1. El círculo de Pissarro

En un dibujo humorístico realizado muchos años después, Georges Manzana, uno de los hijos de Pissarro, evocó el alegre picnic de un grupo de pintores a orillas de un río en el verano de 1881: sentado en el centro, el patriarca del grupo, Camille Pissarro; junto a él, Armand Guillaumin y Paul Gauguin; un poco más allá, pintando ante el caballete, Paul Cézanne, y su mujer cocinando en un fuego improvisado. Aunque la escena no tuviera lugar exactamente así, sabemos que sus protagonistas trabajaron juntos aquel verano en las riberas del Oise, en el mejor momento de la pequeña colonia de artistas formada en torno a la casa de Pissarro en Pontoise.

Pissarro fue el único maestro, quiero decir el único pedagogo del grupo impresionista; lo fue porque siempre estuvo dispuesto a aprender de artistas más jóvenes que él. Así sucedió con Cézanne, con quien trabajó intermitentemente durante casi una década, lo mismo que con Seurat y sus amigos Signac y Luce, a quienes se unió en el grupo Neoimpresionista; Pissarro ayudó a Vincent Van Gogh a aclimatarse al Impresionismo y en sus últimos años todavía llegó a tiempo de dar algunos consejos útiles al joven Henri Matisse. En cuanto a Gauguin, muchos años después de su ruptura personal con el viejo patriarca, reconocía así su deuda con él: «Si se examina el arte de Pissarro en su conjunto, pese a sus fluctuaciones [...] se encuentra no solamente una excesiva voluntad artística que no se desmiente jamás, sino también un arte esencialmente intuitivo de bella raza. [...] ¡Ha mirado a todo el mundo, decís! ¿Y por qué no? Todo el mundo le ha mirado también pero reniega de él. Fue uno de mis maestros y yo no reniego de él»21.

Si Gauguin descubrió la pintura como un puro autodidacto, Pissarro fue quien más le ayudó a convertirse en pintor de verdad. Era el guía ideal para iniciarle en esa tradición pastoral que Gauguin había intuido antes en la obra de Corot. En contraste con Degas o Renoir, artistas esencialmente urbanos, o incluso con Monet y Sisley, paisajistas que conservaban la mirada del habitante de la ciudad, Pissarro era el impresionista más interesado por la vida rural. Mientras Monet frecuentaba las playas de Normandía pobladas de veraneantes o los recodos del Sena visitados por domingueros parisienses, Pissarro prefería los huertos y los caminos de aldea. Su mirada, sin embargo, se apartaba de la retórica del pintor de campesinos por antonomasia, Millet. «Muy lejos de expresar el alma y la vida de los campesinos como hizo Millet [...] —escribe Maurice Denis— [Pissarro] los observa con la curiosidad de un Gauguin ávido de exotismo»22. Siguiendo a Denis, podemos jugar a invertir los papeles de maestro y discípulo, interpretando a Pissarro desde Gauguin. Como Gauguin después, Pissarro llegará a experimentar la ilusión de volverse un poco campesino y un poco primitivo: «Yo soy de temperamento rústico, melancólico, de aspecto grosero y salvaje, y sólo a la larga puedo agradar»23. Igual que Gauguin, Pissarro se ha criado lejos de Europa, en los trópicos, y tiene un origen racial mezclado. Y anticipando a Gauguin, Pissarro busca sus modelos también fuera de la tradición occidental, en el arte de otras culturas, como demuestra cuando le recomienda a su hijo: «Mira los persas, los chinos, los japoneses, forma tu gusto con los hombres verdaderamente fuertes, hay que ir siempre a la fuente: en pintura los primitivos, en escultura los egipcios, en miniatura los persas»24.

Gauguin trabajó con Pissarro en Pontoise en 1881, en 1882 y por última vez en el verano de 1883; a finales de aquel año decidió consagrarse a la pintura y en enero de 1884 se fue a vivir con su familia a Rouen, donde esperaba encontrar coleccionistas adinerados. Así comenzó su primera época verdaderamente productiva. Por entonces todavía se sentía inseguro de su ejecución, de su técnica pictórica, y aceptaba las correcciones y sugerencias que Pissarro le proponía, tal como acredita alguna carta de entonces25. Entre la obra de Gauguin en Rouen y la de Pissarro en Pontoise puede establecerse un paralelismo riguroso. El trabajo de Pissarro en Pontoise se mueve en la línea divisoria entre lo rural y lo urbano, una frontera que años después se volverá más nítida. Lo mismo sucede con la obra de Gauguin en Rouen. Los dos pintores se interesan por las transiciones, por los pasajes entre las zonas habitadas y la naturaleza, entre la arquitectura y la vegetación, como el río y los puentes, los huertos y sobre todo los caminos, que constituyen quizá el motivo central de sus paisajes. Las pequeñas figuras siempre aparecen en la calle o en la carretera, yendo y viniendo, siempre en movimiento desde la ciudad hacia el campo o del campo a la ciudad.

Tanto Calle del Hermitage en Pontoise (cat. 3), 1875 de Pissarro como La calle Jouvenet, en Rouen, 1884 (cat. 4), de Gauguin describen una perspectiva familiar para el artista, en el entorno de su propia casa. En ambos casos, la luz de las calles transversales establece un ritmo pausado, andante, hacia la distancia. Y allí, al fondo, la zona urbanizada se encuentra con un horizonte de vegetación: la naturaleza envuelve a la arquitectura. De todas formas, el caso más frecuente es precisamente el inverso: que las casas sean desplazadas hacia el fondo. Pissarro pintó su Campo de coles, 1873 (cat. 5), en un paraje de Pontoise conocido como «le Chou» («la Col»). En este paisaje otoñal, sólo las pequeñas figuras, apenas visibles, de tres campesinos pueblan lo que parece una perfecta soledad bucólica. Pero a través de la cortina de árboles se pueden entrever las casas del pueblo sobre la colina. Esta ambigüedad parece aún más deliberada en Calle en Rouen, 1884 (cat. 6), un cuadro de Gauguin que pudo exhibirse (aunque no hay certeza de ello) en la octava exposición impresionista de 1886, y que produce la impresión de un paisaje puramente campestre. Pero se trata en realidad de la imagen de un descampado dentro del territorio urbano: los árboles de la derecha eran los de un cementerio cercano a la casa del artista26. En Pissarro y Gauguin podemos seguir paralelamente estas perspectivas cambiantes, este juego del escondite que consiste en mirar al campo desde la ciudad y (no) mirar a la ciudad desde el campo.

La fórmula de Cézanne

Entre los asiduos del círculo de Pissarro, Cézanne fue la presencia más evasiva para Gauguin (no subsiste correspondencia entre ellos ni indicio alguno de que llegaran a ser amigos), pero también la más decisiva. El Cézanne que Gauguin conoció en 1881 en Pontoise le llevaba diez años y mucha ventaja en la maduración de un estilo propio. Gauguin codiciaba su fórmula secreta, como le decía bromeando a Pissarro en junio de 1881: «El señor Césanne [sic] ¿ha encontrado la fórmula exacta de una obra admitida por todo el mundo? Si él descubriera la receta para comprimir la expresión exagerada de todas sus sensaciones en un solo y único procedimiento, le ruego a usted que trate de hacerle hablar durante el sueño, administrándole una de esas drogas misteriosas y homeopáticas y venga lo antes posible a París para informarnos»27. Los discípulos de Gauguin han contado cómo a veces, al ponerse a trabajar, el pintor solía decir: «Vamos a hacer un Cézanne»28. No es extraño que todo esto estimulara las inclinaciones paranoicas de Cézanne, la sensación de verse perseguido y expoliado; en sus últimos años siempre repetía aquella frase: «Yo no tenía más que una pequeña sensación, ¡Monsieur Gauguin me la ha robado!»29.

Lo que Gauguin envidiaba en Cézanne era ante todo el hallazgo de un método para superar el Impresionismo, que por entonces ya comenzaba a degenerar en un manierismo. Un día de julio de 1884, Gauguin visitó la exposición en la galería de Durand-Ruel de veintitantas obras de Monet, realizadas en su mayoría en Bordighera entre enero y abril de aquel año. Y a pesar de reconocer las «grandes cualidades» de Monet, aun admirando su ejecución «asombrosa», la delectación del artista en esa brillantez de ejecución le pareció una vía peligrosa. Como un antídoto de aquella impresión, al salir de Durand-Ruel, Gauguin pasó por la tienda del Père Tanguy y allí descubrió fascinado cuatro cuadros de Cézanne pintados en Pontoise: «maravillas de un arte esencialmente puro y que uno no se cansa de mirar»30.

Cuando se habla de la influencia de Cézanne sobre Gauguin se suele destacar rasgos como la pincelada ordenada en líneas paralelas verticales o diagonales y la simplificación geométrica de los contornos de los objetos. Pero lo que Gauguin aprende de Cézanne no se puede reducir a eso. El gran tema de una naturaleza muerta cézanniana de Gauguin como El tazón blanco, 1886 (cat. 11), es un barroco juego de equívocos entre apariencia y realidad. Los estampados del papel pintado del fondo que tan a menudo aparecen en Cézanne, por ejemplo en su Frutero, plato y manzana, 1879-1880 (cat. 13), le sirven a Gauguin para crear una especie de danza entre las flores del jarrón, su imagen en el espejo y las flores del papel pintado. Las flores reales están en la frontera entre dos ilusiones: el reflejo a un lado y el papel pintado al otro. Como si Gauguin estuviera pensando en la sustancia y en los límites del ilusionismo pictórico.

El papel pintado vuelve a escena también en algunos retratos de la misma época. La hija del patrón, 1886 (cat. 9), si su título tradicional no nos engaña, debe de ser el retrato de la hija del director de la empresa de publicidad callejera en la cual se vio obligado a trabajar Gauguin en el invierno de 1885-1886 para paliar su desesperada situación económica. Entre las flores frías, verdosas, del papel pintado, y el rojo intenso de la pañoleta, que exalta a su vez el rojo de los labios, se establece una especie de contrapunto cosmético que anima el rostro de la retratada. Las flores esbozadas, como los rizos que le caen sobre la frente, prestan un toque de coquetería a esta muchacha, que a pesar de su falta de belleza, mira y sonríe al espectador con cierto deseo de seducir. Entre esta retórica de la seducción y la sobriedad de los retratos de Madame Cézanne, con sus ojos inexpresivos y su mutismo de máscara, media una distancia abismal.

Pero hay otros retratos donde la afinidad con Cézanne es mucho más profunda. El Retrato de Clovis (cat. 10) debió de ejecutarse también en el invierno de 1885-1886, que Gauguin pasó en París con su hijo Clovis, de seis años, al que se había traído consigo de Dinamarca. Las cartas del pintor a su mujer son un testimonio conmovedor de la vida miserable que llevaron padre e hijo durante aquellos meses, viviendo en una casa sin muebles, cenando a veces sólo un poco de pan con embutido. Las cartas describen la tristeza del niño, que pregunta cuándo va a venir su madre, y que se acostumbra a jugar solo en un rincón para no molestar a su padre; relatan cómo Clovis cae enfermo y Gauguin tiene que buscar trabajo desesperadamente. Todos esos detalles emotivos brillan por su ausencia en el cuadro. Gauguin abandona aquí decididamente el retrato psicológico que ha dominado el siglo XIX y reformula el género sobre la base de valores puramente plásticos. Su Clovis parece seguir de cerca un retrato de Cézanne de su hijo Paul (El hijo del artista en el sillón rojo, 1881-1882); como Cézanne, Gauguin simplifica el dibujo y presta a la figura un carácter hierático y monumental. La legibilidad de los rasgos se acentúa a costa del parecido, aumentando la nariz y la separación de los ojos, exagerando el vigor de las manos y el volumen de la cabeza, tan rotunda como si estuviera tallada en piedra. Y si en el retrato del hijo de Cézanne se establecía un contraste entre las curvas contiguas de la cabeza y el sillón, Gauguin encuentra el contrapunto para la cabeza de Clovis en ese cesto de flores que no es un cesto de flores real, sino un remate decorativo de la escalera: un bouquet tan petrificado como la propia cabeza del niño31.