5. Eva y los dioses

Hay un detalle de la Visión del sermón que merece un comentario por sus implicaciones en la trama simbólica del cuadro. Dos siluetas de perfil flanquean el grupo de las mujeres en primer término como si fueran una pareja de donantes: a la derecha, un sacerdote, y a la izquierda, una bretona destacada entre las demás visionarias. Ziva Amishai-Maisels ha sostenido con argumentos convincentes que la figura del cura es un autorretrato de Gauguin, mientras que la mujer representaría a Madeleine Bernard81. Madeleine, hermana de Émile Bernard, había llegado con su madre a Pont-Aven hacia el 14 de agosto de 1888. Tenía entonces 17 años, los ojos azules y el cabello rubio, la mirada inteligente y expresiva. La «muy bella y muy mística» Madeleine, como la describe su hermano, se enamoró de Bretaña; le gustaba vestirse con el traje tradicional de Pont-Aven e ir a rezar en la iglesia del pueblo. «Naturalmente Gauguin —continúa Bernard— consolado por mi hermana, que tenía un verdadero carácter de santa y de artista, se enamoró de ella y pensó en raptarla; pero mi padre se interpuso a tiempo»82. Después de que M. Bernard pusiera fin a la relación, Gauguin le escribiría a Madeleine un par de cartas donde su pasión se sublima en el ofrecimiento de una amistad puramente espiritual. Por todo esto, no tiene nada de extraño que la figura de Madeleine fuera incluida en la Visión junto a la del artista, enmarcando el combate simbólico con una especie de matrimonio místico.

La presencia de esas dos figuras en la Visión abre una perspectiva sobre la obra posterior de Gauguin. La inclusión del propio artista en el cuadro anticipa toda una serie de pinturas donde Gauguin combinará su autorretrato con la iconografía religiosa; efigies en las que se presenta disfrazado de Redentor o de Tentador, de Mesías o de Anticristo, poniendo en pie una mitología personal a su medida. Por otra parte, la figura de Madeleine, más allá de la anécdota biográfica, señala el nuevo papel reservado a la mujer en la «vía simbólica» que Gauguin ha emprendido. Si su pintura ya estaba dominada por las figuras femeninas, a partir de la Visión la mujer será la intercesora a través de la cual se entabla relación con lo sagrado, ya sea en su forma divina o demoníaca.

Perversidad e ironía

Durante las semanas decisivas del verano de 1888, Gauguin y Bernard retrataron juntos a Madeleine. Bernard la pintó yacente en tierra, en actitud contemplativa y soñadora (cat. 55), y en un retrato más convencional de medio cuerpo (cat. 54); en ambos cuadros incluyó un fragmento del Bois d'Amour trocado en bosquecillo sagrado, un tema muy caro a los simbolistas y en perfecta consonancia con las tendencias místicas de la muchacha. Pero el retrato que Gauguin pintó de Madeleine encerraba sugerencias muy distintas. Sus ojos almendrados, la mirada de soslayo, la sonrisa insinuante y sobre todo esa oreja puntiaguda, de faunesa, que ya hemos comentado en un autorretrato de Gauguin, no la caracterizan como la joven ingenua y espiritual que era según Bernard, sino como una astuta seductora, como una criatura un poco perversa.

La perversidad que Gauguin atribuye a Madeleine puede emparentarse sin duda con la fascinación de la literatura y el arte simbolista por la imagen de la femme fatale. Pero, más allá de ningún contenido moral determinado, lo perverso es la expresión de un giro en el imaginario de Gauguin, que en su nueva «vía simbólica», se dispone a explotar sistemáticamente el tropo de la ironía, utilizando la antífrasis, la inversión del sentido literal o habitual de las imágenes. La misma ironía que Gauguin despliega en su confrontación con Bernard volverá a manifestarse en su diálogo pictórico con Van Gogh, durante los meses que pasaron juntos en Arles, y de nuevo a propósito de un retrato femenino. Marie Ginoux, mujer del propietario del Café de la Gare (donde Van Gogh había vivido en una habitación alquilada entre los meses de mayo y septiembre) accedió a ser retratada por los dos artistas, y un día de comienzos de noviembre se presentó en la casa amarilla vestida con su traje tradicional de arlesiana. Durante la hora en que posó para ellos, Van Gogh pintó un estudio al óleo rápido y descuidado. Poco después crearía una segunda versión del tema, más elaborada, que es la que nos interesa aquí. La silueta de La arlesiana (cat. 51), con sus contornos cóncavos, revela la influencia tanto de las estampas japonesas como de los vestidos típicos de las bretonas en la Visión del sermón. Sobre la mesa aparecen unos libros, unas novelas, accesorio habitual en la pintura de Vincent, que simbolizan las preocupaciones espirituales de la época moderna. La Madame Ginoux de Van Gogh, con la mano en la mejilla y la mirada perdida, encarna el alma melancólica y atormentada de una mujer moderna.

En contraste con la seriedad de ese retrato, el dibujo que Gauguin realizó al mismo tiempo le presta a la arlesiana un cierto encanto insinuante (cat. 50). Ese dibujo no estaba pensado como una obra autónoma, sino como uno de esos documentos que el artista utilizaba en sus composiciones. Gauguin lo injertó en un cuadro que representaba el mismo café nocturno que Van Gogh había pintado ya, pero «con figuras vistas en los burdeles»83. En esta pintura, la expresión de Madame Ginoux ha sido sutilmente modificada y ostenta una sonrisa enigmática y maliciosa. Dominando la escena como patrona, aparece envuelta en las volutas de humo que materializan la atmósfera turbia y sórdida del local. Detrás de ella, en las otras mesas, aparecen algunos de los vecinos de Arles a los que Van Gogh había retratado, como el teniente Milliet o el famoso M. Roulin, sentado en compañía de tres prostitutas. Una vez más, la perversidad moral no es sino el efecto de la ironía, capaz de subvertir, mediante un cambio a veces mínimo en una figura o su contexto, el sentido de cualquier imagen.

En la época de Arles, la ironía de Gauguin se dirige ante todo contra el entusiasmo y el optimismo ingenuo de Vincent, pero también, oblicuamente, contra el mundo bucólico que el propio Gauguin se había construido en Bretaña, proyectando sobre su claridad luminosa un denso tejido de sombras: enigmas, sospechas, amenazas. En el cuadro Los árboles azules (cat. 43), la combinación de troncos azules y cielo amarillo nos remite a un cuadro de Van Gogh, Hojas caídas (Les Alyscamps), 1888, que decoraba el dormitorio de Gauguin en la casa amarilla. Pero mientras que Vincent utilizaba sus árboles para enmarcar a una pareja de enamorados, Gauguin se sirve de ellos como escenario de una relación incierta, turbia84. La misteriosa pareja que ha pintado semioculta entre los árboles está formada por un obrero de gorra y blusón azul, que aparece con las manos en los bolsillos y las piernas separadas, y una pequeña arlesiana que pasa un poco encorvada, como escabulléndose. La sensación inquietante que la escena produce se confirma en el título que Gauguin le puso al cuadro cuando fue expuesto en Bruselas en febrero de 1889: Vous ypasserez la belle («Ya te tocará, bonita»).

La revisión irónica de los tópicos pastorales puede adoptar tonos muy diversos. Las lavanderas (cat. 42) fue la segunda tela que Gauguin dedicó a un tema que del que ya se había ocupado Van Gogh. Y a partir de un pretexto inocente, inofensivo, se deleitó en crear una composición casi indescifrable, cuajada de enigmas visuales y narrativos. Sobre la mujer que lava se cierne inquietante la figura encorvada de una vieja, que proyecta una gran sombra animada por una vida propia. En primer término, como si fuera su animal familiar, una cabra. La vieja se encuentra en el origen de toda una serie de siluetas encapuchadas, que culminarán en los tupapaus, los terroríficos aparecidos de la pintura de Gauguin en Tahití. ¿Qué conjuro mágico prepara esa figura? El pintor Daniel de Monfreid, uno de los últimos amigos íntimos de Gauguin, escribió simplemente sobre el cuadro: «No hay tema en esta tela, pero los colores tocan una fanfarria poderosa, y las figuras, en su dibujo simplificado, resultan tan poco humanas que parecen venidas de otro mundo misterioso y terrible»85.

El propio Van Gogh veía también la personalidad artística de Gauguin envuelta en un aura de misterio. A finales de noviembre de 1888, el pintor holandés acometía dos naturalezas muertas que debían funcionar como sendos retratos simbólicos de sí mismo y su camarada, usando un viejo símbolo por el que sentía un singular apego: la silla vacía. La silla de Van Gogh, con sus patas y su respaldo rectos y el único accesorio de la pipa y el tabaco, pretendía sugerir un carácter sencillo, tosco, viril. En contraste con ella, la butaca de Gauguin (cat. 49) (que Van Gogh había adquirido expresamente para él) está formada toda ella por líneas curvas y envolventes. Unas curvas que debían armonizar con el cuarto de Gauguin, que Vincent había querido decorar como «el tocador de una mujer realmente artística»86. Sobre su asiento reposan dos novelas, símbolo de los recursos poéticos de los que Vicent consideraba maestro a Gauguin. En contraste con la claridad diurna que inunda la silla de Van Gogh, en el cuadro de la butaca de Gauguin, la vela encendida y la lámpara de la pared determinan un ambiente nocturno. Y la gama de verdes y rojos asimila la atmósfera a la de otra pintura de Van Gogh, su Café de noche, que pretendía evocar las criaturas y las pasiones de la noche.

Interludio: la Suite Volpini

De regreso en París, concluida su aventura arlesiana en la Navidad de 1888, Gauguin ejecutó una serie de estampas mediante la técnica de la zincografía, que Émile Bernard había ensayado ya meses atrás. El álbum se presentaría en la exposición que Gauguin y sus amigos organizaron en primavera en el Café des Arts (propiedad de un tal Volpini), dentro del recinto de la Exposición Universal de 1889, bajo el título «Exposición de pintura del grupo Impresionista y Sintetista». La Suite Volpini, donde se reúnen escenas de Bretaña, Martinica y Arles, siempre ha desconcertado a los estudiosos por su aparente falta de unidad temática. Para Caroline Boyle-Turner, la suite es un muestrario de diversos temas tomados de obras anteriores, una suerte de «escaparate» que Gauguin diseñó para vender sus pinturas recientes87. Como hilo conductor del conjunto, Boyle-Turner sólo se aventura a sugerir algo muy vago: «la idea de que la gente es un reflejo de su entorno»88. Por su parte, Richard Brettell ha subrayado aquellos aspectos de la Suite Volpini que se apartan de un proyecto meramente reproductivo y comercial. Brettell aduce que las estampas no se basan literalmente en pinturas anteriores (salvo en un par de casos), sino que son reinterpretaciones muy libres. A la hora de sugerir una interpretación unificada de toda la suite, Brettell no se arriesga tampoco, limitándose a un sugerente inventario: «imágenes de transgresión, crecimiento, desnudez, adolescencia, vejez, oración, desesperada limpieza, y del paraíso arruinado. En cada nivel, el mundo representado queda comprometido por la duda, y la cubierta de Gauguin manifiesta esa duda de una manera muy consciente»89. Más recientemente, Douglas Druick y Peter Kort Zegers han resumido la serie de estampas en los problemas de «la sexualidad, el bien y el mal, la inocencia y la culpa»90.

Si es posible ir más allá de estas enumeraciones y proponer una interpretación unificada del álbum Volpini, diríamos que la suite no es otra cosa que un compendio del mundo pastoral y su caída. Dejando por ahora de lado la cubierta, las otras diez imágenes que integran el álbum se distribuyen claramente en dos grupos iguales y simétricos, cada uno de cinco imágenes. El primero de ellos, formado por tres estampas de Bretaña (Placeres de Bretaña, Bañistas bretonas, Bretonas junto a una cerca) y dos de Martinica (Pastorales Martinica y Cigarras y hormigas), está dedicado aparentemente a la exaltación de la vida bucólica. El otro grupo reúne cinco imágenes misteriosas, sombrías o trágicas que serían como el reverso o la cara oscura de lo pastoral: las dos estampas dedicadas a Los dramas del mar en Bretaña, y las tres de temas arlesianos: Solteronas de Arles, Las lavanderas y Miserias humanas.

Así pues, la Suite Volpini plasmaría la dialéctica de lo pastoral y lo antipastoral, el idilio y lo trágico. Ahora bien, la complejidad magistral de la serie no se agota en esta primera ojeada, y de nuevo hay que contar con los recursos de la ironía gauguiniana. En el grupo de estampas positivas, el artista introduce unas sutiles alteraciones con respecto a las pinturas originales, trastocando su sentido. Por ejemplo, en Placeres de Bretaña (cat. 72), las dos muchachas que danzan, tomadas de La ronda de las niñas bretonas, han cambiado drásticamente de aspecto: parecen llevar unas máscaras que las convierten en criaturas monstruosamente primitivas, casi precursoras de las Demoiselles d'Avignon. En Bañistas Bretonas (cat. 73), la figura de la mujer que entra en el agua, extraída del cuadro Dos bañistas, se recorta ahora contra el fondo de una ominosa nube negra, como una gran humareda. En Cigarras y hormigas (cat. 80), la fábula moralizante que contrapone el ocio y el trabajo corrompe la pureza del ambiente.

En fin, la estampa de la cubierta (un diseño para un plato singularizado por el tratamiento con acuarela y gouache) (cat. 71) resume en una especie de emblema las paradojas del álbum entero. La imagen, aparentemente sencilla, condensa en realidad un complejo proceso de elaboración iconográfica con tres momentos distintos. El primer estadio, subyacente en la imagen, sería la representación de una joven campesina acompañada por una oca, un motivo característico de la pintura de escenas bretonas. En un segundo momento, ese motivo pastoral se transforma en la escena mitológica de Leda y el cisne (con dos pequeños cisnes incluidos como alusión a los Dióscuros). Pero el encadenamiento no se detiene ahí: la elegante curva del cuello del cisne nos remite a una pequeña culebrilla que serpentea por el borde del tondo. Es la serpiente bíblica, cuya irrupción (completada por la de una manzana) convierte a Leda en Eva, y la erótica imagen pagana, en icono cristiano de la Caída. El sentido irónico y perverso de la transformación se subraya con la divisa (escrita en espejo) de la Orden de la Jarretera: «Homis [sic] soit qui mal y pense», es decir, «malhaya quien mal piense» o «vergüenza para quien piense mal».

Eva

Precisamente la imagen de Eva en la encrucijada de la Tentación, será el pivote sobre el cual girará buena parte de la obra de Gauguin en 1889, como la verdadera cifra de la crisis de lo pastoral. Una de las obras más interesantes expuestas en la exposición del café Volpini era un pequeño pastel que representaba a Eva bajo el árbol de la ciencia y la serpiente, con una inscripción en créole, la lengua de los negros de Martinica: Pas écouter li li menteur («no escuches al mentiroso»). La figura de esa Eva bretona procedía de una «pobre desolada» (como la llama Gauguin) que en el cuadro Miserias humanas, pintado en Arles, aparece con la cabeza apoyada en las manos en medio de los trabajos de la vendimia91. Si esa figura representaba, como todo parece indicar, a una campesina seducida y abandonada, en su Eva Bretona Gauguin ha decidido elevar la anécdota costumbrista a la dignidad atemporal del mito. Y las manos en las mejillas de Miserias humanas se han contaminado con la postura fetal de una momia peruana que el artista había visto en París, en el Museo etnológico del Trocadero. Así modificada, como un símbolo del vínculo entre la tentación, el pecado y la muerte, la imagen reaparecería en el cuadro La vida y la muerte, 1889 (cat. 63).

Diversos indicios vinculan La vida y la muerte con otra pintura coetánea, que se tituló primero En las olas y en una ocasión posterior se expuso como Un cuadro (Ondina) (cat. 57). La importancia singular de esta pintura para Gauguin se puede apreciar en que la eligió como fondo para un autorretrato pintado el mismo año (cat. 56). En las olas se ha relacionado con desnudos de Degas y de Delacroix, pero si hubiera que buscar un único precedente para ella, sería la figura de una de las nereidas que reciben la nave en el Desembarco de María de Medicis, de Rubens. Claro que los volúmenes poderosos de la espalda rubensiana han sufrido una suerte de aplastamiento, convirtiéndose en un silueta laminada contra el dibujo decorativo de las olas. El movimiento ondulante y fluido de la nereida se ha trocado en una línea quebrada. Y la voluptuosidad desbordante, en un erotismo más dudoso, más turbio. El secreto de ese erotismo reside en la postura inverosímil: se diría que la figura de En las olas se traga su propio brazo. Esa postura reaparecerá, presentada en una vista más frontal, en el relieve de Gauguin Sed misteriosas, 1890, donde se vuelve más intensa la impresión de que un miembro penetra en la boca abierta: ¿no se trata de una fellatio apenas velada?

Ahora podemos regresar al cuadro Muchacho bretón desnudo (cat. 59) que antes hemos comentado contrastándolo con los cuadros de bañistas de 1888. Aunque no se haya señalado nunca, todos los indicios apuntan a que En las olas y el Muchacho bretón se pertenecen entre sí, integrando una suerte de díptico. Pintados hacia la misma época, en telas del mismo formato, los dos cuadros nos proponen el mismo fondo verde plano (el mar en un caso, la hierba en el otro), decorado en blanco (con las crestas de espuma, con una sábana). Y contra ese fondo, el desnudo tendido en diagonal, con sus miembros en posiciones forzadas. En las olas y el Muchacho bretón podrían verse como visiones complementarias, como anverso y reverso de una misma fantasía de sometimiento sexual.

Deidades menores

En el Campo de Marte, a los pies de la Torre de trescientos metros del ingeniero Eiffel, la Exposición Universal de París de 1889 celebraba las conquistas coloniales con pabellones dedicados los más remotos territorios de Asia y del Pacífico, que permitieron a Gauguin descubrir fascinado el arte de la India, de Camboya o de Java92. En los meses siguientes, el impacto de aquel encuentro marcaría una serie de obras donde se alían el erotismo y el simbolismo religioso. La primera de esas piezas es una acuarela, una misteriosa imagen presidida por la palabra «Ictus» y el pictograma del pez (cat. 66). Ambos signos, la imagen y la palabra (el acróstico griego que se refiere a Cristo), le habían sido sugeridos a Gauguin por una carta de Vincent93. En cuanto al desnudo femenino de aspecto andrógino que aparece ante los signos, combina elementos de diversos cultos religiosos: sentada en la postura de semiloto, uno de sus brazos esboza un gesto budista, mientras que el otro evoca la crucifixión. La obra documenta la atracción de Gauguin hacia el sincretismo religioso y las teorías esotéricas (como la teosofía) que el pintor desarrollaría sistemática en Polinesia, tanto en su creación visual como en sus escritos. En el texto La Iglesia católica y los tiempos modernos (1897-1898; reelaborado después con el título El espíritu moderno y el catolicismo), Gauguin destacaría las coincidencias entre la doctrina cristiana y las creencias egipcias, persas, hindúes, chinas y por supuesto tahitianas94.

Sincretismo religioso y artístico van de la mano en dos estatuillas, dos fetiches que entronizan sendas divinidades eróticas de connotaciones perversas. La Lujuria, 1890 (cat. 65), es la segunda versión de una estatuilla que se rompió y está relacionada con la pintura Desnudo con girasoles, 1889, que formaba parte de la decoración pintada por Gauguin para el comedor de la posada de Marie Henry, en Le Pouldu. La actitud de esta figura de anatomía esbelta se inspira en los mudras o actitud simbólicos de las danzarinas javanesas que habían fascinado a Gauguin (igual que a Rodin) en la Exposición Universal de 1889, así como en las figuras de los relieves de Angkor Vat reproducidos en escayola en el pabellón camboyano. En contrapunto con la sensualidad sinuosa de la Lujuria, la llamada Venus negra (cat. 64) representa un ideal femenino antitético, masivo y opulento. Y no obstante, las fuentes son aproximadamente las mismas: la pose hierática, el peinado, los largos pendientes, los brazaletes y las bandas en torno al cuerpo se inspiran en una fotografía de una antigua escultura javanesa de Vishnu. Pero en ese contexto se introduce un rasgo inesperado. Por el muslo de la deidad trepa una flor de loto, semejante a una fálica cobra, que simboliza la fecundidad. Su tallo brota de una cabeza cortada que la diosa, como una siniestra Salomé, sostiene en su regazo, y en esa cabeza se reconocen los rasgos de Gauguin.

Autorretrato teomorfo

El autorretrato incluido en la Venus negra inscribe la imagen del artista en un contexto religioso primitivo, una maniobra anunciada ya en la Visión del sermón. Pero la plena identificación del artista con el dios, el autorretrato teomorfo (un género con precedentes desde Durero a Courbet) sólo llegaría a la pintura de Gauguin con su Cristo en el huerto de los olivos (cat. 68), pintado en junio de 1889. La elección del episodio evangélico de Gethsemaní pudo inspirarse en diversas fuentes. Para empezar, en los calvarios bretones, donde nunca faltaba una representación de la Agonía en el huerto. Por otra parte, el tema había sido muy frecuentado por los poetas románticos (como Lamartine y Musset, Vigny y Gerard de Nerval) y los pintores (desde Goya hasta Delacroix y Corot). Para los más radicales entre ellos, la angustia de Jesús revelaba, no sólo su condición humana, sino sobre todo la ausencia o la inexistencia de Dios. Y la figura de un Jesús abatido y desesperado constituía una poderosa metáfora de la condición trágica del poeta o el artista moderno. En octubre de 1889 (es decir, después de que Gauguin pintara su Cristo en el huerto), Albert Aurier desarrollaría ese tópico en su poema «La montagne de doute», donde el poeta aparece como un Cristo-Prometeo condenado a ser crucificado por haber dado el vino celestial al pueblo95. El cuadro de Gauguin se inspira en esa actitud, y evoca ciertos pasajes de sus cartas donde el pintor exalta a Cristo como supremo artista («¡Qué artista, este Jesús que ha esculpido en plena humanidad!»96) o bien asimila el sufrimiento del pintor moderno a la Pasión de Jesús («¡Qué largo calvario es la vida de artista!»97). Pero ni siquiera en un contexto como éste se abstiene Gauguin de introducir la dialéctica de la ironía. El rasgo más marcado de su Cristo es el pelo rojo, un estigma tradicionalmente asociado a Judas, que identifica así, paradójicamente, en una sola figura al traicionado y el traidor98.

Ese mismo cabello rojo encerraba además una alusión al amigo Vincent, una alusión justificable porque Gauguin sabía que Van Gogh le había precedido en el intento de abordar el tema de la Agonía en el huerto. Entre junio y julio de 1888 y después al final de aquel año, el pintor holandés había ejecutado dos estudios sobre el tema donde aparecían Cristo y un ángel, para destruirlos inmediatamente después, alegando que no quería pintar figuras de cierta importancia sin modelo99. Cuando Van Gogh conoció los ensayos de pintura bíblica de Gauguin y de Bernard (que en el verano de 1889 pintó su propio Cristo en el huerto), emprendió una polémica con ellos. Para Vincent, los cuadros religiosos de Bernard y Gauguin no eran más que un regreso afectado a los tapices medievales y a los primitivos, algo semejante a las anémicas figuras de los prerrafaelitas. A esas ficciones decadentes, Van Gogh les oponía la única pintura sana que conocía, la de Rembrandt y Delacroix. Como para confirmar esta tesis, en septiembre de 1889 Van Gogh pintó su propio autorretrato teomorfo en la forma de una versión modificada de La Pietà de Delacroix.

Pero la verdadera alternativa que Van Gogh preparaba a los iconos de Gauguin y Bernard tenía un carácter completamente distinto. En una carta a Bernard escrita desde el asilo de Saint-Rémy donde estaba internado, Van Gogh le describía un paisaje pintado en el jardín del asilo, un paisaje alegórico de un gran árbol destrozado, y le explicaba que «para dar una impresión de angustia, se puede tratar de hacerlo sin apuntar directamente al huerto de Gethsemaní histórico»100. A lo largo de los meses del verano y el otoño de 1889, Van Gogh llevó adelante una campaña para pintar los olivares cercanos. En noviembre escribía a su hermano: «Este mes he trabajado en los huertos de olivos, pues ellos [Gauguin y Bernard] me habían puesto furioso con sus Cristos en el huerto, donde no hay nada observado. En mi caso desde luego no se trata de hacer nada de la Biblia, y le he escrito a Bernard y también a Gauguin que creo que nuestro deber es el pensamiento y no el sueño, y que por eso estaba asombrado ante su trabajo, de que se hubieran dejado llevar hasta ahí»101. A veces se ha atribuido la terca resistencia de Van Gogh frente a los temas bíblicos al estado de agitación provocado por su enfermedad psíquica, cuyas crisis no estaban exentas de visiones y terrores religiosos. Pero la actitud de Vincent coincide perfectamente con la de otro pintor que trabajaba en Provenza, el viejo Paul Cézanne, que años después le confiaba a su amigo Joachim Gasquet: «Recordará usted lo que cuenta Jacobo de la Vorágine, que la noche en que nació el Salvador florecieron las viñas en toda Palestina [...] Nosotros, los pintores, tenemos que pintar la floración de estas viñas antes que los torbellinos de ángeles que trompetean anunciando al Mesías»102.

Es casi inevitable ver en la reacción de Van Gogh al Cristo en el huerto de los olivos de Gauguin una suerte de justicia poética. Porque si Gauguin, como hemos visto, había sometido algunos iconos de su amigo Vincent a una especie de deconstrucción irónica, la respuesta de Van Gogh le aplicaba en cierto sentido su propia medicina. ¿No hay una irresistible ironía involuntaria en esos olivares que pretenden ser agonías en el huerto sin Cristo ni ángeles, pinturas religiosas pero prescindiendo de las alusiones bíblicas?