Teatro y sociedad en el Occidente romano (II)

El Teatro en Hispania

El teatro desempeñó en las provincias del Imperio el papel de transmisor de ideas y valores propios de la romanidad en un ámbito predominantemente indígena, constituyendo desde ese punto de vista un elemento fundamental en el proceso de integración cultural que denominamos romanización. Como en Roma, las representaciones teatrales provinciales formaban parte de juegos públicos dedicados a determinadas divinidades. Si bien la estructura de los ludi en la metrópoli no es extrapolable sin más a las ciudades provinciales, éstas se guiaban en general por ese modelo. Esto es mostrado en Hispania por la ley de Urso (Osuna, Sevilla), colonia de ciudadanos romanos fundada por iniciativa de Julio César inmediatamente después de su asesinato en el año 44 a.E. Entre las diversas disposiciones de la ley Ursonense, se encuentra regulada la celebración de juegos públicos. Estos debían ser organizados por los principales magistrados anuales de la colonia, los dos duunviros (capítulo 70). Las fechas habían de ser fijadas al comienzo del año de acuerdo con los decuriones locales y debían durar un mínimo de cuatro días, ocupando con los festejos al menos la mitad de las horas útiles de cada uno de esos días. Los juegos, a los que el texto de la ley se refiere como ludi scaenici, tenían que dedicarse a los dioses capitolinos romanos (Júpiter, Juno y Minerva), aunque se añade un genérico «a los dioses y diosas». Cada duunvir debía gastar en esos juegos al menos dos mil sestercios de su propio peculio, a los que se añadía como máximo una cantidad igual procedente de los fondos públicos. Esto significa que la magnificencia de los juegos coloniales dependía de la voluntad política y de la generosidad de los duunviros de turno.

La ley (capítulo 71) contiene también prescripciones semejantes en relación con la segunda magistratura colonial en importancia, los ediles, quienes debían gastar dos mil sestercios de su patrimonio en la organización de espectáculos escénicos, unidos a un máximo de mil sestercios de las arcas públicas. Tres de los días correspondientes a los juegos edilicios eran dedicados a los dioses capitolinos, pero el cuarto lo era a la diosa Venus, divinidad tutelar de Urso por ser antepasada mítica del fundador César. En este caso, Venus era honrada con juegos circenses en el circo o gladiatorios en el foro de la colonia.

El magistrado encargado de la organización de los espectáculos escénicos debía velar por la correcta distribución de los asientos teatrales, tanto entre los colonos, que constituían la población de pleno derecho de Urso, como entre los residentes en la colonia que legalmente fueran ciudadanos de otras ciudades (incolae), los huéspedes de la comunidad e incluso los simples transeúntes. Al igual que en Roma, en Urso (capítulos 125-127) -y hay que suponer que también en otras colonias hispanas como Caesaraugusta y Emerita Augusta- debían reservarse asientos de honor en la orchestra, como lugar de máximo privilegio junto a la escena, para los decuriones y para los magistrados coloniales de cada año. Se fija una multa de cinco mil sestercios para quien infrinja la norma y se acomode en esos lugares sin estar autorizado para ello. Se reserva además la orchestra al gobernador de la Hispania Ulterior, provincia a la que pertenecía Urso, a los magistrados del pueblo romano, es decir, aquellos magistrados de Roma que circunstancialmente se encontraran en Urso, a los senadores y sus hijos presentes en la ciudad, y al praefectus fabrum, funcionario al servicio del gobernador provincial. En otro capítulo de la ley (66), se concede asimismo a los principales sacerdotes de la colonia, pontífices y augures, el privilegio de sentarse en los lugares reservados a los decuriones tanto en el teatro como en los juegos gladiatorios.

Siguiendo el ejemplo de las colonias, es posible que también los municipios hispanos incluyeran entre sus normas internas la obligación de distribuir espacialmente a los asistentes a los juegos según su condición social. Sin embargo, el capítulo 81 de la ley del municipio de Irni (o Irnium) en la provincia Bética, datada en época Flavia, hace una referencia general a la ordenación de los espectáculos, pero no prescribe ninguna ubicación predeterminada de los asistentes.

A diferencia de lo que ocurría en el Oriente helenizado, en donde el teatro contaba con una tradición multisecular profundamente enraizada en la vida comunitaria, en el Occidente romano tanto los espectáculos escénicos como los edificios específicos destinados a albergarlos son innovaciones que empiezan a popularizarse tan sólo a partir de mediados del siglo I a.E. como parte integran- te de las nuevas corrientes culturales activadas por el régimen inaugurado por Augusto. Todavía a mediados del siglo I d.E. las representaciones teatrales debían suponer una relativa novedad en las regiones más apartadas de Hispania o, al menos, eso es lo que se desprende de un suceso recogido por Filóstrato en su Vida de Apolonio de Tiana (V 9) acontecido en la desconocida ciudad bética de Ipola (?), en donde la población quedó primero pasmada ante el espectáculo de un actor calzado con altos coturnos y ataviado con ropaje escénico, y huyó despavorida después, cuando empezó a declamar tras su máscara, cual si demonio les persiguiera aullando...

Probablemente las compañías dramáticas, en el curso de sus giras por las regiones más apartadas de Occidente, se toparan con reacciones semejantes, ilustrativas de la falta de familiaridad de las poblaciones rurales con las representaciones dramáticas, sobre todo con las de tradición griega. Sin embargo en las grandes ciudades, los edificios teatrales y los espectáculos escénicos empezaron a convertirse, desde comienzos del Principado, en elementos habituales de la vida urbana. Así queda reflejado a comienzos del reinado de Augusto por Vitruvio, el teórico de la arquitectura, para quien el teatro constituía junto con los templos -y, cabría añadir, los foros- uno de los polos fundamentales en torno a los que debía articularse la trama urbana. De hecho, muchas de las nuevas ciudades hispanas fundadas o reformadas a partir del cambio de Era reservaron dentro de sus circuitos amurallados grandes parcelas para acoger esas enormes moles de cemento y piedra que, una vez construidas, pasaban a dominar la fisonomía urbana. Es el caso de Tarraco (Tarragona), Baetulo (Badalona), Carthago Nova (Cartagena), Caesaraugusta (Zaragoza) [Figura 4], Bilbilis (Calatayud), Corduba (Córdoba), Gades (Cádiz), Malaca (Málaga), Emerita Augusta (Mérida) u Olisipo (Lisboa), entre muchas otras.

La construcción de estos edificios exigía el desembolso de sumas enormes: 400.000 sestercios costó la edificación del teatro de la pequeña ciudad africana de Metauro, cifra equivalente al cuádruplo de la fortuna que debían acreditar quienes aspiraran a formar parte del senado local de una ciudad provincial importante o bien al salario mensual de 5.000 operarios manuales. Por ello, no era infrecuente que, ante las dificultades de los gobiernos municipales para afrontar tales inversiones, fueran potentados locales quienes las asumieran, según queda de relieve en las múltiples inscripciones que registran la financiación por particulares de la erección de estos edificios o de una parte de ellos, o bien su embellecimiento como ocurre, por ejemplo, en Malaca o Italica (Santiponce, Sevilla). Tal pudo ser el caso también del teatro de Gades, cuya existencia certifica Cicerón para el año 43 a.E. (Cartas a familiares X 32,2), fecha en la que el gaditano Cornelio Balbo, colaborador de César y futuro cónsul de Roma (39 a.E.), hizo representar en él una obra de carácter autobiográfico para conmemorar su elección como magistrado local: el protagonismo de Balbo en la renovación urbana del recién creado municipio romano de Gades (Estrabón III 5,3), así como su gusto por este tipo de edificios -algunos años después, en 13 a.E., hizo erigir en Roma el tercer teatro en piedra de la ciudad, cuyos restos pueden contemplarse hoy en la Crypta Balbi- son hechos que inducen a valorar la posibilidad de que fuera él también quien asumiera los costes de la erección del teatro de Cádiz.

La financiación de tales construcciones por particulares ilustra en grado máximo el fenómeno del evergetismo, por el cual las clases dominantes invertían una parte de sus fortunas en embellecer su ciudad y erigir edificios públicos, así como en costear espectáculos y cualesquiera acciones -banquetes, repartos de viandas, entradas gratuitas a los baños, etc.- que redundaran en beneficio del bienestar de la comunidad: el pueblo esperaba de sus dirigentes tales larguezas, que, por otra parte, reportaban a los benefactores prestigio y popularidad, al tiempo que contribuían a legitimar, a los ojos de sus conciudadanos, el ejercicio del poder político. Las inscripciones muestran cómo los teatros se convirtieron en un lugar privilegiado para realzar con ludi scaenici todo tipo de acontecimientos, desde la inauguración de un edificio donado por un particular hasta la obtención de un sacerdocio o de una magistratura -según veíamos en el caso del gaditano Balbo-, pasando por la conmemoración de aniversarios y efemérides de todo género.

Los teatros estaban diseñados originalmente para albergar representaciones escénicas en cualquiera de sus formas: fueran las viejas tragedias y comedias de tradición griega, o las nuevas formas romanas como la atellana, el mimo o la pantomimo. Sin embargo estos edificios eran adecuados también para acoger otras manifestaciones artísticas como la música, el canto o la danza y hasta para servir de escenario a competiciones atléticas o espectáculos acrobáticos. Es comprensible que edificios tan costosos no quedaran reservados tan sólo para la representación de ludi scaenici y otros espectáculos, que, por frecuentes que fueran, sólo cubrían una pequeña parte del calendario, sino que se procurara rentabilizarlos utilizándolos también para cobijar reuniones multitudinarias de carácter no festivo como las asambleas de carácter político, administrativo o judicial, función perfectamente comprobada en el norte de Africa y en el Oriente griego. Además, en su condición de lugar frecuentadísimo -celeberrumus locus- sus paredes podían ser aprovechadas para exhibir anuncios o documentos de interés público como bien queda ilustrado el caso del teatro de Afrodisias de Caria, en la actual Turquía. De hecho y recogiendo esta multifuncionalidad característica de muchos edificios antiguos, se ha llegado a afirmar que en Occidente el teatro era una forma arquitectónica vacía, es decir no predeterminada para una función precisa.

Entre esas otras actividades que los teatros podían acoger, las más recientes investigaciones ponen de manifiesto cómo este edificio se convirtió rápidamente en un escenario privilegiado del culto imperial. Diversos factores favorecieron este empleo. Por una parte, la celebración de los ludi scaenici en el contexto de festividades en honor de los dioses cívicos confería a estas construcciones una acusada connotación festivo-religiosa. Por otra, los teatros no sólo permitían acoger cómodamente a grandes multitudes, sino que lo hacían de manera ordenada merced a las estrictas normas que regulaban la ocupación de los graderíos, de suerte que se constituían en proyecciones orgánicas y jerarquizadas de la comunidad, y, por lo tanto, en escenarios idóneos para ceremonias que pretendían afirmar la cohesión de la sociedad y expresar su respeto y fidelidad a la casa imperial. Finalmente, la frons scaenae con la rica decoración arquitectónica y estatuaria que la asemejaba al interior de un aula regia o sala de recepción real constituía un espacio majestuoso, idóneo para las ceremonias de culto dedicadas a los emperadores.

Las inscripciones en honor de los príncipes y las estatuas que los representaban, así como las capillas específicas preparadas para el culto, ponen de manifiesto en numerosos teatros la utilización de estos edificios con tal propósito. Así, en Emerita Augusta varios epígrafes datados en el año 16-15 a.E. muestran que el edificio fue costeado por Marco Agripa, el yerno y estrecho colaborador de Augusto, mientras que otros enclavados en un recinto construido en la parte inferior del graderío y datables en época de Trajano, señalan la existencia de una capilla consagrada al culto imperial. Por su parte, el teatro de Carthago Nova, también construido en tiempos de Augusto, fue erigido en honor de Gayo y Lucio César, los herederos del emperador, según se desprende de los epígrafes monumentales que corrían sobre los accesos al proscenio. La vinculación del edificio con el culto imperial queda también de manifiesto en la frecuente implicación de sacerdotes consagrados al mismo en la erección o embellecimiento de los teatros como ocurre en Italica o en Olisipo.

Aunque en el Occidente latino las ceremonias ligadas al culto del emperador no estén documentadas todo lo bien que sería de desear, las diversas vinculaciones señaladas entre estos rituales y los teatros permiten postular un desarrollo que no diferirla mucho del atestiguado en las ciudades orientales, donde estas celebraciones, junto a los juegos y los sacrificios, comportaban procesiones solemnes que recorrían la geografía urbana y en las que, frecuentemente, los teatros constituían una etapa fundamental de las ceremonias. Así, por ejemplo, con tal motivo en la ciudad laconia de Gition, en tiempos de Tiberio, una procesión que partía de los templos de las divinidades protectoras de la ciudad, tras detenerse para inmolar un toro pro salute imperatoris en el santuario de culto imperial, desembocaba en el teatro, al que para la ocasión se hablan trasladado las efigies cultuales de Augusto, Livia y Tiberio, ante las que se realizaban ofrendas de vino e incienso, tras las que daban comienzo los ludi scaenici. También en Éfeso, ciudad emplazada en la actual costa egea de Turquía, los bustos de la familia imperial eran transportados en procesión hasta el teatro en el curso de diversas festividades.

En su condición de espacios públicos, los teatros constituían un espacio idóneo de representación social para la puesta en escena y en valor del poder y la jerarquía social, por lo que -junto a necrópolis y foros- eran probablemente los puntos urbanos en los que se concentraba una mayor densidad de mensajes epigráficos, si bien preferentemente reservados a las manifestaciones de piedad hacia los dioses y los emperadores, o a la conmemoración de la generosidad de los prohombres que habían financiado su construcción o embellecimiento. A cambio apenas suministran información acerca de los profesionales del espectáculo que, por su escasa consideración social, quedaban excluidos de este espacio de representación solemne. Sólo algunos epitafios hispanos guardan memoria de esas gentes humildes como el dissignator (acomodador) Tito Servio Claro, en Córdoba, la secunda mima (segunda actriz de mimo) Cornelia Nothis, en Emerita Augusta -ambos libertos y con sus inscripciones presentes en la exposición-, el exodiarius (cantante) Patricio, en Pax Iulia (Béja), el Iyricarius (recitador al son de la lira) Cornelio Aprilis, en Aurgi (Jaén) o el mimographus (compositor de mimos) Emilio Severiano, en Tarraco.

Por Francisco Beltrán y Francisco Pina. Universidad de Zaragoza.

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