Arde la zarza adusta en hoguera de amor, y entre la zarza eleva su canto el ruiseñor (Ramón María del Valle-Inclán)
La luz es belleza, el sol es vida... y la pintura refleja esta aseveración en su aspecto real o simbólico.
Cuando Sanfro Botticelli pinta su Nacimiento de Venus se inspira en la Teogonía del poeta griego Hesiodo, quien narra que Venus nació del mar, de la espuma producida por los genitales castrados de Urano cuando fueron arrojados al agua. Su nombre griego, Afrodita, puede proceder del término griego aphros, espuma. Su aparición sobre una concha, guiada por el soplo de los céfiros para ser recogida en las costas de Chipre por la florida Hora, simboliza el triunfo de la belleza y del amor, aquí personificados por la imagen de la Venus púdica: luz casta.
El simbolismo de Botticelli enlaza con el Matrimonio Arnolfini, en el que el comerciante toma a su esposa de la mano y hace solemnemente el voto nupcial, levantando el antebrazo (fides levata). La vela encendida en pleno día simboliza el carácter sagrado de la ceremonia. A su vez, el espejo refleja la escena en su significado de verdad, de documento. Como escribe Panofsky, en esta obra «Jan van Eyck no sólo alcanzó una concordia de forma, espacio, luz y color que nunca llegaría a superar, sino que también demostró cómo el principio del simbolismo disimulado podía abolir los límites entre "retrato" y "narración", entre "arte profano" y "arte sacro"».
El alemán Altdorfer, de manera dramática, nos presenta el foco del sol surgiendo de la escena en la que se narra la Despedida de San Florián. Sol como foco lumínico y con sentido cristiano. Dios-luz, sol-verdad.
El Barroco, en ocasiones interpretado erróneamente como período oscuro, tenebrista -tanto formal como conceptualmente- tiene en el flamenco Rubens un ejemplo de vitalidad lumínica. Su Nacimiento de la Vía Láctea explica como Juno, esposa del transformista y adúltero Júpiter, de una forma en apariencia casual encontró a Hércules, hijo de Júpiter y de la mortal Alcmena, y le dio de mamar. Aquel succionó sus senos con tanta fuerza que la leche inmortal de Juno salió por los cielos convirtiéndose en la Vía Láctea. Al caer algunas gotas se convirtieron en azucenas. En el cielo sus estrellas orientan e iluminan al viajero.
Sin dejar la simbología religiosa, Rembrandt en La Adoración de los pastores hace surgir la luz de la imagen del Niño Jesús, creando una atmósfera lumínica en su doble significado formal y simbólico.
Este resplandor que surge de la pintura lo utiliza también el francés Le Nain en La Fragua, en el que una luz real crea un ambiente casi teatral que envuelve a los personajes en su triste cotidianidad.
Lejos de ellos, aunque cercano cronológicamente, el holandés Vermeer, en Joven tocando un virginal, huye de efectismos lumínicos para mostrarnos la luz diurna que en toda su intensidad se introduce en la escena y crea una atmósfera envolvente y seductora sin dejar de ser, al mismo tiempo, un foco lumínico que realza el tema representado.
El impresionismo debe su nombre a la célebre obra de Monet Impression, sloeil levant (Impresión: amanecer), sin lugar a dudas el ejemplo más paradigmático de la luz emergente del cuadro. Para no perder la inmediatez de la sensación, recurre a aplicar directamente el color, abandonando el dibujo, con lo que los objetos ya no se representan por signos, sino por sus propios componentes: las manchas, los colores. Éstos, puros y claros, aplicados sobre telas preparadas en blanco con rápidas, sueltas y agitadas pinceladas, reproducen el carácter prismático de la luz, permitiendo que los colores se mezclen ópticamente al contemplarlos desde la distancia adecuada.
Luces artificiales; luces de estrellas; reflejos interiores; reflejos en el río... y otra vez la luz simbólica.
Spencelayh nos ofrece una representación de La última noche de la Hanukkah o fiesta de la Purificación que celebra la victoria de los judíos encabezados por los Macabeos sobre los griegos que habían profanado el Templo. Esta fiesta, llamada también de la Luz, dura ocho días, uno por cada vela del candelabro.
A su vez, el simbolista Gustave Moreau en La aparición nos muestra la luz espectral emergente de la cabeza del decapitado Bautista, que llena de terror a Salomé. Símbolo y realidad plástica certeramente unidos.
Por último, Albert Marquet refleja sobre el agua del Sena la noche parisina, llena de luz artificial, símbolo de realidades cosmopolitas alejadas de las connotaciones religiosas del pasado. Se cierra así un capítulo en el que la luz surge de la pintura para mostrarnos temas, para sugerirnos mensajes.