El pintor como artista

En el proceso del lenguaje y la comunicación artística la figura del pintor se sitúa en el grupo emisor del mensaje que tiene la obra como elemento transmisor y el público como ente receptor. Su importancia no es necesario valorarla, aunque, al igual que la obra y el público, son objeto de estudio del historiador del arte que pretende contextualizar todo este proceso.

La idea: artista y comitente

La interpretación romántica del artista ha llevado a su supravaloración convirtiéndolo en el único agente emisor del proceso. Sin embargo, un breve repaso a la historia del arte moderno y contemporáneo nos permite comprender su justo valor y sus dependencias. Cuando Zuccari habla de la «Idea» la define como una «representación interior» que precede a la realización o «disegno externo», y que es independiente respecto a ella. Puede por consiguiente ser producida en el espíritu del hombre sólo en cuanto que Dios le ha otorgado la facultad para ello, es decir, en cuanto que la Idea humana no es más que un desarrollo del espíritu divino, una «scintilla della divinita». A pesar de ello la idea se mediatiza a través de los patronos, clientes y público, a la vez que la figura del comitente adquiere una gran relevancia ya que en última instancia se nos aparece como el verdadero ideólogo de la obra, relegando al artista sólo a la segunda fase del proceso, es decir, el «disegno» externo o realización plástica. Los ejemplos serían numerosos pero, por próximos, citaremos dos casos ilustrativos del siglo XVII español: el palacio del Buen Retiro y el programa de la Iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla. En el primero de los casos, Carducho, en sus «Diálogos de la pintura», a instancias de un discípulo responde a la pregunta de «¿Quién es el arquitecto deste asunto, deste maravilloso prodigio?», con esta tajante afirmación: «Tengo por mui cierto que el ilustrado ingenio del Excelentísimo Conde Duque», refiriéndose a Olivares, quien, a su vez ayudado por Velázquez, es el artífice del programa plástico-ideológico del Salón de los Reinos de dicho palacio. El ejemplo del Hospital de la Caridad no ofrece dudas de dirigismo ideológico, aquí de Don Miguel de Mañara, quien ayudado por los «disegni» externos de Murillo, Valdés Leal y Roldán conseguirá uno de los programas más interesantes del Barroco Hispano.

Artista versus artesano

La lucha del artista renacentista y barroco por conseguir que su trabajo fuera considerado arte liberal ocupó gran parte de los tratados de los siglos XVI y XVII. Un breve repaso a este período nos lleva a constatar que tanto los artistas europeos -los artistas franceses solicitaron en 1648 no ser llamados artesanos, puesto que consideraban esta denominación como vil- como, en particular los españoles, rechazaron el término. Sin embargo, en 1694, el diccionario de la Academia Francesa define todavía al artesano como «obrero de un arte mecánico, hombre de oficio», y al artista como «el que trabaja de un arte. Se dice particularmente de los que realizan operaciones químicas».

La idea general de algo común a las profesiones que hoy consideramos artísticas no aparece hasta el Diccionario de 1762, en el que leemos: Artista: «el que trabaja de un arte en el que el genio y la mano deben cooperar. Un pintor, un arquitecto, son artistas».

Con la nueva definición quedaba satisfecha una aspiración muy antigua. Leo-Battista Alberti, ya en su tratado sobre la pintura escrito en latín en 1435 y en la edición en lengua vulgar del 1436 -dedicada a Filippo Brunelleschi -, se dirigía hacia una asimilación entre la labor del artista y la del humanista. Para justificarse decía, refiriéndose al primero: «He dicho que quisiera estuviese el Pintor instruido en las ciencias; pero principalmente la Geometría debe ser su mayor estudio. Muy bien decía Pánfilo, antiquísimo y excelente pintor, primer Maestro de jóvenes nobles de esta arte, quando decía que nadie podía ser buen pintor sin saber Geometría. Y en efecto los primeros rudimentos en que estriva toda el arte de la Pintura los comprehende con facilidad el Geómetra, mas el que no tiene alguna tintura de esta ciencia no es posible que se haga cargo de ellos bien, ni que llegue a entender ninguna de las principales reglas de la Pintura. Así pues, es mi dictamen que el Pintor no debe despreciar el estudio de la Geometría. También debe leer con atención las obras de los Poetas y Retóricos pues los ornatos de ellas tienen mucha conexión con los de la Pintura: además le dará muchas luces, y le servirá de no poco auxilio para inventar y componer una historia la conversación de los hombres literatos y abundantes de noticias, pues es evidente que el principal mérito consiste en la invención, la qual tiene la virtud de agradar y deleytar por sí sola sin el auxilio de la Pintura. Deleyta el leer la descripción de la Calumnia que pintó Apeles según Luciano, y no creo que sea fuera de propósito el referirla aquí para que aprendan los Pintores con novedad y sublimidad.»

Para dar prestigio a la pintura llegó a decir, apoyándose en Plinio, que la pintura fue tan honrada y estimada entre los griegos que dieron un edicto por el que se prohibía a los esclavos estudiarla - lo cual era, por otra parte, falso.

En 1563, Vasari lograría ya, con la Academia del Disegno, que fundó gracias a la protección del gran Duque Cosme de Médicis, que los artistas escaparan de las corporaciones artesanas, preparando de ese modo el éxito que obtendría el academicismo en Francia y a partir de Francia en casi todos los países europeos.

En el fondo de la petición de nobleza y rechazo del artesanado subyacían dos intereses a la vez contrapuestos y complementarios. Por un lado, si se consideraba a las artes plásticas liberales, quién las ejercía se equiparaba automáticamente al noble y podía gozar de sus privilegios y prerrogativas. Por el otro, y como consecuencia, no estaba sujeto al pago de impuestos, ya que su arte era fruto del placer, no del trabajo. Es obvio que el artista vivía de su trabajo, el cual comercializaba y vendía, pero su lucha por conseguir un puesto en el Olimpo de las Artes era constante. La exención de impuestos se basó en una serie de consideraciones que casi de manera idéntica fueron utilizadas por los teóricos del siglo XVII para demostrar la nobleza de la pintura. Sus razones eran que «la pintura no debe impuestos por ser arte liberal y más científico que las demás artes, pues en él se incluien todos, y así lo recevieron en el primer grado de ellos y por ser arte tan noble mandaron no se enseñase a esclavos ni jente baxa» y «porque desde su primer principio ha sido noble y como tan lan profesado y profesan muchos Reyes, príncipes y señores, que su exercicio han tenido por virtud ingeniosa, por ser imitación de la naturaleza».

A estos dos ejemplos cabe añadir los elogios concretos a artistas como los de los poetas Félix Lope de Vega a Rubens, a Van der Harmen; Bartolomé Leonardo de Argensola a Tiziano; gabriel Bocángel a Montañés; Luis Vélez de Guevara y Francisco de Quevedo a velázquez, y Hortensio Félix Paravicino y Arteaga y Luis de Góngora al Greco.

Como arte liberal, la Pintura fue ensalzada por Lope de Vega en su Laurel de Apolo, comparándola con la poseía. La frase «Ut pictura poesis» es ilustrativa de un sentido de afirmación histórica y el citado Lope así lo escribió en su Angélica, dando a la pintura mayor poder que a su propia actividad. Su poema es elocuente:

Bien es verdad que llaman la Poseía
Pintura que habla, y llaman la Pintura
muda Poesía que exceder porfía
lo que la viva voz mostrar procura:
pero para mover la fantasía
con más velocidad y más blandura
venciera Homero Apeles, porque en suma
retrata el alma la divina pluma

Esta nobleza de la pintura lleva a artistas a buscar ser nombrados caballeros, como el conocido caso de Diego Velázquez, quien por favor personal del Rey es nombrado, al fin de su vida, caballero de la Orden de Santiago. Pensemos que, según un memorial de la Orden de Santiago dado en 1563, eran oficios viles y mecánicos «platero o pintor que lo tengan de oficio»

Situación social

El estudio de la situación social del artista conlleva múltiples problemas, derivados de la enorme tarea de realizar vaciados completos sobre inventarios posmortem, almonedas, testamentos... de los artistas, agravándose en nuestro país, aún falto de esta sistematización.

En la edad moderna es muy importante, en una seria aproximación al tema, estudiar las categorías sociales de los artistas, ya que pocos, a pesar de querer ser reconocidos como nobles, fueron los que consiguieron una sólida estima social, salvados los casos de algunos como Bernini que, como cuenta Chantelou, fue recibido con grandes honores por todas las poblaciones por las que pasaba camino de París en el año 1664, o de aquellos artistas que eran nobles por cuna, como el caso de Carreño de Miranda en España. Ya comentado el caso de Veláquez, podríamos cerrar este apartado con dos ejemplos. El primero se refiere a los artistas pertenecientes a órdenes religiosas - el jesuita padre Pozzo - que eran estimados socialmente no por su condición de artistas, sino como siervos de Dios. También lo prueba el caso de Rubens, pintor de todas las monarquías y aristocracias europeas - el Duqye de Mantua, la regente francesa María de Médicis, el rey de Inglaterra Carlos I y el monarca español Felipe IV -, amén de estar al servicio de los jesuitas y los gobernadores en Amberes. Enviado a España por Isabel Clara, gobernadora de los Países Bajos, como embajador extraordinario, previamente ennoblecido, hizo exclamar encolerizado a Felipe IV la poca dignidad de «hombre de tan pocas obligaciones», en clara alusión a su condición de pintor.

Económicamente, en la Antigüedad y Edad Media, el pintor dependía de los encargos. En los siglos XV y XVI se añadieron el mecenas y el coleccionismo. Este mecenazgo interesado en el artista por razón de autoafirmación y no exento de cultura, dio paso a la creación de la figura de los artistas áulicos, primero con el manierismo para llegar en el siglo XVII a la figura del pintor del Rey y en el siglo XVIII a pintor de cámara. Mientras en el primero de los casos - pintor del rey - el cargo comportaba pasar a formar parte del servicio real, el segundo exigía prioridad pero dejaba al pintor libre de realizar otros encargos. Velázquez y Goya son ejemplos de la primera y segunda opción, esta última ya posible por la existencia de encargos cada vez mayores de la nobleza y la burguesía, a las que hay que añadir el público coleccionista.

Estos dos últimos receptores llevarán al cambio social y/o ideológico de los artistas en el período neoclásico, que aunque utilizado por el poder como en el caso de Napoleón y David, tendrán ya libertad y asumirán voluntariamente una independencia económica de los centros de poder. En los siglos XIX y XX, la situación en general precaria de la mayoría de los artistas - pensemos en Van Gogh, Gauguin, o en los pintores que viajaban a París en busca del modelo de moda o de un mercado más internacional - irá cambiando poco a poco hasta llegar a la situación actual, en la que el artista de vanguardia goza de un estatus social elevado. Así pues, como podemos comprobar, las relaciones de éxito social sinónimo de éxito económico están íntimamente relacionadas con el receptor.

La formación

El taller familiar o público, las academias y la formación autodidacta son los tres caminos que el pintor elige para llegar a ser artista.

El taller se asocia con los gremios y tiene su origen en la Edad Media, razón por la cual, debido a su ambiente familiar, potencia la perpetuación a través de descendientes, lo que conlleva a nivel artístico una total falta de renovación del lenguaje. Sin embargo, el taller también sirve para la formación de artistas que, una vez obtenida la titulación, abren nuevos talleres y evolucionan con independencia del núcleo primigenio. La formación se basa en transmitir conocimientos teóricos, seguir el estilo del maestro y copiar a los mejores. Es Caravaggio el artista que rompe con esta tradición al propugnar que se copie directamente al natural, iniciando el gran cambio que, sin embargo, volverá a replantearse el academicismo francés que, sin renunciar al natural, propugna y fomenta el viaje a Italia de sus artistas para que aprendan de los mejores. Será, sin embargo, el hedonista Boucher quien dijo al joven Fragonard, al enviarlo a Roma: «Si tomas en serio a aquella gente (a Miguel Angel y Rafael) ¡estás j... muchacho!», y a uno de sus alumnos le confesó: «Por mi parte hace tiempo regalé a Su Majestad tres años de estancia en Italia que me habían otorgado, ya que al cabo de un año, yo estaba de regreso en París, donde, entregándome a las lecciones de naturaleza, hice rápidos progresos

Las Academias de Bellas Artes tuvieron en sus inicios un carácter docente. El modelo maduro de las modernas Academias de Bellas Artes es indiscutiblemente la Académie Royale de Peinture et de Sculpture de París, fundada el año 1648. Esta se inspiraba en el modelo italiano de la Accademia del Disegno de Firenze, promovida por Giorgio Vasari el 1563 y, confesadamente, en el de la Academia di San Lucca de Roma, cohesionada por Federico Zuccari el año 1593. En la Italia cincocentista cabe señalar, por su importancia en la línea clasicista, la Accademia degli Incamminati, denominada originalmente del Nature y del Disegno, creada por los Carraci en su Bolonia natal el año 1582. La Accademia di San Lucca tomó un carácter internacional como lo demuestra que sus presidentes fueron en ocasiones extranjeros, como son los casos del flamenco Luis Coussin llamado Luigi Bellini y del francés Charles Errad en el siglo XVII; el español Francisco Preciado de la Vega y el bohemio Antón Rafael Mengs en el XVIII; y el danés Bertel Thorvaldsen y el catalán Antoni Solà en el XIX. Contrariamente, la francesa se cerró en sí misma en busca de un arte nacional según la idea de Luis XIV bien interpretada por Jean-Baptiste Colbert y practicada por Charles Lebrun. Ambas eran sociedades polivalentes que pretendían elevar la condición del arte y pensaban que para conseguir su objetivo era necesario controlar la vida artística desde sus orígenes, esto es, desde la formación de los futuros integrantes del cuerpo social de los artistas plásticos.

Con la llegada de los Borbones a España se potenció la creación de una Academia, cuyo primer presidente fue el rey Felipe IV. Se trataba de la Real Academia de Nobles Artes de Madrid, fundada en 1744, germen de la futura Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que entró en funcionamiento el año 1752.

La formación autodidacta ha de ser matizada, ya que podría tener como resultado un pintor naïf o un mal pintor o aficionado. Sin embargo, entendemos como autodidacta aquel que no ha seguido las enseñanzas de un taller, academia o en la actualidad escuela, aunque evidentemente sí ha estudiado la técnica pictórica de manera libre. No es éste el lugar de entrar en un debate sobre la necesidad o utilidad de la enseñanza académica, enseñanza que muchos interpretan como normativa y ortodoxa. Pensemos que la Académie de Peinture et Sculpture fomentaba la discusión y el debate y aunque nunca llegaba a conclusiones de obligado cumplimiento, ningún artista, salvo en ocasiones Lebrun, fue realmente ortodoxo.

Creemos que el artista ha de aprender y después olvidar para ofrecernos nuevas vías de renovación plástica. Pensemos que el arte es forma y contenido. Quien no sabe escribir, habla; por el contrario, quien no sabe pintar, por desgracia, pinta. En arte las grandes ideas han de saber ser plasmadas. El arte actual, en ocasiones, olvida el lenguaje plástico creyendo que los contenidos son lo importante, mientras que cuando lo domina vemos que la forma potencia el mensaje. Para resumir, lo malo no es la Academia, sino los académicos.

La cultura

La relación de los pintores con el mundo cultural era escasa, por no decir nula. Eso no impide que, en algunos casos, aparezcan excepciones. A título de ejemplo, tenemos es caso de Poussin, amigo de Cassiano del Pozzo, quien organizaba en su casa reuniones con filósofos, poetas, ... Su relación con el poeta Marino, bien expresada en sus obras inspiradas en las Metamorfosis de Ovidio, fue fructífera.

En España este tipo de reuniones eran escasas, pero existían. Los casos más significativos fueron las reuniones que se realizaron en Sevilla, en casa de Argote de Molina, que era una verdadera «academia» a la manera italiana, en cuyo jardín se reunía cada tarde una tertulia a la que acudían los mayores ingenios sevillanos y los forasteros que por la ciudad pasaban. El mismo pacheco, en su academia de dibujo y pintura, una de las más importantes de principios del siglo XVII, reunía a pintores -Herrera el Viejo, Céspedes- y poetas -Rioja o Caro y a Argensola o Lope de Vega cuando estaban en Sevilla-. Su Libro de retratos de ilustres y memorables varones nos ha dejado las efigies de todos los personajes con los que trató. El joven Velázquez asistía a estas reuniones, lo que le proporcionó un sólido conocimiento de la mitología -recordemos que Pacheco pintó para el duque de Alcalá un Triunfo de Hércules (1604) para la casa de Pilatos- que luego aplicaría en la decoración del Alcázar de Madrid. Es pues incorrecta la afirmación de Domínguez Ortiz que de Velázquez «Tampoco en el tratamiento de los temas mitológicos, que hacía de encargo, supo hallar la nota justa». El ilustre profesor hace una transposición errónea entre el tratamiento del mito hecho en Italia o Flandes con el realizado en España. Veláquez, desde el más puro conocimiento del mito, intenta la desmitificación, o como apunta Tolnay, en su cuadro la Fragua de Vulcano aprovecha el relato de las infidelidades de Venus con Marte para hacer una defensa de las artes nobles -representadas por Apolo- sobre las manuales -representadas por Vulcano.

Pero esta situación no era la habitual. Los artistas estaban al servicio de un amplio público, en unas condiciones más cercanas a las del artesano que a lo que hoy entendemos por artista.

Aspecto importante para apreciar la cultura de los artistas es el estudio de las bibliotecas de los artífices, que viene a demostrar las referencias culturales que los guiaban en su quehacer. En el inventario de Velázquez consta que poseía 156 libros -acaso más, si convenimos, con Camón Aznar, que ciertos títulos que figuran en la lista como Poetas designan, no una sola obra, sino varias-. Aunque el número parezca escaso, pensemos que Velázquez vivía en palacio y podía consultar los fondos de la corona. El contenido de la mencionada biblioteca era diversa: junto a tratados de matemáticas, cosmografía, medicina y ciencias naturales, hallamos numerosos libros dedicados a la mitología. A estos volúmenes, demostrativos de una vasta cultura naturalista, mitológica y simbólica, hay que añadir una completísima colección de tratados de perspectiva, anatomía y arquitectura lo que nos puede dar una idea de cuáles eran las líneas maestras de la cultura impresa que consumían nuestros artistas.

La fama

Los tiempos modernos y contemporáneos se caracterizan por haber dado al artista una importancia desmedida. Empezó por Dante cuando en su Purgatorio escribía: «Credette Cimabue ne la pittura / tener lo scampo, e ora ha Giotto il grido / s'che la fama de colui é scura.»

Giotto, la figura inicial de lo que llamamos arte de la Edad Moderna, había sido en efecto homenajeado de un modo brillantísimo por la ciudad de Florencia en 1334. En 1490, por decreto de Lorenzo el Magnífico, se colocó un busto de Giotto en la catedral florentina con un epitafio de Angelo Poliziano que le hacía decir: «Soy aquel por quien la pintura ha revivido...»

Marsilio Ficino, al servicio de los Médicis, fue muy eficaz en elevar el papel de los artistas. Los compara, como los escritores -él lo era- nada menos que a Dios, diciendo: «El poderío humano es casi semejante a la naturaleza divina; lo que Dios crea en el mundo por el pensamiento, el espíritu (artista) lo concibe en sí mismo por el acto intelectual, lo expresa por el lenguaje...»

M. Ficino, al fundar la Academia de Careggi, con estas ideas, puso la base de la divinización del artista que realizarían las academias del futuro.

Alberti, en el libro III de su Tratado de la Pintura, afirmaba: «(...) El fin del pintor debe ser adquirir fama, gusto y crédito con sus obras, más bien que riquezas; lo qual lo conseguirá siempre que sus pinturas detengan y deleiten la vista y el ánimo de los que las miren (...) Siendo esto así deberá tener el Pintor sumo cuidado en su modo de portarse y en sus modales, mostrando siempre afabilidad y agrado, para que por estos medios pueda atraerse la benevolencia de todos, único y fixo asilo contra la pobreza y también la ganancia, auxilio para la mayor perfección de una obra.»

Miguel Angel alcanzó la cumbre de este proceso. En vida se le llamó «divino» y Vasari no sólo dijo que había sido enviado por el cielo para enseñar a los hombres cómo se tenía que hacer escultura, pintura y arquitectura, sino que afirmó que lo veía como una «criatura divina más que terrestre».

En el siglo XVII hace suya la empresa de Saavedra Fajardo que dice que la fama es dañina -fama nocet-, aunque los artistas, como hemos visto, buscan ser reconocidos social y artísticamente hasta el siglo XIX, siendo el XX el momento en el que la fama tiene que ver más con las veces que un artista sale en los mass media que con la misma calidad intrínseca de su obra. A este valor propagandístico se une la respuesta del público, como veremos más adelante.

La personalidad

Un aspecto que no se puede dejar de lado es el de la personalidad del artista, tantas veces capital en la realización de la obra. Sin caer en romanticismos hollywoodienses, en los que el artista se nos presenta como un héroe sujeto a pasiones, delirios y depresiones -recordemos las películas sobre Miguel Angel, Van Gogh o Modigliani-, es necesario hacer un estudio en profundidad de su carácter y del contexto y de las circunstancias psicosociales que le acompañan. Las composiciones de Rubens son clara expresión de un espíritu vitalista, mientras Rembrandt nos transmite su carácter a través de sus cuadros, Van Gogh su locura, y Goya su pesadumbre. Como dice René Huyghe: «Toda imagen es un signo y puede encontrarse en ella, como en un rostro, además del parecido y la belelza, la inscripción de un alma (...) Un hombre está ahí: a nosotros nos toca descifrarlo.»

Para Freud, la psicología, si quiere profundizar en la personalidad creadora, ha de recurrir al psicoanálisis. Sin embargo, sus estudios son más una aplicación del método a conocimientos previos que verdadera deducción de estos conocimientos. Se parte del resultado para aplicar el método. Como dice Gombrich, una imagen no puede referirnos sus experiencias o sus sueños, objetivo buscado por el psicoanalista. Grombrich vuelve su vista al artista, verdadero motor creador, huyendo de la historia del arte historicista y centrándose en el binomio artista-obre. «Nosotros -dice-, creo yo, deberíamos volver otra vez al artista que trabaja, para aprender lo que ocurre de hecho cuando alguien realiza una imagen

Así pues, creemos necesario estudiar los comportamientos individuales del artista y los mecanismos psicológicos que determinan la conducta estética. Sin embargo, cabe señalar que el método es parcial, ya que como hemos visto en el proceso productivo de la obra de arte, otros muchos factores intervienen en la creación. Una excesiva y rigurosa aplicación del método nos llevaría a una visión romántica del artista como «genio creador», alejado por completo de todo rigor histórico.