El despertar del fauno. Gauguin y el retorno de lo pastoral

Por Guillermo Solana, Director Artístico del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza.

Paul Gauguin está sentado ante el caballete, con el pincel en la mano, mirándose en un espejo invisible para nosotros. Parece atrapado en el angosto espacio de la buhardilla, entre la gruesa viga, la silla y el caballete. La luz divide en dos la cara y le confiere una expresión doble, mitad sombría y mitad expectante. Y como el mismo rostro, el estilo del cuadro es ambiguo; aunque modelado con un claroscuro en tonos pardos, aquí y allá asoman toques de color puro, de rojo vivo, y en la pared del fondo, las pinceladas se ordenan paralelamente al modo de Cézanne.

El autorretrato (cat. 1) está pintado en mayo de 1885, en Copenhague, una ciudad donde el artista se siente extraño y sobre cuyos habitantes escribe: «El más terrible caníbal no es nada comparado con un propietario danés»1. Hace un año y medio que ha resuelto dedicarse exclusivamente a la pintura. «Mi mujer, la familia, todo el mundo en fin me echa en cara esta maldita pintura pretendiendo que es una vergüenza no ganarse la vida. Pero las facultades de un hombre no bastan para dos cosas y yo no puedo hacer más que una: pintar»2. Gauguin y sus hijos viven de las lecciones de francés que Mette, su mujer, imparte en casa, y el pintor se ve relegado a este cuartito porque el salón está reservado para ella y sus alumnos, algunos de los cuales pertenecen a la mejor nobleza danesa. El único modelo de que Gauguin dispone es él mismo y se pasa el día allí solo, pintando su propio retrato3. Dentro de poco dejará Copenhague por París, en una separación de su familia que con el tiempo se hará definitiva.

Cuando volvemos a encontrar al pintor, en un segundo autorretrato (cat. 48), apenas podemos reconocerle. Su mirada y toda su actitud se ha vuelto más segura, incluso arrogante. Se ha dejado melena y perilla, que le dan un aspecto de dandy bohemio. Y en vez del traje convencional que vestía en Copenhague, ahora lleva una chaqueta bordada y una camisa con canesú amarillo. Se trata de un atuendo típico de Bretaña, la región donde Gauguin ha trabajado largas temporadas y donde su pintura ha sufrido un giro radical. Como si quisiera rendir homenaje a los campesinos bretones, aferrados a su lengua, a su fe católica, a sus inmemoriales tradiciones y supersticiones. En una carta a su amigo Schuffenecker, el pintor declara su pasión por esa tierra: «Usted es parisianista. Y a mí me va el campo. Amo Bretaña: encuentro aquí lo salvaje, lo primitivo. Cuando mis zuecos resuenan sobre este suelo de granito, oigo el tono sordo, mate y poderoso que busco en pintura...»4. Para confirmar su deseo de rusticidad, Gauguin ha elegido como soporte del cuadro una tela basta de yute, de gruesa textura.

Nadie sabe con certeza dónde ni en qué momento preciso se pintó este autorretrato; pudo ser en Bretaña, en la primavera de 1888, o más probablemente en Arles, en diciembre, en los últimos días que Gauguin pasó con Van Gogh en la casa amarilla5. «Vincent —escribía Gauguin— me llama algunas veces el hombre que viene de lejos y que irá lejos»6. En consonancia con ese destino errante, la imagen es de cualquier sitio y de ninguna parte. El paisaje que se entrevé por la ventana no pertenece ni a Bretaña ni a Provenza; el cielo brumoso, la montaña púrpura y los altos árboles recuerdan más bien los escenarios naturales de Martinica que Gauguin había pintado en 18877. Se trata de una evocación o un ensueño tropical que anuncia ya los paisajes de Tahití.

Como si toda la naturaleza exterior se reflejara en él, el rostro se tiñe de verde, está modelado en tonos verdes sobre el fondo verde de la pared. Se diría que el pintor se ha visto en el espejo como el green man, el hombre verde, ese personaje grotesco con la cara hecha de hojas que aparece en los rincones de las iglesias medievales, tallado en piedra o pintado en las vidrieras. Entre los cabellos del retratado, como una revelación, asoma una oreja puntiaguda que delata su naturaleza híbrida, entre humana y bestial. Es improbable que el pintor hubiera leído la novela de Nathaniel Hawthorne The marble faun, cuyo héroe era un hombre que se parecía al fauno de Praxíteles. Pero desde luego sí conocía el poema de Mallarmé L'après-midi d'un faune, subtitulado «Égloga», que el propio autor le dedicará años más tarde en la edición ilustrada por Manet, con las palabras: «Al salvaje y bibliófilo. Su amigo Stéphane Mallarmé»8. Gauguin dibujará el retrato de Mallarmé con estas mismas orejas puntiagudas.

Hay varias maneras posibles de describir la metamorfosis operada de un autorretrato al otro: como la transformación del pintor incipiente en artista consumado, del pequeño burgués en extravagante bohemio, del europeo civilizado en supuesto indígena de alguna región perdida. Pero se podría decir simplemente que el antiguo agente de Bolsa Paul Gauguin se ha convertido en un fauno.

Viaje a Arcadia

En los últimos días de diciembre de 1892, desde su exilio en Tahití, Gauguin describía a su amigo Daniel de Monfreid un cuadro que acababa de terminar y del que se sentía especialmente contento: «De modo excepcional, le he puesto un título francés: Pastorales tahitiennes, al no encontrar en canaco un título correspondiente»9. ¿Por qué la necesidad de una palabra europea para una pintura oceánica? No era la primera vez que el pintor utilizaba esa palabra. Años atrás, en 1889, había bautizado una estampa de la serie conocida como Suite Volpini con el título de Pastorales Martinique (cat. 79), evocando su viaje a las Antillas.

Esos títulos implican una paradoja. Gauguin ha pasado a la historia como arquetipo del Überläufer,, del tránsfuga cultural, del que huye de la civilización europea para refugiarse en una cultura distante y extraña. Ahora bien, en el momento en que ese fugitivo trata de nombrar su experiencia del tránsito hacia lo otro, acude a un concepto, el de lo pastoral, que viene de la antigüedad grecolatina y que encarna mejor que ninguno los valores clásicos de la tradición occidental. Los orígenes de lo pastoral, como se sabe, se remontan al siglo tercero antes de Cristo, cuando Teócrito escribió, para sus refinados lectores de Alejandría, sus Idilios, algunos de los cuales trataban de la vida de los pastores de Sicilia. Dos siglos después, Virgilio habría de consagrar el género en sus Bucólicas, donde él y sus amigos aparecían disfrazados de pastores. El ejemplo de Virgilio alimentó a partir del Renacimiento una floreciente tradición: Petrarca, Boccaccio, Agnolo Poliziano y sobre todo Jacopo Sannazaro, con su Arcadia de inmensa fortuna, y todavía Garcilaso de la Vega, Torquato Tasso.... En las églogas de estos poetas, la simplicidad ideal de la vida rústica se contrapone a la complejidad vana de la ciudad y la corte. El pastor es el hombre ingenuo y puro, libre de la ambición y la codicia, de la adulación y la envidia, de las intrigas y las corrupciones de la sociedad urbana o cortesana.

En pintura existe una tradición paralela de lo pastoral, tan abundante como en poesía. Una tradición que nace en la Venecia del Renacimiento, con Giorgione y Tiziano, y que se puede seguir a través de los Carracci y Domenichino, Poussin y Claudio de Lorena, Rubens y Rembrandt, hasta llegar a Watteau, Boucher o Fragonard10. ¿Y después? En el siglo XIX hay grandes nombres, como los de Constable, Corot o Puvis de Chavannes, que parecen confirmar la supervivencia del género bucólico. Pero ni siquiera esas figuras excepcionales pueden detener el irresistible proceso de decadencia que sufre lo pastoral desde el Romanticismo, en plena crisis del humanismo clásico y sus valores. En el paisaje y en la pintura de temas campesinos de mediados del siglo XIX, las frágiles convenciones de lo pastoral se derrumban ante los progresos del realismo, y los ideales bucólicos parecen caducos frente a los nuevos intereses científicos e ideológicos, como la documentación etnográfica, la exaltación patriótica o el afán de redención social...

La pastoral de lo primitivo

Pero lo pastoral, que hacia 1850 parecía condenado a la extinción, conocerá una inesperada resurrección en la modernidad. En 1946, el crítico Clement Greenberg observaba: «Lo que caracteriza a la pintura en la línea de Manet a Mondrian —así como a la poesía desde Verlaine pasando por Mallarmé hasta Apollinaire y Wallace Stevens— es su talante pastoral»11. Greenberg enunciaba esa tesis para condenar enseguida la deriva del arte del siglo XX, que a partir de cierto momento se había apartado de sus orígenes pastorales, entregándose a lo barroco, a la expresión de la violencia emocional. El abandono de lo pastoral se identifica para Greenberg con la crisis del arte de vanguardia. Lo pastoral implica dos condiciones, dos actitudes complementarias: por una parte, el descontento con los modos dominantes en los centros de la sociedad, y por otra, la fe en la estabilidad de esa misma sociedad. «Huimos hacia los pastores de las controversias que agitan la plaza del mercado. Pero esta huida —que tiene lugar en el arte— depende inevitablemente de la sensación de que la sociedad que hemos dejado atrás continuará protegiendo y manteniendo al fugitivo, al margen de las diferencias que éste pueda tener con ella»12. La «seguridad pastoral» simboliza para Greenberg la necesaria relación entre la autonomía del arte y la continuidad de la sociedad burguesa, que las guerras y revoluciones del siglo XX han puesto en peligro.

Sin mencionar a Greenberg, Lawrence Gowing ha vuelto a plantear y ha precisado esa asociación entre lo pastoral y los orígenes de la modernidad en el arte europeo. Gowing sostiene que el ideal arcádico, después de décadas de olvido, fue resucitado por «los talentos inconformistas que buscaban una alternativa prometedora a las reliquias del realismo impresionista en la década de 1880»13. La tradición pastoral se convirtió en fuente de inspiración para los maestros del Postimpresionismo: para Gauguin, para Seurat, e incluso para Matisse, pues según Gowing, fue el ideal pastoral lo que impidió que el «proto-fauvismo» de Matisse en la década de 1890 se convirtiera en un «proto-expresionismo completamente confuso». En cuanto a Gauguin, Gowing afirma que se fue a pintar a Bretaña llamado por la tradición pastoral, y que renovó dicha tradición bajo una nueva forma, «la pastoral de lo primitivo» (the pastoral of the primitive), que se prolongaría en el siglo XX14.

Esa fórmula de Gowing, «la pastoral de lo primitivo», nos permitiría entender la peregrinación del artista a Bretaña, a Martinica, incluso a Tahití y a las islas de los caníbales, las Marquesas, no ya como producto de una peculiar psicología individual, sino como una posibilidad inscrita desde siempre en la tradición occidental. Las palabras de Gauguin cuando anuncia su anhelo de «desaparecer en los bosques en una isla de Oceanía para vivir allí de éxtasis, de calma y de arte»15 no son meras ocurrencias de un excéntrico, sino la realización literal, demasiado literal quizá, del tópico del valle de Tempe, el locus amoenus situado en medio de un bosque salvaje, descrito tantas veces desde el célebre idilio sobre los Dióscuros de Teócrito. Adscribir a Gauguin a la tradición de lo pastoral haría posible una nueva lectura del «primitivismo» que trascendiera los estereotipos románticos de que ha vivido la literatura sobre el artista desde hace un siglo.

Uno de los indicios más sorprendentes de la continuidad entre la tradición pastoral clásica y el primitivismo de Gauguin se encuentra en sus comentarios sobre la obra de Corot. Sabemos que Gauguin encontró en Corot su primera referencia cuando comenzó a pintar hacia 1873. Pero mucho después de haber abandonado la emulación superficial de su estilo, Corot seguiría siendo para él un modelo en un sentido más íntimo, más profundo. En diciembre de 1888, cuando había consumado ya el giro decisivo, la ruptura con el Impresionismo y con toda la tradición del arte europeo desde el Renacimiento, Gauguin se conmovía recordando a Corot. No precisamente a un Corot precursor del Realismo y el Impresionismo, sino al pintor helenizante y virgiliano, al pintor de ninfas que los críticos avanzados repudiaban. «En un paisaje de Corot —escribía Gauguin— hay árboles, hiedras, aguas límpidas donde las ninfas vienen a bañarse a su gusto... Las ninfas de Corot danzan como ninfas y no como mortales de hoy. Todo crece con serenidad y recogimiento y las aguas profundas no han ahogado nunca a nadie. Toda el alma de Corot ha pasado a sus paisajes; el aire respira bondad, mientras que sus esbeltos troncos de árbol respiran gracia y nobleza. Él ha comprendido a Grecia con sus gozos sacados de la naturaleza»16.

La evocación de las ninfas de Corot retornará más tarde en un pasaje de Avant et Après, la autobiografía que Gauguin escribió al final de su vida y dejó entre sus papeles inéditos. Se trata del fragmento que comienza con una confesión muy célebre: «Algunas veces me he remontado muy atrás, más allá de los caballos del Partenón... hasta el dada de mi infancia, el buen caballo de madera». Pero al citar esa frase, siempre se omite lo que viene a continuación: «Me he demorado en las ninfas de Corot danzando en los bosques sagrados de Ville d'Avray»17. De alguna manera oscura, estas ninfas estaban vinculadas para Gauguin con su esfuerzo regresivo hacia los orígenes de la expresión artística. Por eso no nos extraña volver a encontrarlas una tercera vez, en otro pasaje de Avant et Après, confundidas con los versos de L'après-midi d'un faune y con las vivencias de Oceanía: «Estas ninfas quisiera perpetuarlas... y las ha perpetuado, este adorable Mallarmé; alegres, vigilantes de amor, de carne y de vida, cerca de la hiedra que enlaza en Ville-d'Avray los grandes robles de Corot, de tonos dorados, de olor animal, penetrantes; sabores tropicales aquí como en otra parte, de todos los tiempos, hasta en la eternidad»18.

Un itinerario

Nuestra exposición abarca la trayectoria de Gauguin desde el punto en que se convierte en pintor profesional hasta su partida para Tahití en abril de 1891. En el momento de la emigración a los Mares del Sur, la evolución estilística e ideológica de Gauguin está virtualmente concluida. Y es en el periodo anterior, en esos siete años decisivos comprendidos entre 1884 y 1890, donde podemos asistir a la laboriosa digestión de las influencias, a la cristalización del estilo, a los progresos de la recherche primitivista y a la maduración del Sintetismo como una concepción pictórica paralela a la poética del Simbolismo.

Ese periodo constituye un ciclo coherente, que tiene sus orígenes, su desarrollo y su desenlace. Los capítulos sucesivos de nuestra exposición siguen el itinerario de Gauguin a través de sus encuentros con los artistas contemporáneos que contribuyeron a configurar su estilo y su pensamiento, especialmente cinco grandes nombres: Pissarro, Cézanne, Degas, Émile Bernard, Vincent Van Gogh. El trabajo bajo la tutela de Camille Pissarro, en el círculo de Pontoise, sitúa a Gauguin en el camino de regreso desde la vida urbana hacia el mundo rural. Con su nuevo sentido de la composición del cuadro, con su factura estructurada y su caligrafía decorativa, Cézanne representa el primer modelo para trascender el Impresionismo. Con Degas, Gauguin vuelve a aprender el dibujo de la figura, las deformaciones a que hay que someter la anatomía humana para inscribirla en el espacio del cuadro. Otros artistas más jóvenes, como Émile Bernard y Vincent Van Gogh, le ayudarán a definir su ruptura definitiva con el Impresionismo y a forjar un nuevo paradigma artístico.

A través de estos encuentros va cobrando forma «la pastoral de lo primitivo». La definición irónica y maliciosa del Dr. Johnson, que caracterizaba lo pastoral como «una decadente afectación de crudeza»19, podría servir para entender los pasos de Gauguin. La tradición retórica y poética prescribía, para los temas bucólicos, un estilo despojado, desnudo: pastorali vitae convenit stilus humilis. Para representar la Arcadia que encarnan las campesinas bretonas o las negras de Martinica (como más tarde las tahitianas), Gauguin necesita un estilo simple, lo que para un artista de finales del siglo XIX sólo puede significar un estilo simplificado. El primitivismo es la tendencia hacia una segunda inocencia, el camino hacia una ingenuidad no natural, sino reconquistada. La rusticidad, la tosquedad sólo se logra desaprendiendo muchas cosas, desde el ilusionismo fotográfico de ciertos realistas hasta el virtuosismo de la pincelada de algunos impresionistas. Gauguin irá construyendo su stilus humilis no sólo con la ayuda de sus contemporáneos, sino también a partir de la pintura bizantina, la escultura románica, los primitivos del Renacimiento, las estampas japonesas, los calvarios bretones, los relieves de los templos de Java. Como irá explorando los materiales y técnicas arcaizantes que necesita: la pintura a la cera, las preparaciones no oleosas y las superficies sin barnizar, la cerámica esmaltada, la talla en madera20.

La «pastoral de lo primitivo», que germina en Gauguin entre 1884 y 1885 y se desarrolla en la pintura de Martinica y Bretaña entre 1886 y 1888, experimentará una crisis hacia 1889-1890. Del intento de empatía con el mundo primitivo de Bretaña nace una pintura antinaturalista y visionaria que se vincula al Simbolismo literario; pero precisamente ese surnaturalisme (para utilizar el término de Baudelaire) terminará por enturbiar la pureza del modo pastoral. En Bretaña, como en Martinica, Gauguin había creído descubrir un mundo de una perfecta inocencia, un ámbito prelapsario, anterior a la Caída. Pero desde 1888, con la entrada en escena de los temas e ideales cristianos, las nociones del mal y la culpa pervierten la inocencia edénica. La inspiración pastoral regresará más tarde en la obra tahitiana de Gauguin, pero alterada en el fondo por aquella grave crisis.

  1. El círculo de Pissarro.
  2. Paisaje y arabesco.
  3. El desnudo y la danza.
  4. La visión.
  5. Eva y los dioses.
  6. La estela de Gauguin: de Pont-Aven a los Nabis.
  7. Notas.