Los caminos de la vanguardia

Guy Cogeval, director del Centro de estudios de Nabis y del Simbolismo (Musée d’Orsay).

La leyenda dorada de los Nabis nace, según la tradición, en el otoño de 1888. Es entonces cuando Paúl Sérusier muestra a sus colegas su mágico Bois d'Amour pintado sobre la tapa de una caja de puros; la violencia de los colores puros, yuxtapuestos y sin solución de continuidad, de este pequeño paisaje hace saltar por los aires los modos tradicionales de representación, incluso los de los impresionistas. De sobra conocemos los consejos que Gauguin le había dado al joven pintor, de modo que no nos detendremos sobre ello1. Este pequeño boceto, sobre el que hoy todo el mundo coincide en que se adelanta quince años a los paisajes fauves de Derainy Vlaminck —no todos los tópicos son falsos—, nos da idea de la envergadura de la revolución que se fraguó entre Pont-Aven y París. Y, entre los jóvenes artistas, el nombre de Gauguin parece anunciar una nueva era. Si analizamos la relación generacional, Gauguin podría ser el padre de los Nabis y su magisterio sobre ellos se debió precisamente al prestigio de su experiencia. A ello cabe añadir tanto su locuacidad como su sentido del humor, e incluso su forma fanfarrona de exponer sus aseveraciones.

Como es sabido, los Nabis bautizarán inmediatamente el Boisd'amour con el nombre de El talismán, para recalcar sus supuestos poderes mágicos. En este sentido, Maurice Denis, cronista exaltado de las hazañas de los Nabis, nos ha dejado unas frases inmortales: «Así fue cómo nos dimos cuenta de que toda obra de arte era una transposición, una caricatura, el equivalente apasionado de una sensación recibida»2. Las expresiones de gozo y de éxtasis inflamarán durante muchos meses el discurso de aquellos jóvenes artistas, que se autoproclamaron Nabis (del hebreo nebiim, es decir, «profetas», «inspirados»); casi todos ellos se habían conocido en los bancos del Liceo Condorcet entre 1885 y 1888, a excepción de Paúl Ranson, mayor que los demás. La mayoría eran de origen burgués —si bien cabe señalar un entorno familiar más modesto en el caso de Maurice Denis y de Édouard Vuillard —y sus respectivas familias, contradiciendo la tenaz leyenda del artista incomprendido, apoyaron decididamente sus carreras artísticas.

Estos burgueses que se mofan de la burguesía, estos vanguardistas impregnados de cierto conformismo cultural (¿pero acaso resulta conformista, en 1890, apreciar a Wagner, Puvis de Chavannes, Shuré y a Debussy?), forman en torno los años 188o-189o el grupo más compacto de la vanguardia post-impresionista. Se puede decir que las similitudes técnicas unía a los neo-impresionistas, sucesores de Seurat, y que la defensa de la fraternidad geográfica al grupo de Pont-Aven, pero tos Nabis son los únicos que llevan a cabo un auténtico proyecto artístico común que abarca tanto la pintura como las artes decorativas, la escultura, la literatura, el teatro y la ilustración.

Como todos los grupos vanguardistas compuestos por artistas muy jóvenes (pensemos en los Jeunes-France de la época romántica, o en los prerrafaelitas ingleses, más cercanos a ellos), los Nabis tienen tendencia a jugar a las sociedades secretas y a rodearse de ritos iniciáticos, sobre todo porque los dos guías espirituales de los primeros años, Ranson y Sérusier, pretenden atraer a sus condiscípulos hacia el esoterismo. El estudio en el que Ranson los reúne con regularidad a partir de 1889, en el 25 boulevard du Montparnasse, queda erigido en «Templo». Sus cartas se suelen fechar de este modo: «Día de Venus, una hora antes de que se oculte Helios, concluida en domingo» e ir acompañadas de la siguiente dedicatoria: «En la palma de tu mano, mi verbo y mi pensamiento». Así las cosas, este folklore estudiantil sitúa la cultura nabi entre el bal des quat'zarts3 y el Simbolismo más cerebral, cuya sombra se extiende en aquella época po rtoda Europa. El milagro radica precisamente en que todos ellos, con muy escasas excepciones, se conviertan en grandes artistas a pesar de todo el ritual que arrastran. Bien es cierto que la cultura positivista y científica todavía reinante durante sus años de aprendizaje no está concebida para calmar su propensión a la provocación.

En Francia, a finales de la década de 188o, el arte de los Salons, que combina hábilmente Academicismo y Realismo, tiene siempre un éxito imperturbable y se pliega a las exigencias oficiales. La recuperación crítica del Impresionismo es muy lenta, y a los Nabis apenas les llega, en una época en la que todavía frecuentan los estudios de Bouguereau o de Cormon, parangones del arte pompier. Por lo general, la mayoría de los críticos de arte se muestran muy hostiles a las tendencias innovadoras. Mucho después de que Émile Zola se erigiera en ilustre defensor de Manet, Monet y Renoir, el escritor comenta en los siguientes términos la irrupción de la nueva pintura en el Salón de 1896: «En el Salón no hay más que manchas, un retrato no es más que una mancha, las figuras no son más que manchas, tan sólo manchas, los árboles, las casas, los continentes y los mares. [...] Y son en verdad obras que resultan desconcertantes, esas mujeres multicolores, esos paisajes violetas y esos caballos de color naranja que nos presentan explicándonos científicamente que son así debido a determinados reflejos o determinadas descomposiciones del espectro solar. ¡Oh, las damas con una mejilla azul bajó la luz de la luna y la otra bermellón bajo la pantalla de una lámpara! ¡Oh, los horizontes en los que los árboles son azules, las aguas rojas, los cielos verdes! ¡Es horrible, horrible, horrible!»4. Ante el puritanismo de semejantes indignaciones, Gauguin responde por anticipado afirmando que sus Cristos amarillos, sus cielos rosas y sus perros rojos son «absolutamente deliberados», porque son «necesarios». Metiéndose de lleno en la brecha que de este modo se ha abierto, Verkade deja que unos árboles verdes se recorten sobre un fondo de vegetación roja y Las Lilas de Vuillard (cat. 87) arrojan a su lado una sombra violeta. La provocación se desborda por doquier, al mismo tiempo impulsiva y cerebral. Es evidente que los defensores del realismo y de las «escenas de la vida real» no pueden comprender a una generación joven que se complace en una iconografía onírica, con acentos de una sensualidad indiscreta expresada mediante una técnica sintética que deriva hacia la abstracción.

Si nos atenemos a su reivindicación de la «superficie plana cubierta de colores dispuestos en determinado orden» y a sus primeras obras deliberadamente pre-fauves, podríamos decir que Maurice Denis es el líder de esta vanguardia tachista, como se pone de manifiesto en Mañana de Pascua o El huerto, o incluso en la pre-jawleskiana En la ventanilla del tren, todas ellas obras experimentales, tan concisas como violentas. Vuillard está singularmente próximo a él: su diario de juventud revela una búsqueda similar de un método científico de combinación de los colores y de transición de lo stonos:«[...] una forma, un color, no existen más que en relación con otra forma u otro color. La forma por sí sola no existe. Sólo podemos concebir relaciones»5.

  1. «¿Cómo ve usted ese árbol?», le había dicho Gauguin a Sérusier en un rincón del Bois d'Amour. «¿Le parece que es verde? Pues píntelo de verde, con el verde más hermoso de su paleta. Y esa sombra, ¿es más bien azul? Pues no tema pintarla lo más azul posible». Citado en Denis, Maurice: Théories, París, 1920, p.167.
  2. Denis, Ibid.
  3. Famoso y escandaloso baile que formaba parte del espectáculo del Moulin Rouge, en el que actuaban bailarinas desnudas. [N.d.T.].
  4. Zola, Émile: en Le Fígaro, 2 de mayo de 1896. Citado en Zola, Émil: Le bon combat, París, 1974, pp. 261-262.
  5. Vuillard, Édouard: Diario, 20 de noviembre de 1888.

Sin embargo, la búsqueda de un arte sintético capaz de evolucionar discretamente hacia la abstracción no excluye una visión idealista del mundo. Maurice Denis, ensamblador de coloretes al mismo tiempo un «ensamblador de sueños» a la manera de Gustave Moreau, al que, por aquel entonces y a pesar suyo, se le considera como el guía de los simbolistas, y para el que el arte ha de empeñarse en «expresar, por así decirlo, visiblemente, los resplandores interiores que no sabemos a qué se deben, que tienen algo de divino en su aparente insignificancia»6. Esta doble dirección, ciertamente complementaria, había hallado una expresión plástica definitiva y perfecta en la Visión del sermón de Paul Gauguin, 1888 (cat. 41), presentada en el Café Volpini al margen de la Exposition Universelle de París de 1889. El cuadro, expresión de un cristianismo bretón primitivo, vehículo de creencias sencillas transfiguradas en una visión interior y colectiva, marca profunda y definitivamente a todos los Nabis; como prueba de ello baste mencionar El perdón de Perros de Denis o La recolección de manzanas de Sérusier (cat. 106). Gauguin articulaba su discurso sobre una distorsión de la perspectiva y una delimitación cloisonista de las figuras, abriendo con ello uno de los caminos que conducirán a la pintura moderna en el umbral del siglo XX.

Una vez admitida la diferencia entre los Nabis más esotéricos (Ranson, Sérusier)y los más profanos (Bonnardy Vallotton), se diría que, no obstante, la mayoría de los miembros del grupo coinciden en los grandes principios del Simbolismo; y también en la idea según la cual en torno a cada ser humano reinaría una especie decampo magnético, que sería portador de un aura invisible, signo impalpable de sus pasiones y de sus sentimientos íntimos. La mayoría de los Nabis comparten con los simbolistas la convicción de que «los objetos naturales son los signos de las ideas; lo visible es la manifestación de lo invisible; los sonidos, los colores, las palabras tienen un valor milagrosamente expresivo al margen de cualquier tipo de representación, al margen incluso del sentido literal de las palabras»7. Expresan en diferentes grados un mismo sentido del misterio del bosque, un gusto comparable por las leyendas medievales o inmemoriales, pero sobre todo habrán aportado a la pintura el concepto de organización abstracta y rítmica de las figuras y de la decoración sobre la superficie del lienzo. Por otra parte, serán precisamente las manifestaciones del Simbolismo las que los conviertan en el blanco de las críticas más delirantes: «¿Quién nos muestra un concepto nuevo de la vida? Tras el Sr. Gauguin, un precursor (¡!), se cita a los señores Sérusier, Vuillard, Émile Bernard, Verkade, y triunfa el Simbolismo. ¡Menuda broma! El misticismo del que tanto se habla no es más que una engañifa, el último recurso de unos tiempos sin fe»8.

Los Nabis, haciendo oídos sordos a estas mofas, se empeñan en concebir el cuadro como un enigma: en este sentido, las Manchas de sol en la terraza de Maurice Denis, 1890, (cat. 85) se a próxima a El pescador de Kerr-Xavier Roussel (cat. 86), así como a La elegante (cat. 121) y a En el Diván Japonais de Vuillard, obras todas ellas cuyo significado, imposible de definir, emerge con dificultad de la duda, aquella «duda, cúmulo de noches pasadas»9 evocada poco antes por Stéphane Mallarmé. Las vanguardias contemporáneas admiraban sin reparos la compleja virtuosidad de dichas experiencias. No en vano, comentando la personalidad de Vuillard, Paul Signac afirmaba: «Sus personajes son informes, sabe dibujar admirablemente y si no pinta bocas, ni manos, ni pies, es porque no quiere»10. El desciframiento progresivo de los signos dispuestos sobre la superficie de estas pequeñas composiciones no los convierte en bocetos o en ensayos inacabados, sino en talismanes, en tesoros secretos repletos de sentido y que irradian la especialísima luz de una «necesidad interior», como diría Kandinsky veinte años después. Y los retratos nabis, como el de Berthe Schaedlin de Bonnard cuya aparición en la ventana de la composición se convierte en un verdadero advenimiento gracias al marco de flores, y evoca sin duda una vida interior que aguarda ser revelada. Una vida interior misteriosa y explosiva, como sugiere el genial Autorretrato octogonal de Vuillard (cat. 82). Mucho más que un simple «anuncio del fauvismo», nos choca por la yuxtaposición agresiva del rosa, el amarillo y el azul pavonado, pues reúne unas estridencias que anticipan la Marilyn naranja de Warhol.

La cultura del Simbolismo está además marcada por un notable regreso a los valores del cristianismo, estrechamente asociados con la utilización muy impulsiva del color. Refiriéndose al estilo de Maurice Denis, Vuillard afirma en su diario: «Cuanto más puros sean los elementos, más pura será la obra [...]; cuanto más místicos sean los pintores, más vivos serán los colores (rojos, azules, amarillos); cuanto más materialistas sean los pintores, más utilizarán colores oscuros (tierras, ocres, negros betún)»11. A partir de 1850, el Ecce Ancilla Domini de Dante Gabriel Rosetti se convierte en manifiesto de la vuelta de los prerrafaelitas a Fra Angélico, es decir, una vuelta a la simplicidad de los medios puesta en práctica en la pintura del Ouattrocento. El grupo de los divisionistas italianos, más próximo a los Nabis, se sirve de los valores del pathos católico en su pintura; baste citar, por ejemplo, El dolor confortado por la fe, 1895, de Segantini para calibrar su alcance. Ante sus amigos Ranson y Roussel, librepensadores declarados, Maurice Denis se empeña en expresar sus convicciones católicas. Ya con catorce años, había declarado: «Ayer fui al Salon y volví muy turbado. ¡Nunca habrá en él sitio para mí! Sí, es preciso que sea un pintor cristiano, que celebre todos los milagros del cristianismo, sé que debo hacerlo»12. La fuerza emotiva de la pintura de Denis se debe también a la concisión de su lenguaje simbolista, en el que el Sintetismo neo-medieval se mezcla discretamente con un sabio japonismo lo que equivale a decir que la plantación irreal de los árboles en flor de Mañana de Pascua tiene el mismo valor que los entrelazados hipnóticos de la Procesión bajo los árboles, en la que, apropiándonos de los acertados términos de Thadée Natanson, «sobre el candor de las ropas y el calor de la arena, la sombra de la vegetación borda el bello tormento de su dibujo azul»13.

Por lo general, los Nabis pertenecería una generación que cree en el poder escatológico de las imágenes. Incluso cuando abordan los repertorios más oscuros del Simbolismo (Los ciegos o El intruso de Maeterlink, para los que realizan el decorado en el Théâtre d'Art, en 1891), mantiene siempre un cierto optimismo. Por otra parte, el simbolismo de los Nabis es también capaz de llegar hasta el absurdo, como se deduce de la aventura en torno a Ubu roi de Alfred Jarry, en la que participan todos; pero jamás caen en lo que los artistas alemanes y austríacos de esa misma época denominarían el Kulturpessimismus. Su visión del mundo elude siempre la inevitable catástrofe. Su arte, tan delicado como intelectual, entraña siempre una especie de benevolencia ante lo real, una confianza total con respecto a la vida. No cabe duda de que será esta última cualidad la que garantice la coherencia de su creación en los albores del siglo XX.

  1. Moreau, Gustave: L'Assembleur de réves, Fontfroide, 1984, p. 29.
  2. Denis, Maurice: «Étude sur la vie et l'œuvre de Paul Sérusier», en ABC de la peinture, París, 1942, p. 64.
  3. Merki, Charles: «Apologie pour la peinture»; en Mercure de France, n. 42, junio de 1893, p. 153.
  4. Mallarmé, Stéphane: La siesta de un fauno.
  5. Signac, Paul: «Extraits du Journal Inéditde Paul Signac. II. 1897-1898», 16 de febrero de 1898, en Gazette des Beaux-Arts, abril de 1952, p. 277.
  6. Vuillard, Édouard: Diario, 31 de agosto de 1890.
  7. Denis, Maurice: Joumal. t. I, 22 de mayo de 1885, París, 1957, p. 59.
  8. Natanson, Thadée: «IXe Exposition de la Société des Artistes lndépendants», en La Revue Blanche, primer semestre de 1893 (reimpr., Ginebra, 1972-1973, t. IV, p. 274).