Johannes Vermeer van Delft

Vermeer: el gran «voyeur»

En el siglo XVII, la pintura holandesa sufrió una serie de cambios con nombres propios: Hals, Rembrandt, Vermeer. Sin embargo, sería improcedente pensar que se trató de cambios estrictamente personales. Se transformaron los géneros, el retrato y la pintura de costumbres, por ejemplo, y algunos nuevos hicieron su aparición, los interiores de iglesia, los retratos de grupos, etc. A primera vista, la Reforma protestante sólo influyó en la disminución de la pintura religiosa, que desapareció de las iglesias, o en la selección de los motivos que configuraron su iconografía, pero creo que la incidencia de la Reforma fue más allá y en un sentido más profundo, tal como la pintura de aquellos artistas, en especial la de Vermeer, pone de manifiesto.

Vermeer: Cristo en casa de Marta y María. Hacia 1655. National Gallery of Scotland, Edinburgh, Scotland.
Cristo en casa de Marta y María

Esta afirmación podrá parecer sorprendente, pues se hace a propósito de un artista del que se conocen sólo tres pinturas de temática religiosa, de las cuales, la primera, Santa Práxedes (1655) es una traslación del cuadro con la misma figura pintado poco antes (hacia 1645) por Felipe Ficerelli, y la segunda es una obra de juventud: Cristo en casa de Marta y María (hacia 1655). Sólo la tercera, Alegoría de la fe (hacia 1670), fue realizada en época de madurez, ya al final de la corta vida del artista (1632-1675), y siempre ha suscitado controversia, tanto estilística como iconográfica.

Pero cuando hablo de la influencia de la Reforma no me refiero a la que pudo producirse sólo en la pintura religiosa, tampoco a la que puede ser exclusiva de los artistas protestantes: a este respecto conviene recordar que Vermeer, de familia calvinista, se convirtió al catolicismo con motivo de su matrimonio con una católica, Catharina Bolnes, y que a partir de ese momento mantuvo una estrecha relación con la familia de su esposa, en especial con su suegra, Maria Thins.

Cuando hablo de la influencia de la Reforma pienso en aquella que se produce en niveles más profundos que los explícitamente religiosos, niveles que desbordan lo estrictamente religioso -y muchas veces ni siquiera aluden a ellos-, se perciben en los modos y maneras de mirar a las cosas y a las personas, en los modos y maneras de considerar la vida corriente, la vida que constituye el motivo de la mayor parte de las pinturas de Vermeer..., pero no sólo de Vermeer.

La pintura de costumbres había tenido un amplio desarrollo en los Países Bajos. Los nombres de El Bosco, Brueghel, incluso los de Issac y Adrien van Ostade, ya en pleno siglo XVII, están en la mente de todos cuando se habla de este asunto, y ello aunque, como sucede en los dos primeros casos, las pinturas de estos artistas no pueden reducirse a los límites de tal género.

Vida y moral

Se trataba de una pintura ocupada en la representación de costumbres campesinas, juegos, bailes, fiestas, romerías, modos de vida que suscitaron la curiosidad de los compradores y que en muchas ocasiones fueron pretexto para la expresión de concepciones morales muy concretas. Eran, como se ha dicho tantas veces, escenas de aldeanos en las que destacaba el movimiento y la agitación, la vivacidad, lo típico de los personajes y situaciones, un apego a la realidad cotidiana que contrastaba con el idealismo dominante en el canon del clasicismo barroco del ámbito italiano.

El género no desapareció en el siglo XVII -el éxito de los Ostade es buena prueba de ello- pero sí sufrió algunas modificaciones. A los campesinos les acompañaron los burgueses, incluso elegantes, y las escenas pasaron de ser aldeanas a ser urbanas. Las ropas y las fisonomías de los burgueses, los interiores de sus casas, las actividades de su vida cotidiana centraron la atención de artistas como Gerard ter Borch (1617-1681), Gerrit Dou (1613-1675), Nicolaes Maes (1634-1693), Esaias Boursse (1631-1672), Caspar Netscher (1639-1684), Gäbriel Metsu (1629-1667) y, sobre todo, Pieter de Hooch (1629-1684), que vivió en Delft, la ciudad de Vermeer, algunos años.

Escenas de galanteo, lecciones de música, visitas, lecturas de cartas..., ocuparon buena parte de la temática de estos artistas, preocupados tanto por el verismo y el entretenimiento cuanto por la moralidad.

La vida corriente hizo su irrupción en la pintura perfilando un género perfectamente definido: los cuadros eran tanto más apreciados cuanto mayor fuese su verismo -lo que implicaba el respeto por la realidad cotidiana-, el interés de sus temas -lo que inducía a la narración de historias con algún «enigma», por pequeño que fuera- y la moralidad de su tono -que se alcanzaba introduciendo motivos alegóricos y haciendo ver las consecuencias de una vida inmoral-. Nunca como entonces fue la pintura reflejo de la vida diaria, bien es cierto que eliminando todo aquello que pudiera molestar o irritar y haciendo de la miseria fuente de pintoresquismo.

Este es el marco en el que surge la pintura de Vermeer. A primera vista, uno más entre esos pintores, y como tal fue considerado por algunos de sus contemporáneos como un pintor de dandis, pero, a poco que miremos sus obras, muy diferentes de ellos. Enumerados, los temas pueden ser los mismos o parecidos: una mujer que lee una carta, otra que hace música con un virginal, una que vierte la leche en un recipiente, la que se ha quedado dormida, la que se prueba un collar de perlas, la que hace encaje de bolillos, la que bebe vino con un caballero...

Siempre mujeres, lo cual puede resultar sorprendente, pues los hombres, cuando aparecen, no son sino parteneres de las damas, incluso el pintor que las representa -en este caso, a una ataviada como la Historia y la Gloria- nos da la espalda y mantiene el anonimato.

Vermeer no rehuye los motivos moralizantes, tampoco en esto es diferente de los otros artistas, aunque reduce mucho tanto su número como su énfasis: un emblema en el vidrio emplomado de la ventana recuerda el valor de la templaza en Dama con dos caballeros (hacia 1659-60) y Dama bebiendo con un caballero (hacia 1661-62); un cuadro con el Juicio Final preside la habitación en la que una mujer pesa oro (?), Mujer con balanza (hacia 1664); la inscripción en un virginal quizá aluda a los «peligros» de la música -Dama al virginal y caballero (La lección de música) (1662-64)- y un amorcillo posiblemente indique el verdadero sentido de Dama al virginal (hacia 1670), mientras que otro cuadro, esta vez con una escena de amor venal, trastoca la que nos parece serena amabilidad de Dama sentada al virginal (hacia 1670).

Es muy posible que la escoba que vemos en el primer término de La carta de amor (hacia 1669-70) se haya puesto ahí para hacernos saber que la dama que recibe la carta de manos de la sirvienta se ha olvidado de sus obligaciones domésticas y no me negaré a ver el espejo en el que se mira Mujer con collar de perlas (hacia 1664) una referencia a la vanidad de la belleza mundana, o en La encajera (hacia 1669-70) una reflexión sobre el trabajo doméstico bueno (reforzada por el libro de oraciones que descansa sobre el tapiz de la mesa; ¿o es este libro una sugerencia de que debe orar más?: no lo creo).

Pero, ¿alguien valorará a Vermeer como moralista? ¿Son estos los rasgos de su pintura que tan profundamente nos impresionan, que nos hace mirarla una y otra vez, descubriendo siempre algo nuevo, emocionándonos siempre...?

No. La anécdota puede ser banal, pero la pintura es intensa. La narración costumbrista se desvía en detalles que son la fuente de su pintoresquismo, pero la pintura de Vermeer se concentra y exige una atención que va más allá de la curiosidad y que, desde luego, nada tiene de frívola. Vermeer no nos dice que hay mujeres que beben, galantean y hacen música, y que no deberían hacerlo, eso ya lo sabemos (o lo sabían), no se limita a informarnos de que las mujeres reciben cartas de amor y las escriben, que tienen en las criadas a sus cómplices, que se ponen collares, que atienden a las labores domésticas..., para eso ya están Ter Borch y Metsu, Maes, Netscher... incluso De Hooch (que tampoco se limita a informarnos sobre tales costumbres). Vermeer nos indica cómo mirar, nos dice, ante todo y primero, que hay que mirar y que mirando descubrimos una realidad mucho más consistente de la que el género representa.

Las pinturas de Vermeer están pintadas desde alguien que mira: ese sujeto virtual queda señalado por los motivos que obstaculizan mi presencia, una mesa, una silla, un tapiz, el enlosado del suelo, un instrumento musical, incluso, como en Oficial y mujer joven sonriendo (Entre 1655 y 1660), la espalda del caballero. En una ocasión ese sujeto adquiere una personalidad concreta: en El arte de la pintura (hacia 1665-66) es el propio pintor, pero el pintor elegantemente vestido, está de espaladas, carece de rostro, es anónimo..., su rostro no es más que lo que se ve, lo que pinta, lo que vemos.

Vermeer: La encajera. Hacia 1669-70. Le Louvre, Paris
La encajera
Vermeer: Oficial y mujer joven sonriendo. Entre 1655 y 1660. The Frick Collection New York
Oficial y mujer joven sonriendo
Vermeer: El arte de la pintura. Hacia 1665/66. 120 x 100 cm. Kunsthistorisches Museum Vienna
El arte de la pintura

La intimidad

Paradójicamente, lo vemos porque está ante nosotros y nunca deja de estar ante nosotros: nosotros no podemos entrar en ello, apoderarnos de ello. Podemos ver cómo la sirvienta entrega a la dama una carta de amor, lo vemos desde ese cuarto en la oscuridad, a través de la puerta abierta, pero nunca sabremos qué dice la carta, ni quién la ha enviado, ni cuál es el sentimiento de la dama, nunca podremos hacerla nuestra.

La distancia nos permite verla, pero nos mantiene siempre lejos de ella. No pasaremos de mirones. Nosotros en la oscuridad, ella en la luz. La carta de amor puede verse como una alegoría de la pintura de Vermeer. Diversos obstáculos marcan la distancia, pero crean también un espacio privado para esa actividad íntima que es ponerse un collar ante el espejo, leer una carta, escribirla o hacer música.

Las mujeres de Vermeer tienen siempre un lugar propio, que no puede ser invadido. No sólo es el lugar de una habitación definido por las paredes y la ventana, por el suelo, los muebles, los cuadros y los mapas que allí se han colocado, es un espacio de luz, la luz, ciertamente, que entra por la ventana, pero que desborda los límites de esa convención pictórica. La pared es de luz, las perlas son de luz, de luz los ojos y el rostro de las mujeres, los tejidos de su ropa, de luz es el metal de la jarra que sujeta Mujer con aguamanil (hacia 1664-65), al igual que su rostro, el blanco de su toca, el amarillo de su corpiño. Es difícil sustraerse a la fascinación de esta realidad de luz, ¿qué es más luminoso, la pared o la ropa de Mujer con collar de perlas? Como en el caso de La carta de amor, debemos estar contemplándola desde una zona sombría, todos los motivos del primer término están a oscuras, no es necesario pintar una habitación desde la que se mira para producir ese efecto.

Pero ese efecto no es resultado de un simple recurso. Cada cuadro plantea problemas que se resuelven de modo diferente. La sombra predomina en Mujer con balanza, la claridad en Dama al virginal. Vermeer no aplica un recurso compositivo repetido sino que resuelve cada pintura de modo diferente, si bien en todos los casos respeta aquello que busca: la consistencia individual, privada, de esa mujer, de su vida, y la consistencia, también individual, de nuestra mirada.

La nuestra no es la mirada del que espera o atiende a un alegoría, tampoco es la mirada enfática que supone la narración mitológica. Miramos, valga la redundancia, en cuanto sujetos que miramos y que sólo disponemos de la mirada como instrumento para entrar en el mundo, como se entra en las habitaciones en las que moran las mujeres de Vermeer: para tomar conciencia de la resistencia que ofrecen, de la intimidad a la que, ellas sí, tienen derecho, de la privacidad en la que existen.

El de Vermeer es un mundo de sujetos, de individuos, y éste es su valor supremo, no lo pintoresco de sus acciones -que puede haberlo- o de su indumentaria -que puede serlo, no lo pintoresco de esos interiores burgueses -que lo son-. El tiempo vermeeriano no es el soporte de acciones interesantes, la mera sucesión o el discurrir en el que tienen lugar.

Vermeer: Dama leyendo una carta. Hacia 1662-63. Rijksmuseum, Amsterdam
Dama leyendo ...
Vermeer: Retrato de mujer. Probablemente hacia 1665-67. 44.5 x 40 cm. - Metropolitan Museum of Art
Retrato de mujer
Joven con perla. Hacia 1665-66. 46,5 x 40 cm. - Mauritshuis Royal Picture Gallery La Haya
Joven con perla
Vermeer: Mujer con aguamanil. Hacia 1664-65. 45,7 x 40,6 cm. - Metropolitan Museum of Art, New York
Mujer con aguamanil

Miradas

Vermeer hace del tiempo un instante privilegiado, pero el privilegio no se funda en nada exterior al tiempo mismo, no prende en una historia religiosa o mitológica, no es un instante de salvación, tampoco el momento ideal de la perfección a la que la belleza alude: es el instante en el que podemos ver a esas mujeres, su vida de todos los días como una vida profunda, y la profundidad como una manifestación contenida de su individualidad, emociones a las que no tenemos derecho, pero de las que sí tenemos necesidad.

Vermeer: Muchacha con sombrero rojo. Hacia 1665/1666. National Gallery of Art, Washington Andrew W. Mellon Collection 1937.1.53
Muchacha con sombrero rojo

La «santidad de la vida corriente», un concepto propio del puritanismo protestante, no se afirma sobre nada que no sea la propia vida corriente, a la que siempre debe remitirse, de la que nunca puede escapar, ni siquiera en la anécdota de lo que está moralmente bien o mal.

Y al mirar desde la otra habitación, desde una puerta o ya en la sala en la que las protagonistas de la pintura se encuentran, también nosotros, espectadores, formamos parte de esa vida corriente. A diferencia de lo que sucede con la pintura italiana, no es un espectáculo, es un tejido de experiencias y de miradas, de sujetos, un tejido de temporalidad.

En todo esto es bien diferente de los pintores de costumbres, que hicieron de lo privado exhibición y de nuestra percepción mero registro de una escena más o menos animada, placentera o interesante. Vermeer nos muestra que en la vida corriente hay individuos, cada uno es un mundo y cada mundo es propio, como nosotros. De ahí lo silencioso de su pintura frente a lo ruidoso de la pintura de Metsu, Dou o Ter Borch.

Valeriano Bozal (Descubrir el Arte, nº 48. 2003)

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3 comentarios


  1. Gracias, de veras se tarta de mirar el interior desde afuera: desde la mirada. La mujer tiene su espacio único; algunas tienen su lunes, y lo quieren para ellas solas: comen, se rien, se divierten en su universo al cual los hombres no tienen acceso; a su megarón... a su hacer nada sin que nadie las moleste.

    Carlos

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  2. Excelente entrada, gran análisis. Disfruté mucho tu enfoque sobre este gran artista. No cabe duda que ver sus obras es hacer un viaje en el tiempo, perdernos en la realidad cotidiana de un mundo que hace siglos ha desaparecido. Es mágico, es apasionante y sí, desata nuestros más recónditos instintos voyeuristas. Sólo una pregunta, ¿tienes bibliografía que pudieras recomendarme sobre el protestantismo y esta corriente? ¡¡Te lo agradecería muchísimo!!
    Saludos!

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    1. Hola Lups: ya lo siento pero no tengo a mano bibliografía que pueda recomendarte sobre el protestantismo.

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