El encargo del cuadro

En la década de 1880, muerto Eduardo Rosales (1836-1873), Antonio Gisbert y José Casado del Alisal eran, junto a Francisco Pradilla (1848-1921), los pintores de historia de mayor prestigio. A diferencia de Pradilla, cuya fama se había debido a solo dos obras, Gisbert y Casado habían desarrollado carreras paralelas desde sus inicios, jalonadas por los éxitos sucesivos obtenidos por sus cuadros de historia. Ambos habían sido discípulos de José de Madrazo (1781-1859), pero solo Gisbert había sido seleccionado entre sus alumnos jóvenes en la Academia de Bellas Artes de San Fernando para contribuir a la «Serie Cronológica de los Reyes de España», con los retratos de Recesvinto y Liuva I; por esa época, en concreto en 1855, ambos obtuvieron una pensión para viajar a Roma; los dos concurrieron a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes con éxito, donde el pintor alicantino obtuvo sendas medallas de primera clase en 1858 y 1860, y Casado en este último año y en 1864; se ocuparon en 1863 de la realización de los cuadros, de iguales dimensiones y en disposición simétrica, del testero del Salón de Sesiones del palacio de las Cortes; estuvieron en París al mismo tiempo, en la década de 1870; y, si Gisbert había sido nombrado director del Museo Nacional de Pintura y Escultura, Casado fue designado para otro cargo importante, la dirección de la recién creada Academia Española en Roma, en 1874.

Cuando a principios de 1886 se le encargó el cuadro a Gisbert, este estaba representado en las colecciones del Museo Nacional únicamente por dos lienzos de menor importancia, los dos retratos de la citada serie, que no estaban expuestos. Sin embargo, Casado, que habría de morir ese mismo año, contaba con seis obras, cuatro de ellas pinturas de historia31. Otros artistas de su generación, o aún más jóvenes, tenían también cuadros en el Museo.

Este hecho explica que Gisbert se viera completamente relegado en la aspiración más alta que un pintor español podía tener: la de que sus obras formaran parte de las colecciones del Prado. Por otra parte, en 1885 el artista, ya de más de cincuenta años, deseaba ver reconocido de ese modo su mérito en un museo que había dirigido entre 1868 y 1873. Precisamente, su acceso a la dirección de la institución, en la que había sustituido a Federico de Madrazo (1815-1894) tras el abrupto cese de este al sobrevenir la Revolución de 1868, provocó la incomodidad de quien había sido profesor suyo32. Puesto que Madrazo había vuelto a ocupar este cargo en 1881, Gisbert se vio con pocas posibilidades de verse representado en el Museo.

Además, Madrazo y su familia habían visto con desagrado las iniciativas del pintor alcoyano durante su etapa como director. Entre ellas estaba la decisión de utilizar como estudio propio la llamada Sala de Descanso del Museo33, en la que se habían expuesto desde 1831 los retratos reales y otras obras de los siglos XVIII y XIX y que Federico de Madrazo había reorganizado con modernos criterios expositivos34. A Gisbert no le debió de costar mucho esfuerzo desmontar los cuadros con las efigies de los monarcas borbónicos y sus familiares. El mismo Pedro de Madrazo incluyó en el prólogo al citado catálogo una referencia a que el nuevo director no había modificado apenas la distribución hecha por su hermano Federico en 1864, pero no dejaba de señalar, con indisimulado malestar, los pocos cambios realizados:

[...] se han limitado á quitar de algunas salas ciertos cuadros de autores modernos, y á suprimir en la sala antiguamente llamada de Descanso, donde en la actualidad tiene su estudio particular el Sr. Director, la galería de retratos de personas reales, y particularmente de la dinastía española de Borbon, toda completa, formada en la referida época, con indicación, en los marcos, no sólo de los pintores, sino también de los personajes retratados: galería hoy deshecha y dispersa, repartidos los 45 lienzos de que se componía, entre cuadros de familia y simples retratos individuales, en una de las piezas denominadas de las Alhajas y la oficina de la Restauración35.

Por todo ello, los Madrazo lo consideraban inadecuado para dirigir el Prado36. Por otra parte, ya antes de estos episodios, Gisbert, que había sido «favorecido», como el propio Federico recordaba con amargura, por su padre, no había mostrado gratitud ni deferencia alguna hacia él, sin acordarse de visitarle cuando falleció su madre37. José de Madrazo, padre de Federico, había apoyado decididamente a Gisbert en la oposición de la pensión de Roma y había juzgado su obra no solo superior a las de los otros aspirantes, incluido Casado, sino que además veía en su trabajo cualidades «muy brillantes y algunas dignas de los Maestros antiguos»38, de modo que, escribía, «se puede asegurar que los pintores antiguos flamencos no han ejecutado más»39.

Federico de Madrazo, además, consideraba que Gisbert había abandonado la dirección del Prado de un modo irresponsable cuando dimitió el 16 de julio de 1873, y en una carta a su hijo Raimundo le comentó «que debería estar encausado por abandono de su puesto como director del Museo que dejó marchándose y diciendo "¡ahí queda eso!"». A estas desavenencias, se sumaban los conflictos habidos en la preparación de la participación española en la Exposición Universal de París de 187840, para la que Gisbert había sido nombrado vocal de la Comisión Regia de España41. Madrazo deseaba que fuera su hijo Raimundo el que colgara en el pabellón las obras de su yerno Mariano Fortuny. Al efecto, trató de conseguir de William Hood Stewart, el mayor coleccionista de las obras de aquel, una carta en la que condicionara su préstamo a que fuera Raimundo el encargado de su colocación. Federico consiguió sus objetivos, pero no dejó de lamentarse del nombramiento del que denominaba «pillete»42 justo en un certamen del máximo prestigio internacional, como era la exposición parisina, en la que el propio Madrazo había obtenido una medalla de oro en 1855.

La enemistad debía de ser cierta, a su vez, por parte de Gisbert, quien había visto cómo le había sido negada por dos veces la medalla de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1860 por su pintura de los Comuneros a causa de la sostenida oposición de los artistas de ideas más conservadoras, entre los que se hallaba el jurado de mayor prestigio, Federico de Madrazo, su maestro. La votación había sido tan apretada, que hubiera bastado el cambio de voto de uno solo de los veinte miembros del tribunal para que se le hubiera concedido.

En 1885 había ocurrido, además, el fracaso del posible ingreso en el palacio de las Cortes de otro cuadro de Gisbert, Entrevista de Francisco I y su prometida esposa doña Leonor de Austria43, ofrecido por el presidente de la Junta de Testamentaría del marqués de Salamanca en la cantidad de veinte mil pesetas. Debido a que no estaba consignada ninguna cantidad en el presupuesto de gastos y a que no existía partida de dinero, no se compró. No obstante, se dejó abierta la posibilidad de su adquisición por el Estado con otro destino que no se especificaba, pero que podía ser el Prado, lo que, finalmente, no llegó a producirse44.

Todo ello explica que fuera el mismo Gisbert el que, consciente de la dificultad de incorporar una pintura suya de importancia a las colecciones del Museo, diera el paso de proponer directamente al Ministerio de Fomento, del cual dependía aquel, la realización de un cuadro a él destinado. De este modo, se aseguraría la consignación en los presupuestos del dinero para su pago, así como el compromiso de su aceptación por la dirección de la institución. En efecto, mediante una carta fechada el 21 de diciembre de 1885, el artista expresaba su petición al ministro de Fomento para que «tenga á bien mandarle hacer un cuadro cuyo asunto sea El Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, para que figure en el Museo Nacional pues no hay ninguno pintado por el solicitante en dicho establecimiento»45.

La elección del motivo por parte del artista era coherente y apropiada para conseguir su propósito. Un ejemplo del ascendiente que la gesta de Torrijos tenía entre los liberales era el artículo que había escrito el mayor defensor de Gisbert, Salustiano de Olózaga, ya en 186146. Además, un hecho reciente revelaba la magnitud del interés que el personaje había despertado en el Congreso: la adquisición de la última carta de Torrijos dirigida a su esposa antes de su fallecimiento. Esta tuvo lugar a propuesta de otro destacado liberal, José Posada Herrera (1814-1885), presidente de la Comisión de Gobierno Interior, que acordó su compra el 30 de octubre de 1881 con destino al Archivo y la Biblioteca47. La carta48 tenía un valor enorme como testimonio postrero de un héroe de la nación española49 y, por ello, se construyó para albergarla y exponerla una magnífica urna (fig. 8), realizada en madera ebonizada con aplicaciones de metal dorado, sobre un soporte con friso de palmetas, rematada por un frontón flanqueado por antefijas soportadas por sendas columnas toscanas cuyos fustes se ornan con clepsidras y cuyos capiteles llevan una estrella de cinco puntas. Sobre un trofeo militar explayado en el tímpano, una láurea alberga la inicial de Torrijos. En el reverso, la ornamentación es aún más sobria: una doncella apoyada en un gran jarrón funerario evoca la tradición de las imágenes de las estelas helénicas en las escenas de despedida mortuoria y sobre los fustes aparecen antorchas invertidas que salen de flores de loto. El estilo neogriego de esta figura, las antefijas y la arquitectura del conjunto resultan especialmente apropiados para una conmemoración de este carácter. Podría vincularse con una de las vertientes de la amplia actividad del arquitecto, escultor, pintor y diseñador Arturo Mélida y Alinari (1849-1902), que además había sido militar y estuvo a cargo de las obras realizadas en la Biblioteca del Congreso en el periodo inmediatamente posterior (1883-1885) a la adquisición de la carta50. Pudo haberse inspirado parcialmente, en las antefijas y las antorchas invertidas, en el cenotafio de los Héroes del Dos de Mayo de la cercana plaza de la Lealtad de Madrid, cuyo obelisco había sido la referencia, también, para el monumento funerario a Torrijos en Málaga.

Enviada su propuesta, Gisbert se reunió con el director general de Instrucción Pública, que había sido nombrado muy poco antes, el 10 de diciembre de ese año. Era Julián Calleja Sánchez (1836-1913), un destacado médico anatomista discípulo de Juan Fourquet y conocedor de la obra de Cuvier. Vinculado con la renovación de la enseñanza científica, había sido senador, por vez primera en su carrera política, en 1881; llegó después a ser presidente de la Academia de Medicina y miembro del Patronato de la Junta para Ampliación de Estudios. En aquella reunión, Gisbert sugirió ya no solo el asunto, sino también el número de figuras, una treintena, «de tamaño natural»; las dimensiones, de 380 x 550 cm; el periodo de realización, de tres años desde la fecha del encargo, y el precio estimado del cuadro, de cuarenta mil pesetas51. Solo dos días después de la fecha de la carta de Gisbert con su propuesta, el 23 de diciembre, Calleja redactó su informe para el ministro de Fomento. Esto, junto con la celeridad con que la reunión se produjo, hace pensar que la idea había sido ya tratada entre Gisbert y sus amigos del Gabinete liberal, en el poder desde el 27 de noviembre.

En su informe al ministro, muy favorable, Calleja señalaba:

El que suscribe no necesita encarecer la conveniencia de realizar un proyecto tan patriótico al par que artístico al pincel del Sr. Gisbert, que sirva al mismo tiempo de enseñanza y de noble recuerdo de uno de los hechos mas interesantes de nuestra historia contemporánea; y conocidos cual son los ilustrados pensamientos de V. E. no es dudoso acogera la idea, por lo que en si tiene de nacional y protectora en favor de las Bellas Artes52.

En este párrafo se manifiesta una de las ideas principales del programa artístico liberal: la consideración del valor de la pintura como instrumento, por un lado, educativo y, por otro, de celebración de la memoria de un hecho ejemplar de la historia de la nación española.

Por su parte, Montero Ríos, nombrado ministro de Fomento el mismo 27 de noviembre, había sido miembro fundador de la Institución Libre de Enseñanza y rector de la misma en 1877. Como defensor de la enseñanza laica, había de ver también con buenos ojos un encargo de este carácter, consciente de su ejemplaridad moral y política. Pasó, pues, de inmediato, el 5 de enero, la propuesta al Consejo de Ministros y este, presidido por Sagasta, dio su conformidad el 7 de enero de 1886, expidiéndose el día 21 el decreto por el que se encargaba el cuadro en todos los términos de lo propuesto por Gisbert.

La publicación del Real Decreto no pasó inadvertida. Mientras que la prensa conservadora protestó, señalando que era más lógico adquirir un cuadro ya realizado, pues solo entonces podría juzgarse si era digno de compra53, desde la progresista La República se dio cuenta de la confusión que algún «diario ministerial» había tenido al confundir a Torrijos con Riego y se congratulaba de que se llevara al Museo «ese recuerdo tristísimo del glorioso (!) reinado de Fernando VII»54.

Uno de los puntos más relevantes era el alto precio de adquisición que Gisbert había señalado para la obra. Superaba al de todos los cuadros de historia, la mayoría de los cuales, adquiridos por el Estado en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, habían ingresado en el Prado. Entre ellos estaban las obras cumbre del gran pintor que había cultivado este género, Eduardo Rosales, cuya Muerte de Lucrecia había sido comprada póstumamente por Real Orden de 28 de enero de 1882 a su viuda en treinta y cinco mil pesetas, con destino al Museo. En este último caso, había de tenerse en cuenta que se trataba en cierto modo de una reparación histórica, dadas las aceradas críticas que la pintura había recibido cuando se presentó en la Exposición Nacional de 1871, de un reconocimiento del valor efectivo que tenía como propuesta radicalmente moderna para las generaciones más jóvenes y, por último, de una ayuda económica objetiva a la viuda del pintor, cuya precaria situación contribuía a aliviar.

La cuantía en la que se adquirió la obra de Gisbert era justamente el doble de lo que se había pagado por el cuadro de historia más reputado de las colecciones del Museo, Doña Juana la Loca, de Francisco Pradilla, comprado en veinte mil pesetas por Real Orden de 10 de enero de 1879, si bien tras haber ganado las medallas de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid en 1878 y en la Universal de París de aquel mismo año. Con todo, quedaba por debajo de las cincuenta mil pesetas finalmente pagadas por el Senado al mismo artista por su Rendición de Granada, de 1882. Sin embargo, la verdadera referencia para Gisbert en cuanto al precio era seguramente el que su émulo y compañero de generación, José Casado del Alisal, había recibido por su obra La leyenda del Rey Monje, adquirida por Real Orden de 28 de enero de 1882 en treinta y cinco mil pesetas. Entre los restantes autores más sobresalientes de grandes cuadros de historia, incluidos Dióscoro Puebla, Manuel Domínguez, Lorenzo Vallés, Alejandro Ferrant, José Moreno Carbonero y Antonio Muñoz Degrain, ninguno había llegado a las diez mil pesetas en los precios de adquisición55.