Introducción

El Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga es el único caso de un cuadro de historia encargado por el Estado a su autor con destino directo al Museo del Prado. Es cierto que durante la segunda mitad del siglo XIX la voluntad estatal de enriquecer las colecciones del Museo con obras de artistas contemporáneos se había plasmado de un modo sistemático en las adquisiciones de las obras premiadas en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes desde el surgimiento mismo de su primera convocatoria, en 1856; se conservaron, primero, en el Museo de la Trinidad y, a partir del momento en que este se fundió con el Prado, en 1872, en el entonces denominado Museo Nacional de Pintura y Escultura (antes Real Museo de Pinturas). Pero, a diferencia de estos ingresos, el de la obra del pintor alcoyano Antonio Gisbert (1834-1901)1 fue la consecuencia de un encargo expreso realizado a través de un Real Decreto de 21 de enero de 1886, en el que se establecía, como estipendio, la crecida suma de cuarenta mil pesetas.

Seis días antes de esa fecha, el 15 de enero, había tenido lugar la disolución de las Cortes. El 4 de abril de 1886 se convocaron elecciones, ganadas por los liberales, que estuvieron en el poder durante el que se llamó el «Parlamento largo». Este, que duró hasta 1890, fue el más prolongado desde el Sexenio Revolucionario hasta la Primera República. Durante ese periodo, se restablecieron algunas de las medidas progresistas que se habían tomado en el Sexenio. Entre ellas estaban el sufragio universal, la Ley de Asociaciones, que favoreció la libertad sindical, y la Ley del Jurado, que lo establecía para asuntos de importancia social. Como presidente del Consejo de Ministros, el jefe del Partido Liberal. Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903), fue el artífice de estas conquistas. En el Congreso se conservan dos retratos suyos que forman parte de la Galería de Presidentes de las Cortes. Uno, de 1878, es una de las mejores pinturas de Ignacio Suárez Llanos (1830-1881) , el artista que contribuyó en mayor medida a aquella iconoteca2. El segundo, seis años posterior, es la obra maestra entre los retratos masculinos de José Casado del Alisal (1832-1886) (fig. 1)3, paradójicamente un pintor relacionado con los conservadores, que había realizado un año antes el de Antonio Cánovas para la Real Academia de la Historia. La efigie muestra el proverbial buen humor del político liberal, su naturalidad y cierta bonhomía. Aunque no pudo desarrollarla, Sagasta tenía cierta afición al arte desde los tiempos de su preparación para el ingreso en la Escuela de Ingeniería de Caminos en la Academia Masarnau, donde había coincidido con el que sería destacado arquitecto Juan de Madrazo y Kuntz; después, cuando en 1859 apareció el Fomento de las Artes, que ofrecía clases nocturnas gratuitas, Sagasta fue designado presidente de su Sección de Bellas Artes. Por otra parte, dado que su trayectoria política arrancaba del romanticismo liberal, había vivido, como Torrijos, la conspiración a favor de la libertad y el exilio.

La figura de José María Torrijos (1791-1831) había vuelto a recordarse a partir de 1860, cuando se aspiraba a la unión pacífica y voluntaria de España y Portugal, y se pensaba en entronizar a Pedro V, monarca del país vecino. Por entonces se publicaron algunos artículos en el Almanaque Político y Literario de La Iberia en los que se recuperaba la gran tradición del liberalismo español cuyos jalones más destacados eran las Cortes de Cádiz, la Constitución de 1812 y los episodios de las muertes de Rafael del Riego (1785-1823), Mariana Pineda (1804-1831) y José María Torrijos4. Todo ello explica que cuando llegaron al poder tanto Sagasta como su ministro de Fomento, Eugenio Montero Ríos (1832-1914), antiguo republicano que había sido ministro de Justicia durante el reinado de Amadeo de Saboya, vieran con buenos ojos el encargo de una obra con aquel motivo.

Dentro de la estabilidad de aquel periodo bajo el gobierno liberal, la adquisición de la pintura se hizo por Real Orden de 28 de julio de 1888, con destino al Museo Nacional de Pintura y Escultura, en el que entró con el número de Inventario de Nuevas Adquisiciones 837. El cuadro se convirtió en un elemento simbólico del proceso de la construcción de la nación española, de un modo independiente y opuesto a la vertiente más conservadora, abordada por la derecha a través de sus ideólogos, el más destacado de los cuales fue Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912). Dentro de una orientación liberal, se reivindicaba la identidad revolucionaria y de combate frente a los excesos del poder en el pasado y se establecía una línea histórica de exaltación de figuras heroicas y mártires de la libertad que partía de la guerra de las Comunidades de Castilla hasta llegar a las víctimas de la represión absolutista. En este sentido, la elección del motivo del fusilamiento de Torrijos y sus compañeros fue decisivo para el encargo. A lo largo de su trayectoria, Gisbert había asociado su pintura con las causas de los liberales y de aquellos otros que, como los comuneros de Castilla, se habían rebelado contra el poder real, ejercido con injusticia. Precisamente, su lienzo Los comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo (fig. 2) había iniciado la identificación del artista con los liberales. Galardonado con la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1860, fue adquirido por el Congreso. Esta institución le encargó después para su Salón de Sesiones otra gran obra, Doña María de Molina presentando a su hijo a las Cortes de Valladolid.

Los Comuneros suponía un claro precedente para el Fusilamiento de Torrijos. Como relataba el texto explicativo del catálogo, tomado de la Historia general de España de Modesto Lafuente, aunque se les había acusado de traidores, uno de los comuneros, Juan Bravo, había exclamado: «traidores no, mas celosos del bien público, y defensores de la libertad del reino»5. Así, aquel suceso de 1521 contra el poder imperial anticipaba, a través de la obra del mismo artista, el episodio del levantamiento contra Fernando VII en defensa de los mismos valores cívicos y con idéntico resultado de la ejecución de quienes habían participado en la rebelión. La figura de Juan de Padilla en el centro aparece como antecesora de la de José María Torrijos por su actitud digna y sobria, su mirada hacia abajo, concentrada en el momento de la muerte, y su entrecejo fruncido. El protagonismo de los frailes es aquí mayor, pues son dos los que rodean la figura principal. La alusión en el texto de Lafuente extractado en el catálogo a las palabras de Padilla, «Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos», indica la intención de Gisbert. En el Fusilamiento, en cambio, la presencia de los religiosos aparece como puro requerimiento del asunto en una circunstancia cuya significación heroica y cívica la sobrepasaba.

Es conocida la implicación del político liberal Salustiano de Olózaga (1805-1873), a quien luego retrataría Gisbert, para que los Comuneros, que había obtenido la primera medalla, recibiera también la de honor. No lo logró, pero su éxito supuso «el triunfo más popular que un artista español ha alcanzado en el presente siglo», como escribió en una carta la comisión en homenaje al pintor, presidida por el propio Olózaga6. Su adquisición por el Congreso, en cuyo Salón de Sesiones estaban inscritos los nombres de Padilla, Bravo y Maldonado, como se recordaba en la misiva, tuvo una fuerte carga simbólica. El palacio de las Cortes, órgano de la soberanía nacional, inaugurado solo una década antes, exponía así permanentemente una obra que exaltaba el valor heroico del enfrentamiento con la monarquía en defensa de la justicia, la libertad y las leyes castellanas.

Los comuneros aparecían entonces como los primeros héroes entre los que se habían denominado Víctimas de la causa popular y Mártires de la libertad española (figs. 3 y 4), títulos de sendas litografías estampadas por Julio Donon dedicadas a los liberales españoles. La primera había sido realizada hacia 1858 por Luis Carlos Legrand (fl. 1828-1858); la segunda, por otro litógrafo de origen francés, como el anterior, Santiago Llanta y Guerin (fl. 1866-1872), era también el título de un libro debido a Victoriano Ametller y Vilademunt (1818-1889) y Mariano Castillo. En ellas, junto a personajes históricos del siglo xvi, como los mismos Padilla (cuyo retrato ocupaba el lugar central en la parte superior), Bravo y Maldonado, Juan de Lanuza, Antonio Acuña y Guillén de Sorolla, se veían las efigies de Rafael del Riego, Juan Martín el Empecinado, Mariana Pineda, Juan López Pinto (solo en la primera) y José María Torrijos, así como otros personajes relacionados con él.

En efecto, tras su muerte, Torrijos había pasado a formar parte del imaginario heroico de los liberales españoles y, por ello, fue especialmente recordado durante el Sexenio Revolucionario en diferentes contextos, todos ellos progresistas. Así, sirvió como ejemplo de la inadmisibilidad de la pena de muerte y de los estragos que había causado, desde la época de Carlos V y Felipe II (en la que se citaban las muertes de los comuneros y de otras figuras históricas destacadas) hasta la de Isabel II. Se ponía un especial énfasis, como en el manifiesto del Comité Republicano de Madrid de 1868, en el hecho de que los responsables últimos de aquellas condenas habían sido los reyes, con el indigno agravante, en el caso de Fernando VII, de haber pagado con la muerte a los héroes de la Guerra de la Independencia7. De este modo, la figura de Torrijos asumía un doble valor de referencia como héroe nacional, vinculado primero a la salvaguardia de la independencia española y después a la lucha por su libertad. Ambos aspectos, en el fondo, estaban intrínsecamente unidos, pues se trataba de asumir hasta su límite extremo la defensa de la nación. («Resistencia o muerte», había declarado en 1823 cuando las tropas contrarrevolucionarias le conminaron a rendirse en el sitio de Cartagena). Como tal, se convertía en un precedente muy valioso para el progresismo.

Torrijos, además de caracterizarse por sus dotes militares, su valor y su ascendencia sobre las tropas y los civiles, era un hombre culto, amigo del marqués de La Fayette (1757-1834), el héroe de la Independencia de los Estados Unidos y del nacionalismo liberal francés. En su exilio británico a partir de 1824, tradujo del francés los ocho tomos de las memorias que Napoleón dictó a sus generales en Santa Elena8. El militar español, que se había negado en plena Restauración absolutista a ir a América para luchar contra el independentismo, tradujo también, durante su estancia en Blackheath, a las afueras de Londres, las memorias del general Miller, héroe de la independencia de Perú, a quien conocía desde los años de la guerra contra Francia. Es muy significativo que redactara un prólogo en el que, a pesar de su amistad con Miller, se hacía cargo de las acusaciones contra España, indicaba que el resto de las naciones habían incurrido en prácticas tanto o más injustas respecto a sus colonias y se ponía en guardia contra el afán de juzgar a los conquistadores españoles por los principios de la propia época en que se escribía9.

Por otra parte, Torrijos estuvo próximo a los grandes poetas románticos José de Espronceda (1808-1842), que como se verá escribió un soneto a su muerte, y el duque de Rivas (1793-1865), que lo retrató en el exilio (fig. 5)10 cuando su figura comenzaba a adquirir una proyección internacional. La admiración que en Inglaterra habían suscitado las gestas españolas era grande y habían inspirado a algunos de sus mejores poetas: en 1811, William Wordsworth había comparado con Sertorio y Viriato al guerrillero Francisco Espoz y Mina, que después sería aclamado como un gran líder liberal exiliado en Londres, y Percy Bysshe Shelley había cantado al general Riego. Torrijos, por su parte, fascinó en Cambridge por su simpatía, su inteligencia y sus modales aristocráticos, y por su entusiasmo liberal y patriótico, a los estudiantes de la sociedad de los Apóstoles, entre ellos los poetas Alfred Tennyson (1809-1892) y Arthur Hallam (1811-1833), así como a John Sterling (1806-1844) y a Robert Boyd (1805-1831), que le apoyó con su entera fortuna personal y le secundó en su última empresa11.

La admiración que despertaba Torrijos se acentuaba debido a la personalidad de su culta esposa, Luisa Sáenz de Viniegra y Velasco (1792-1865), luego condesa de Torrijos y vizcondesa de Fuengirola, que sería su mejor biógrafa, y que se refirió al hecho de que fue en Inglaterra donde su marido pudo ver las ventajas de las teorías liberales, puestas en práctica en aquella sociedad12.

En Francia, cuna de la Revolución que inspiró sus principios, el militar español gozó también de gran estima, pues su patriotismo luchaba contra quienes, desde afuera como los invasores, o desde dentro como la monarquía absoluta, ponían en peligro a la nación y sus libertades13. Torrijos ejemplificó el liberalismo insurreccional español que, a través del pronunciamiento de un militar prestigioso, se rebelaba contra la monarquía autoritaria para imponer un régimen constitucional14. Por ello, no es extraño que se convirtiera asimismo en una figura de referencia en la regeneración de la nación española.

Esa referencia tuvo aún mayor significación por las circunstancias de su trágico final, debido a la categoría de las personas que le acompañaban (entre ellos un antiguo presidente de las Cortes), a la traición sufrida por parte del general Vicente González Moreno (1778-1839), gobernador de Málaga, y a la ejecución sin juicio previo que se les impuso. Torrijos llevaba, con sus amigos liberales, un tiempo en Gibraltar, aprestándose para realizar un pronunciamiento en Andalucía. González Moreno le hizo creer que encontraría apoyo entre los militares y la población civil. Zarpó así el 30 de noviembre de 1831 de Gibraltar, pero se vio atacado por el guardacostas Neptuno. Obligado a desembarcar el 2 de diciembre, se refugió en la alquería del conde de Mollina, cerca de Alhaurín de la Torre, donde fue cercado por los voluntarios realistas de Alhaurín y después por las tropas de González Moreno. Apresados el día 5, tras deponer las armas, se les trasladó a Málaga. Solo cinco días después llegó de la Corte la orden de pasarlos por las armas por haber cometido un delito de alta traición y conspiración contra la soberanía del rey. Se les trasladó entonces al convento del Carmen, representado al fondo a la derecha en el cuadro de Gisbert. Los amigos y parientes de las destacadas personalidades allí encarceladas trataron en vano de obtener su perdón. El día 11 de diciembre, domingo por la mañana, Torrijos escribió su última carta a su esposa y después fue conducido, junto a sus compañeros, al lugar de la ejecución, El Bulto, en las playas de San Andrés de Málaga. Se formaron dos grupos, con los condenados atados entre sí por cuerdas. Torrijos pidió no ser vendado y dar él mismo las órdenes, como correspondía a su rango de general, pero no se atendió a sus solicitudes. Con sus cuarenta y ocho compañeros fue fusilado a las once y media de la mañana. Pasaba así a integrar, con Rafael del Riego y Mariana Pineda, la trilogía más famosa de héroes liberales sacrificados por el absolutismo.

Solo una semana después del fusilamiento, «un español emigrado» compuso un himno a su muerte, subtitulado «Canción, ó Lamentos que dirige un Patriota Español á todas las Naciones, y en particular á la suya, pidiendo la venganza de la Sangre de sus compañeros vendidos... y asesinados vil é inhumanamente en el Campo de Gibraltar, y ciudad de Málaga, en defensa de la Libertad». Se trataba de una composición en forma de romance con veinticinco estrofas de cuatro versos decasílabos entre las que iban intercaladas otras tantas de romancillo de cuatro hexasílabos, destinadas al coro, culminando con una octava real. El tono, imprecatorio, exhortaba a la venganza15.

Dos destacados escritores románticos compusieron sendas elegías a Torrijos. El primero, José de Espronceda, que había participado en una expedición militar con los liberales y había escrito en París un poema A la esposa de Torrijos, en la que predecía su triunfo, es el autor de un soneto A la muerte de Torrijos y sus compañeros, compuesto al poco de su muerte en el mismo 1831, que alcanzó gran celebridad16. Su amigo, el también sobresaliente escritor Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), es el autor de un poema A la memoria del general Torrijos (1839), en el que remontaba la genealogía de su gesta hasta Juan de Padilla y expresaba, con ello, la continuidad de la referencia histórica en el mito romántico del enfrentamiento con el poder17. Tanto en la obra de Espronceda de manera más clásica, siguiendo el modelo renacentista de Rodrigo Caro y los ejemplos de Manuel José Quintana y Alberto Lista, como en la de Gil y Carrasco, más lírico18, llama la atención la estatura heroica concedida a Torrijos, quien reunía todas las características para encarnar un mito en cierto modo byroniano en su lucha primero por la independencia y luego por la libertad.

Con María Cristina de Borbón sostenida en el trono por los liberales, tuvo lugar la rehabilitación de la memoria de Torrijos. En 1837 se inscribió su nombre, unto a los de Riego, el Empecinado, Salvador Manzanares, Antonio Miyar y Pineda, en el Salón de Sesiones del Congreso, donde ya estaban los de los comuneros v los de Lanuza, Diego de Heredia y Juan de Luna, defensores de las libertades de Aragón. La reina gobernadora concedió además a su viuda el condado de su nombre. Un año antes, cuando Ignacio López Pinto (1792-1850), hermano de uno de los fusilados junto a Torrijos, fue nombrado gobernador de Málaga, promovió, el 14 de enero de 1836, la realización de las exequias fúnebres de los ejecutados, y un particular homenaje a su hermano Juan19. También por esas fechas, en Zaragoza se representó una obra de teatro titulada El Verdugo de Málaga o muerte de Torrijos, durante cuyo estreno, el 24 de noviembre de 1837, hubo un alboroto al salir los frailes a escena que llevó a suspenderlo20.

En el Sexenio Revolucionario, el escritor republicano Francisco Flores García (1846-1917) publicó en 1868 una obra de teatro en un acto que denominó «comedia patriótica» y que dedicó a la milicia popular de Málaga, en la que conmemoraba la muerte del general y de sus compañeros. En ella, acertaba a vincular este hecho con un sentimiento colectivo y a ver, en la gesta de Torrijos, una voluntad de constituir una verdadera nación: «Torrijos murió contento / por sostener una idea. / El marchó altivo, sereno, / impasible á su calvario / [...] / De un puñado de valientes / alentado é impelido, / quiso de un pueblo oprimido / hacer un pueblo potente!»21.

Ya en la Restauración, el mismo año de 1886 en que se encargó el cuadro, el polígrafo malagueño Narciso Díaz de Escovar (1860-1935) publicó su Torrijos: drama en un acto y dos cuadros. Después, Torrijos apareció en uno de los libros de las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja (1872-1956), en el que se le caracterizaba como «efusivo y franco»22. En 1927 en su Mariana Pineda, Federico García Lorca (1898-1936) introdujo la evocación de la muerte de Torrijos, llena de lirismo, que comienza «Torrijos, el general / noble, de la frente limpia», y que enlazaba, en una de sus mejores obras de teatro, a los dos héroes más atractivos del liberalismo para el imaginario popular23 Por último, en su manifiesto de 1931, el Ayuntamiento de Granada reunía los nombres de Pineda, Padilla, Maldonado, Luis Lacy, Riego, Torrijos, Martín Zurbano y Sixto Cámara como ejemplos de la lucha a favor de la libertad24.

En las artes plásticas, el fusilamiento de Torrijos no había protagonizado ningún cuadro, pero sí, en cambio, algunas estampas. La más interesante es la litografía que lleva la firma de José María Cardano (1781-post. 1835), artista de ideología liberal que después de 1823 vivió en Inglaterra, donde hubo de coincidir con Torrijos (fig. 6). Al pie de la misma aparece, a la derecha, el militar enardeciendo a sus tropas montando su caballo en corveta y, a la izquierda, su fusilamiento. Otra estampa, esta francesa, titulada L'Espagne et Torrijos, grabada por Augustin Burdet (1798-1870?) a partir de un dibujo de Auguste Raffet (1804-1860) y editada por Charles-Arthur Perrotin (1796-1866), muestra en cambio una total falta de verdad histórica, pues en lugar de un fusilamiento representó un ahorcamiento (fig. 7). Quizá esa muerte recordaba la de Rafael del Riego en 1823, pero hacía perder por completo, además de veracidad, toda posible dignidad y nobleza.

Pero la muestra más inmediata de la importancia que adquirió la memoria de Torrijos radica, sin duda, en la erección de un monumento escultórico en Málaga en la plaza dedicada al general Riego, luego de la Merced. Es significativo del calado que tuvo su figura que, promovido por el Ayuntamiento de Málaga, fuera costeado por suscripción popular. El obelisco fue inaugurado con ocasión del decimoprimer aniversario del suceso, el 11 de diciembre de 1842, y la ceremonia incluyó el traslado de los restos desde el cementerio de San Rafael y su sepultura en una cripta situada en su base. Este, con diseño de Rafael Mitjana y Ardison (1795-1849), arquitecto y cartógrafo malagueño que ganó el concurso público al que se presentaron otros cinco proyectos, se realizó en piedra jaspón de las canteras de San Telmo, con elementos de hierro, con un coste estimado de cuarenta mil pesetas. El proyecto inicial, que remataba con una estatua de la Fama, fue sustituido por razones de economía por otro más sencillo, menos estilizado y airoso, que eliminó la escultura e incluyó una láurea, según una inspiración de origen neoclásico, de gran sencillez. Los nombres de los fusilados aparecían en letras doradas, cuyo brillo se desgastó con el tiempo25. El monumento se convirtió en el centro simbólico de homenajes liberales; además, al inicio del Sexenio Revolucionario, en 1868, una comisión municipal colocó una cruz de hierro en la playa de San Andrés, en el sitio de la ejecución.

Aunque hasta 1887 ningún pintor de historia había reflejado el fusilamiento de Torrijos, algunos habían representado, en cambio, episodios vinculados con esas luchas contra el poder opresor de la monarquía. Uno de esos antecedentes, el justicia mayor de Aragón Juan de Lanuza (1564-1591), objeto primero de un drama del duque de Rivas, había sido recurrente en la pintura de la segunda mitad del siglo XIX26. En cambio, fueron más infrecuentes los motivos suscitados por las víctimas, casi contemporáneas, de la represión ochocentista. Entre ellos, figura la obra Prisión de Riego, de Vicente Borrás y Mompó (Museo del Prado), pintada en 1877. La condena a muerte de Mariana Pineda inspiró las obras de Isidoro Lozano Doña Mariana Pineda, en el momento de despedirse de las beatas de Santa María Egipcíaca, en cuyo beaterío estaba presa, para ir a la capilla (Museo del Prado, depósito en el Ayuntamiento de Granada), pintada en 1862, y de Juan Antonio Vera y Calvo, Mariana Pineda en capilla (Madrid, Congreso de los Diputados), de ese mismo año, una pintura que, presentada a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1864, fue adquirida por el Congreso solo en 189027, cuatro años después del encargo del Fusilamiento de Torrijos.

Por su parte, durante el Sexenio Revolucionario, Antonio Gisbert había abordado asuntos de la más estricta contemporaneidad, como la Llegada de Amadeo I al puerto de Cartagena, encargado por el rey, y Amadeo de Saboya ante el cadáver del general Prim (antes en la colección de los duques de Aosta). Este último suponía una completa y melancólica inversión del tono heroico del cuadro de Henri Regnault (1843-1871) Juan Prim, 8 de octubre de 1868 (París, Musée d'Orsay) que, pintado en 1869, exaltaba el principio de la Revolución. Gisbert acertó a conseguir en esa obra una naturalidad solemne y reflexiva que superaba la representación circunstancial para convertirse en un verdadero cuadro de historia contemporánea. Sus propios coetáneos fueron conscientes de su importancia, pues fue muy difundida a través de la litografía. El desempeño de Gisbert en esta pintura le sirvió seguramente de referencia cuando, quince años después, afrontó un motivo algo más alejado en el pasado pero propio, en todo caso, de la historia contemporánea y que añadía, a la solemnidad de la muerte, el acento heroico del sacrificio por la libertad.

La implicación de Gisbert con los nuevos rumbos revolucionarios le había llevado a aceptar la dirección del Museo del Prado en 1868. Bajo su mandato, este comenzó a abrirse cinco días a la semana, en lugar de los dos del fin de semana, cambio sustancial y acorde con el nuevo carácter de la institución, ya no propiedad de la monarquía sino patrimonio del Estado. A esa nueva dimensión nacional de la institución obedeció también la integración en ella del Museo de la Trinidad. Esta había sido reclamada por el pintor y restaurador Vicente Poleró en 1868, según una idea compartida por el pintor y crítico Ceferino Araujo y por el escritor José Caveda, quien abogaba también por la incorporación al Prado de los fondos de la Academia de San Fernando. La fusión se realizó, finalmente, el 22 de marzo de 1872. Ni Gisbert ni tampoco ningún otro pintor español notable del periodo eran las personas idóneas para llevar a cabo el difícil cometido de integrar adecuadamente la Trinidad en el antiguo Real Museo de Pinturas. Tampoco podía ocuparse de la redacción del nuevo catálogo que su amigo Gregorio Cruzada Villaamil reclamaba, en donde se estudiaran las obras del Museo28. De hecho, en 1872 se publicó una nueva edición mucho más completa del de Pedro de Madrazo (1816-1898), si bien circunscrita a las escuelas española e italiana, que seguía, justamente, el modelo que el propio Cruzada había iniciado en su catálogo del Museo de la Trinidad en 1867.

Con todo, aquella unión permitió completar graves carencias de la pintura española —y, en menor medida, de otras escuelas— en las colecciones del Prado. Así, aunque la incorporación del conjunto de la Trinidad se hizo de un modo muy incompleto, precario y con muchas dificultades, se «nacionalizaba», no solo legalmente, sino en sus contenidos, la primigenia fundación real. Esta dejaba de ser así un conjunto de piezas reunidas por diferentes monarcas hispanos atendiendo a los criterios de su gusto, para asumir la voluntad de mostrar la completa evolución de la pintura española a través de sus ejemplos más representativos. A ello respondió también el ingreso de los cuadros de Goya que allí estaban y el traslado al Museo de los cartones para tapices del maestro aragonés que se hallaban en los sótanos del Real Palacio. Además, estos mostraban un interés por aspectos de costumbres del pueblo que hubo de ser apreciado en aquellos momentos. Por otra parte, la importancia que asumía la figura de Goya era acorde con el ideario liberal que triunfó tras la Revolución de 186829. Finalmente, la suma de los cuadros contemporáneos que habían sido adquiridos por el Estado en las siete Exposiciones Nacionales celebradas entre 1856 y 1871 permitió dar un carácter vivo al Museo y llevar la voluntad de la representación del arte español hasta su mismo presente.

Vinculado con su posición de director del Museo Nacional de Pintura y Escultura, Gisbert participó en otras comisiones y empeños que denotan el propósito de organizar, bajo una nueva orientación dirigida a la exposición pública, los bienes que habían sido de la monarquía y que habían pasado a ser patrimonio nacional. Especialmente importante, por su número y extraordinaria calidad, fue el caso de los tapices, que movió a Gisbert a realizar una propuesta de selección y a formar un museo para su exhibición pública en el monasterio del Escorial. También fue parte de la comisión encargada de inaugurar un panteón nacional, creada por decreto del gobierno de Ruiz Zorrilla el 31 de mayo de 1869, según el antiguo plan de 1837 de reunir en San Francisco el Grande, recién desamortizado, los restos de los españoles ilustres. Gisbert participó activamente en los preparativos y organizó un cortejo de carrozas alegóricas que recorrió la ciudad con motivo de su inauguración el 20 de junio30. La idea de un panteón nacional, cuyo ejemplo máximo era el de París, mostraba la voluntad de expresar la importancia de la nación española a través de la exaltación de sus hijos de mayor prestigio. Estas y otras ocupaciones del artista durante ese periodo revelan su grado de compromiso con los propósitos de los gobiernos revolucionarios. De todos modos, el 16 de julio de 1873, cinco meses después de la abdicación de Amadeo de Saboya, al que había estado muy vinculado, Gisbert renunció a la dirección del Prado y se estableció en París.