«Expresar» es el objetivo del arte. Pero el repertorio que se ofrece es ilimitado, de lo más próximo a la realidad a lo más distante. Esto es así ya desde la prehistoria. Realismo y abstracción se alternan constantemente en la evolución artística y cualquiera que sea la postura que se adopte, ello no es decisivo, pues lo que cuenta es el potencial inventivo.
Tomar la realidad por modelo ha sido actitud habitual del artista y la suprema realidad para un escultor es el cuerpo humano. El estudio de éste se profundizó durante el Renacimiento con la disección de cadáveres. En el siglo XIX estaba muy extendido el procedimiento del vaciado, que obtenía previamente un molde sumergiendo el cuerpo en una masa blanda que se iba endureciendo lentamente. La difusión de esta práctica indujo a dudar de la legitimidad creativa de aquellos escultores que sin utilizarla conseguían resultados de gran verosimilitud. Rodin fue objeto de injustos ataques por este motivo, a pesar de que nunca utilizó este procedimiento. El estudio del cuerpo humano, sujeto esencial en la obra escultórica, presenta diversas facetas. La primera es la puramente anatómica. Así, en el renacimiento los libros de anatomía se convierten en obras de continua consulta para los escultores. Destacan las obras de Vesalio y del español Juan Valverde de Amusco. Pero la anatomía remite a un funcionamiento, a la fisiología. El cuerpo humano es una máquina cuyo funcionamiento el escultor debe conocer. Leonardo da Vinci sintió un gran interés por la mecánica corporal, hecho que ha quedado reflejado en sus observaciones y, sobre todo, en sus diseños.
Anatomía y fisiología, por tanto, son ramas del saber que influyen en el método de trabajo de los escultores. Pero hay que ser prudentes a la hora de juzgar al escultor. Cuando sigue a la naturaleza, justo es juzgarle en razón de este objetivo. En épocas en que predomina el naturalismo, la verisimilitud anatómica y dinámica se impone. El período helenístico y el siglo XVII dieron pruebas de tales intenciones. Pero piénsese que también el artista puede utilizar el cuerpo humano sólo como referencia, sin importarle la verosimilitud. El gótico del siglo XV ha deparado unas creaciones en que ni el movimiento ni las inserciones musculares tienen nada que ver con la realidad. Lo cual significa que hay que adoptar otros criterios para estimar este arte. Es una imagen deliberadamente arbitraria, deforme, pero que halla su justificación en otra dimensión del arte: la imaginación creadora.
La figura no solamente tiene una realidad física, con su presencia anatómica y sus movimientos, sino también moral. El ser humano es comunicativo y se expresa con palabras y actitudes. Lo subraya Leonardo, cuando dice que nada hay tan importante para el artista como «la adecuación del movimiento a las circunstancias mentales, como el deseo, la cólera, el dolor». Los movimientos y las actitudes tienen que estar en correspondencia con los acontecimientos del alma. El «carácter» tiene que apreciarse en las actitudes, los gestos, la mímica. Una escultura que quiera representar la tristeza resultará tan noble como otra en que se exalta la alegría, ya que no es el sentimiento lo que le confiere valor, sino el modo de expresarlo, la adecuación de las formas al contenido.
Cada edad, cada sexo, cada personaje del cuerpo social tiene que acreditar su circunstancia. No solamente hay una presencia física, sino también la revelación de una condición espiritual. Los gestos del niño en nada se corresponden con los del adulto; ni los del hombre con los de la mujer. Lo mismo ocurre con las actitudes en cuanto indicadoras de una posición social. La estatuaria romana dice bien a las claras cuándo estamos en presencia de un magistrado, un emperador o un dios. Por ello Cristo no puede adoptar actitudes vulgares.
El símbolo coadyuda a la caracterización, añade lo que la expresión no está en condiciones de evidenciar. Pero así como la expresión es interna, el símbolo permanece fuera de la figura, como atributo, pero puede entablar diálogo con ella e incorporarse a la caracterización. El carácter guerrero de San Miguel se indica añadiendo la figura rebelde del demonio. La contraposición de actitudes entre uno y otro esclarecerá el verdadero sentido del contenido.
El rostro es la región primordial en la caracterización, pero es sumamente complejo, hasta el extremo de que se han establecido repertorios o códigos de la expresión facial. Los labios y la boca han servido especialmente para expresar estados de angustia. La boca entreabierta ya fue utilizada por Scopas para obtener su phatos trágico. No menos útiles para ello son los ojos, cuya expresividad cobra más fuerza y precisión cuando llevan el iris y la pupila, figurados con el auxilio de la pintura o, como en la estatuaria romana, mediante incisiones. El ojo rebasa la mera descripción anatómica en la expresividad de la mirada.
Villabrille y Ron: "Cabeza de San Pablo". 1707. Valladolid. Museo Nacional de Escultura.
La boca y los ojos constituyen elementos básicos de la expresión. La boca entreabierta, la cabeza ladeada y los ojos dirigidos a las alturas son requisitos indispensables para lograr efectos trágicos. Sin duda la mirada revela el deseo de pedir amparo divino. El empleo de córnea de cristal y dientes de pasta refuerza la capacidad expresiva.
La cabeza puede representarse vertical o inclinada, los ojos pueden mirar hacia distintas partes. En las escenas patéticas es aconsejable la cabeza inclinada y la mirada alta. No deben descuidarse las cejas ni el entrecejo. En las expresiones de risa y asombro la posición de las cejas es fundamental, y en los instantes de tensión el entrecejo se arruga. No menos importante es el cabello, que en las escenas de movimiento ondea. Es elemento básico, junto con la indumentaria, en la caracterización social, y también puede servir para las expresiones del espíritu: los cabellos erizados o inflamados, como los de Satanás, ayudan en las representaciones de terror.
Anónimo: Santa María Magdalena penitente. Primera mitad del siglo XVIII. Madera policromada. Iglesia de San Torcuato (Zamora).
Las manos son depositarias también de la expresión. A pesar de que son sólo dos, suelen desempeñar papeles opuestos, uno activo y otro pasivo. Magdalena sostiene con una mano la cruz, mientras que con la otra, sobre el pecho, refleja el total ofrecimiento de su vida.
Las manos y el rostro son los principales vehículos para la expresión del carácter, como bien lo saben los actores. Cuando una figura aparece envuelta en paños, el espectador busca ávidamente el rostro y las manos. Con mucha frecuencia la intervención expresiva se confía a una sola mano. En muchas figuras de santos la mano reposa sobre el pecho, indicando voluntad, entrega, disposición al sacrificio. Su papel en la estatuaria funeraria francesa es de ofrecimiento.
Los estudios de expresión ofrecen en el arte barroco un rico repertorio. El tema de los Novísimos es un buen ejemplo: muerte, juicio, infierno y gloria se expresan a través de cuatro figuras, que pregonan con gestos intensos su contenido.
El realismo debe entenderse siempre como una tendencia, no como resultado imitativo. Los actuales museos de cera son buena muestra de un realismo imitativo, con el auxilio de todos los procedimientos técnicos, donde la creación artística apenas existe. Hay mera pretensión verista, aunque, por mucho que se esfuercen, estos escultores nunca llegan a ser del todo veraces, omiten músculos o los insertan indebidamente. Un escultor no es un anatomista. Todo realismo es forzosamente una simplificación. Los límites entre el realismo y el idealismo son imprecisos. La idealización supone una elección; se escogen determinados elementos y se los depura, hasta lograr un carácter arquetípico. Es lo que acontece en una escultura egipcia, en la que se eliminan las arrugas del rostro y el sacro lacrimal y se da prominencia a los ojos para obtener una mirada que asombra por su profundidad. Este proceso de elección y exageración se aprecia en la caricatura, que sólo escoge lo característico y lo hiperboliza. Una neutralización resultaría poco convincente. Por eso una caricatura es más útil que un retrato para percibir diferencias.
En la idealización participan también elementos estilizados, formas convencionales, especialmente localizadas en el vestido y el cabello. Los elementos reales e ideales siempre aparecen algo mezclados. La cabeza de una estatua suele ser más real (o menos ideal) que las actitudes, como es típico en la estatuaria romana. La identidad del rostro es requerida por el culto a la personalidad. Los gestos manifiestan la pertenencia a un estamento social y el elemento estilizado se refugia en el vestido. Nadie diría que los pliegues de una toga responden a la realidad, son una pura convención.
La abstracción indica una radical separación de la realidad. El asociacionismo de las formas puede guardar alguna relación con la naturaleza, pero el vínculo es puramente subjetivo. Con esto llegamos a la gran empresa de nuestro tiempo, en que hacen crisis la anatomía y la expresión anímica. Nos hallamos ante una experiencia que cuestiona los límites tradicionales que han definido los campos de la escultura y de la pintura. El escultor utiliza la chapa, el alambre, el movimiento de la máquina y la luminotecnia, y el pintor adhiere papeles, tierra, tablas y todo género de objetos: la textura del escultor también la busca el pintor.
Julio González: "Dafhné". 1937. Museo Nacional Reina Sofía.
A pesar de sus formas ortogonales, la escultura en hierro de Julio González reconoce la existencia de la figuración. Desde la plancha recortada a las barras de sección cuadrada, todo emite una sensación de vida, con ritmo gracioso y expresivo bajo signo cubista.