Probablemente permaneció en Zaragoza desde que fue pintado, siendo el primer propietario conocido Mariano Ena y Villalba. Después pasó a la colección madrileña del marqués de Zurgena y, por descendencia, primero a la de la marquesa de la Solana y más tarde a los poseedores actuales.
Es el primer autorretrato conocido del autor en el que se muestra de un modo directo e implacable sin ningún asomo de idealización. Se representa como un joven artista de largos cabellos, inconformista, a la expectativa, con el espíritu despierto y la mirada plena de decisión, ligeramente retadora. Los ojos aparentan estar algo hundidos, no en vano el rostro se ve en penumbra, resaltando los contrastes luminosos en una cara de marcados carrillos, doble papada y labios carnosos y sensuales. La cabeza, grande y firmemente asentada sobre un ancho cuello, denota vigor y expresividad, recortándose hábilmente sobre un fondo oscuro de leve irradiación luminosa que sugiere al tiempo entorno aéreo y espacio posterior. Todo ello queda acentuado por la larga melena en descenso, encima de una casaca sumariamente tratada. La libertad de toque deja suponer cierto grado de inacabamiento en los bordes de la tela, contraponiéndose a un soberbio volumen del conjunto, reforzado por las empastadas pinceladas que definen la frente y las mejillas valorando la efigie con calidades casi táctiles.
Fija la idea de un hombre en torno a los veintitrés a veinticinco años, poco amigo de convencionalismos, de carácter firme y genio vivo. Hay muchas hipótesis acerca del momento en que Goya llevó a cabo la obra. Cabía pensar que es una pieza más temprana de lo que se supone y es posible que sea una imagen de carácter familiar destinada a sus padres y concluida antes de partir para Italia en 1769. Tampoco cabe excluir la circunstancia de que la realizase durante su estancia en la Ciudad Eterna o en otro lugar y la remitiese a Zaragoza para que sus parientes tuviesen clara constancia de su aspecto más reciente en tierras italianas. Diversos autores piensan que es un retrato de esponsales, hecho con motivo de su boda con ]osefa Bayeu el 25 de julio de 1773, lo que hoy es de todo punto inadmisible por razones técnicas y estéticas. El aura romántica, de origen barroco, que posee el autorretrato aleja al autor de los principios neoclásicos que comenzaban a imponerse en los círculos académicos y prefigura muchos conceptos que se harán patentes en numerosas creaciones en las décadas siguientes.
Hay una réplica en el City Art Museum de San Luis de Missouri y el conde de la Viñaza citaba otra en las colecciones de la reina María Cristina de Borbón, aparecida en la venta de bienes a su muerte, acaecida en 1887. El presente encabeza la larga serie de autorretratos de Goya y puede compararse con los rasgos del artista que se aprecian en el que se incluye en La predicación de San Bernardino de Siena (Iglesia de San Francisco el Grande, Madrid) y el existente en el Museo de Agen, ambos en tomo a 1782-83. Son bastantes las veces que el maestro gustó de contraefigiarse, unas aisladamente, otras en distintas composiciones religiosas y populares y también en cuadros de grupo -recuérdense La familia del infante don Luis (Fundación Magna-ni-Rocca) o La familia de Carlos IV (Museo del Prado)- junto a sus modelos. En ocasiones lo hizo de manera subrepticia, y en otras absolutamente a las claras. También superó el marco de la pintura para pasar al del dibujo y el grabado, con lo que entró en la misma dinámica que Durero, Rembrandt y otros muchos autores distinguidos de las artes europeas.
Juan J. Luna.