las fiestas más señaladas entre los tuareg. Las fiestas son eventos especialmente importantes entre los pueblos pastores, pues permiten el encuentro de familiares y amigos que normalmente se mueven por parajes alejados y facilitan nuevos conocimientos entre la gente joven: son el tiempo de la música y la alegría. Como en otras muchas culturas, la ceremonia matrimonial incluye la construcción de una nueva tienda y su ocupación por parte de los recién casados. La boda se celebra en el campamento de la novia. En las proximidades, el novio ha plantado una tienda en donde se reúne con sus camaradas, teniendo un papel destacado el primo que ha negociado el acuerdo con el padre de su prometida. Ellos le colocan el velo y le arman con la espada —takuba. De tal guisa recibe con gran dignidad a sus invitados, cuyas visitas manifiestan el respeto a los parientes y a los antepasados. Mientras tanto, sus familiares llegan a lomos de camello y vestidos de gala al campamento, donde son recibidos por los allegados de la novia con música y cantos de bienvenida. Las mujeres forman grupos que baten palmas y tocan el tambor, mientras los visitantes giran a su alrededor sobre los majestuosos camellos, que los balancean con su trote elástico. La fiesta dura ocho días, y no es hasta el último cuando se celebra la verdadera ceremonia, bendecida por el morabito, que es testigo de la entrega de la dote y legaliza la unión recitando los versículos del Corán adecuados.
Los nuevos esposos ocupan la nueva tienda y comienzan su vida en común. En el recinto doméstico el marido ocupa la zona oriental, donde coloca su silla de montar —tahiast—, el escudo —arar—, la lanza —tarda—, la inseparable takuba, y si lo posee, el fusil; en el lado opuesto, la mujer dispone su gabinete, con su silla y los elementos de su propiedad: recipientes para la leche y el agua, el mortero para los cereales, platos, eventualmente cucharas, y sacos para la conservación del grano y los dátiles. Las prendas de vestir se guardan en bolsos de piel.
El nacimiento del primer hijo es motivo de especial alegría. Antes del parto, la futura madre abandona la tienda conyugal y se refugia en la seguridad de su grupo materno, donde espera la llegada del niño. Cuando nota los síntomas del parto se aleja del campamento y se coloca bajo la sombra de un gran árbol. Allí es asistida por sus hermanas y las mujeres viejas de su familia, que escuchan los gritos, maldiciones e insultos que la parturienta tiene derecho a emitir. Cuando el niño llega a este mundo, es lavado y depositado sobre el pecho de la madre; si ésta no tiene leche es alimentado con pequeñas cantidades de leche de cabra. Después del parto la mujer permanece desnuda durante dos o tres días junto a su cama, para evitar manchar de sangre la ropa y el lecho. Antes de la imposición del nombre, cuando todavía no tiene identidad, el bebé es especialmente vulnerable a la acción de los genios malignos —Kel Essuf—, que pueden incluso raptarlo y sustituirlo por uno de los suyos. Para evitarlo la madre no lo pierde de vista y lo lleva siempre con ella; además, introduce entre sus propios cabellos un cuchillo, pues el metal aleja a los genios.
Ocho días después de su nacimiento, un morabito le da nombre, lo que es motivo para que sus padres ofrezcan una comida y una fiesta a familiares y amigos. El nombre es siempre de tradición musulmana, aunque, especialmente en las familias nobles, recibe otro de origen tuareg y un tercero correspondiente a un animal salvaje —tortuga, león—, o a una característica física -la blanca. Si su madre tiene sirvientas —tashkut—, el bebé es puesto a cargo de una de ellas salvo por la noche, cuando lo acuesta a su lado para dormir. Las precauciones contra los Kel Essuf deben mantenerse siempre, de modo que se le somete al primer corte de pelo para extirpar cualquier residuo que la actividad de los genios, que tienen el cabello largo, encrespado y sucio, haya podido dejar en el niño.
Hasta los siete años, niños y niñas juegan desnudos alrededor de sus tiendas familiares. A esa edad, el niño es circuncidado por un morabito, y su familia celebra una fiesta. Entonces puede abandonar la tienda familiar, a la que regresa sólo cuando tiene hambre o está enfermo, y vive en absoluta libertad, duerme al raso, si lo desea, fabrica refugios con sus compañeros, caza pequeños animales y tiene por única obligación, si no hay esclavos en la familia, ayudar a recoger el ganado a la puesta del sol. A los dieciocho años recibe el velo que debe ocultar púdicamente su rostro en el futuro, y es considerado un adulto con todos sus derechos y obligaciones. Como dice el padre Charles de Foucauld, "el velo que cubre la frente y la boca, y los calzones son las prendas distintivas del hombre [...]. Perder el velo, perder los calzones, son expresiones que equivalen a perder la honra".
La niña, en cambio, permanece ligada a la casa familiar hasta que contrae matrimonio. Si su familia posee sirvientes no tiene prácticamente obligaciones y dedica su tiempo a los juegos, fabricando muñecas de arcilla y tiendas en miniatura con todos sus elementos; en caso contrario debe contribuir en alguna medida a las labores domésticas: acarrear leña o llenar los odres de agua. También aprende a coser, la escritura tifinagh, y a tocar la vihuela. Hay disparidad de criterios sobre la existencia o no de la circuncisión femenina, es decir, de la práctica de la ablación del clítoris. Los autores contemporáneos no la mencionan o dicen que los tuareg no la realizan, pero el historiador de Malí Bokar N'Diayé, en su libro de 1971, hace una breve referencia a la ablación de las niñas "en la cuna, a veces inmediatamente después de recibir su nombre, sin que ello dé lugar a fiesta alguna". Los pueblos agricultores que habitan en el Sahel, al sur del territorio tuareg, la practican de manera generalizada, pero no los bereberes, de los que los tuareg son descendientes, lo que fundamenta la opinión de Frangois Borel en el sentido de que éstos nunca han realizado la ablación.
Hasta hace pocos años, las niñas núbiles eran sobrealimentadas para que adquiriesen el mayor sobrepeso posible, pues la gordura era un signo de distinción y de belleza que las hacía más deseables para el matrimonio. Una vez casadas, las mujeres nobles distribuían el trabajo entre sus esclavas y se tumbaban en la tienda, lo que provocaba, junto a la ingesta desmesurada de productos lácteos, que adquiriesen unas dimensiones considerables. Las antiguas poesías cantan la nostalgia de los guerreros ausentes por las desbordantes grasas de sus esposas y ridiculizan a la mujer flaca, de la que "sólo se ven los dientes y que cuando sonríe parece un viejo perro gruñón". Hoy, los ideales de belleza han cambiado, de modo que no es frecuente encontrar mujeres tuareg muy gordas. Además, el mestizaje de los bereberes blancos con sus esclavos negros ha producido un tipo femenino que, para el gusto europeo, es de una gran belleza. Una vez más, se comprueban los patrones universales que indican la buena salud reproductiva y que se asocian con la hermosura, como la suavidad y carencia de impurezas de la piel y la amplitud de las caderas y el vientre, a los que los poetas tuareg rinden también homenaje. Los tuareg están islamizados desde una época indeterminada, posiblemente hace siglos, a pesar de la inicial resistencia de todos los pueblos bereberes a convertirse a la religión de los invasores árabes. Algunos autores creen que, antes de la llegada del Islam, los pueblos del norte de África eran cristianos y que el símbolo de la cruz ha permanecido entre los tuareg como una herencia del antiguo culto. En efecto, el cristianismo tuvo una rápida difusión en época romana, aunque probablemente su implantación fue muy superficial. La cruz parece estar más relacionada con un símbolo mágico para proteger el ganado, pues los tuareg conservan gran parte de sus creencias animistas. Los espíritus habitan todos los rincones de la naturaleza, las fuentes, las rocas y los árboles, así como determinadas tumbas antiguas. Los pasos de montaña de difícil tránsito presentan montones de piedras artificialmente dispuestas, sin duda colocadas por los pastores para propiciar una buena ruta, al igual que en los antiguos puertos de las sierras españolas. Las personas portan multitud de amuletos para conjurar la mala suerte, alejar a los Kel Essuf y protegerse de las enfermedades y la brujería; ésta última se utiliza para provocar desgracias a los enemigos. Los espíritus que son hostiles a los humanos convierten en peligrosos determinados lugares —parajes salvajes alejados de la cultura humana—, de los que los tuareg se apartan prudentemente. También hay espíritus benéficos, a los que se recurre quedamente. Algunas horas del día son favorables, y otras no, para ciertas actividades, y de manera semejante sucede con algunos días del mes y del año. Los sueños tienen un significado preciso que no debe ser ignorado sin exponerse a graves riesgos, pues actúan como presagios. Además, como en todo el continente africano, los antepasados conservan intacto su prestigio y son consultados al pie de sus sepulturas. Antiguamente, cuando los hombres habían partido a la guerra, sus esposas se ponían sus mejores vestidos y joyas para pedir a los ancestros noticias de los ausentes. Los viejos dioses paganos tampoco han sido olvidados del todo y son invocados en voz baja en situaciones difíciles, así como ciertos animales "totémicos", entre los que destaca el gran lagarto varano, considerado el tío materno y tratado con el respeto que le corresponde. Los herreros, una casta despreciada pero temida, tienen la reputación de ejercer sus poderes mágicos en la manipulación de la materia y de comunicarse entre ellos por medio de un lenguaje secreto; con frecuencia actúan como consejeros de los jefes.
Con todo, el Islam es la religión "oficial" y hay una clase noble que se considera descendiente del profeta Mahoma, los ineslemen. El sacerdote islámico, el morabito, es un personaje central en la vida de los tuareg. No sólo es un hombre sabio, tanto en conocimientos laicos como religiosos, sino que oficia en las ceremonias matrimoniales, actúa de juez en las causas conflictivas, hace de curandero y ahuyenta a los malos espíritus. Aunque hay familias que tradicionalmente proporcionan los miembros de esta institución, se puede ser morabito con independencia de la clase social a la que se pertenezca, al ser el mérito el único requisito. La fe musulmana ha servido como vínculo para la asimilación de las tribus convertidas a la esclavitud por los tuareg, dado que ellos, debido a su vida nómada, han sido sus grandes divulgadores. La vida de las familias tuareg, discurre de campamento en campamento, los hombres cuidando del ganado y las mujeres de sus hijos, de la preparación de los alimentos, del mantenimiento de la tienda. Los dátiles, la leche y sus derivados, la carne más ocasionalmente, y los cereales intercambiados con los pueblos agricultores son la base de su alimentación. En la actualidad el plato diario es un potaje de mijo, común a todos los pueblos sahelianos. El marido saca diariamente la ración familiar de la reserva y se la da a su mujer, o a una sirvienta si la poseen, para que la ponga en la muela y luego la cocine. La mujer, el hombre y sus hijos comen juntos, casi siempre de un solo plato y con los dedos, dentro o fuera de la tienda según el tiempo. Las visitas son frecuentes, y todos comparten lo que esté disponible, pues los tuareg son un pueblo generoso, en el que las personas intercambian regalos y se hacen favores, estableciéndose una red de dependencia que debe de ser la única forma de sobrevivir.
Antiguamente, la vida en familia, el cuidado del ganado propio, las incursiones para apoderarse del ganado de otras tribus, el saqueo de caravanas o su conducción a través del desierto (sobre todo la de las caravanas de sal), ocupaban el transcurrir de los días de los tuareg. Las fiestas, los momentos de paz apurando las tazas del té que tanto aprecian, en agradable conversación con amigos y amigas, las competiciones deportivas, no ocultan la amenaza de las frecuentes hambrunas ni de las enfermedades.
A las primeras se enfrentan con resignación, y a las segundas mediante prácticas diversas, algunas mágicas y otras producto de la experiencia adquirida con los efectos de las pócimas vegetales.
Al final de su vida, con frecuencia corta, él o ella hacen un gesto con la mano para indicar la unidad de lo creado y encaran la muerte con naturalidad y sin temor, pues se trasladan al mundo de los antepasados. El cadáver es lavado con agua caliente según un proceso muy ritualizado y envuelto en un paño antes de ser depositado en una fosa abierta en el desierto. Como los tuareg entierran a sus muertos en un lugar próximo al del fallecimiento, el territorio está salpicado de tumbas que cuentan la historia de un pueblo sacrificado, superviviente en la belleza de un mundo ingrato. Cuando el cuerpo ya ha sido enterrado, el morabito eleva una oración coránica y se erigen dos lápidas de piedra, una donde está la cabeza, en la que se inscribe el nombre del difunto, y la otra a los pies; si es mujer se colocan dos a los pies, para que los viajeros conozcan el sexo de la persona que descansa en el lugar. Luego se sacrifica una cabra, que es repartida entre los asistentes, cocinada y consumida. Una vez finalizado el acto, todo el mundo regresa a sus ocupaciones.