España y la Gran Guerra: textos históricos

Discurso de Dato en las Cortes españolas (1914)

El Gobierno de S.M., respondiendo a la cortés invitación de la minoría de conjunción republicano-socialista, tiene una verdadera satisfacción al manifestar ante el Congreso que persevera en la actitud de neutralidad que, con ardoroso aplauso del país, adoptó desde el momento en que le fue conocida la declaración de guerra entre naciones con todas las cuales las relaciones eran de una sincera y leal amistad. La Nación española, que no ha recibido de ellas el menor agravio y que es totalmente extraña a las causas que hayan podido producir el actual pavoroso conflicto, desea verse alejada de los horrores de la guerra y a esto tiene un derecho incuestionable, siendo por todo extremo satisfactorio el observar que la neutralidad en que se ha colocado es respetada y ha sido reconocida como muy legítima y prudente por las mismas naciones beligerantes, las cuales han honrado a nuestros embajadores y ministros en el extranjero, confiándoles la representación que tenían que abandonar de los derechos e intereses de sus súbditos.
Atento a la marcha de los sucesos y en previsión de futuros acontecimientos, el Gobierno español no permanece indiferente a nada de lo que se relaciona con la defensa nacional. Ha adoptado y seguirá adoptando aquellas medidas que su previsión y su patriotismo le aconsejen como indispensables, sin que sobre esto pueda decir una palabra más al Parlamento, creyendo confiadamente que la Cámara y el país están, en todo lo que a la defensa nacional se refiere, al lado del Gobierno, porque el Gobierno representa los intereses de España.

Mantendremos, pues, esa actitud de neutralidad de la que jamás voluntariamente hemos de apartarnos y si contra lo que fundamentalmente creemos, si contra lo que constituye nuestra honrada convicción llegase en el curso de las circunstancias, un momento en el cual debiéramos considerar si esa neutralidad era o no compatible, nuestra actitud no cambiaría en lo más mínimo antes de ver si eran compatibles con los intereses del Estado español, acudiríamos al Parlamento. Y si las Cortes tuvieran suspendidas las sesiones, las convocaríamos al efecto de que deliberasen sobre este punto esencial para la vida de España, porque nosotros, señores, tenemos una fe ciega, una confianza absoluta en el patriotismo y sabiduría de las Cortes. No esperamos que llegue el caso (en hipótesis todo ha de admitirse) de que España pueda ser objeto de alguna agresión. ¡Ah! Si ese caso llegase, señores, nosotros somos españoles y nosotros sabremos responder a la tradición gloriosa de la noble y vieja España, sacrificando nuestras vidas, que nada valen por la integridad y la independencia de nuestro territorio.

Entretanto y mientras llega la hora de la paz, ansiada por la humanidad entera con angustia infinita, mientras esa hora bendita llega (y quiera Dios que los pueblos neutrales podamos abreviarla interponiendo nuestros buenos oficios), nosotros debemos cumplir austeramente con los estrechos deberes que la neutralidad impone, no sólo deberes oficiales y deberes del Parlamento, sino deberes de toda la Nación española, de respeto, de admiración, de consideración a aquellos pueblos que sufren los horrores de la guerra, deberes que responden a la tradicional hidalguía del pueblo español.

Y para esto interesa mucho, señores, que todos estemos estrechamente unidos, que formemos una verdadera solidaridad nacional, desde el Rey hasta el último ciudadano, porque nuestra unión será la mejor salvaguardia de los altos y sagrados intereses de la Patria.

(Diario de Sesiones del Congreso. Sesión 5 de noviembre de 1914)

Pero con el paso de los años, el conde de Romanones escribió que «Hay neutralidades que matan»

Desde el primer instante en que surgió el conflicto europeo, tantas veces temido, por tan pocos creído, la opinión más generalizada en España, preciso es reconocerlo, ha sido que nuestra única, segura salvación, se halla en proclamar y mantener la neutralidad más absoluta: por eso se exigió que el Gobierno, que los hombres en quienes habían recaído anteriormente las responsabilidades del Poder, declararan si existían o no pactos o compromisos secretos y firmes que obligaran a España con otras potencias.

La contestación fue precisa y terminante, y con ella, y con la declaración de la Gaceta de la neutralidad de España quedó la opinión tranquila; nos creíamos desde aquel instante completamente inmunes y nos hallamos dispuestos a presenciar la tremenda, apocalíptica lucha, con emoción, sí, pero con aquella serenidad que da contemplar el peligro desde sitio seguro.

Al transcurrir los días, la tranquilidad ha aumentado; llegan los optimistas, confiados en la neutralidad, a augurar para nosotros, como resultado del conflicto, días de ventura, prosperidad y engrandecimiento. ¡Quiera el cielo escucharos! Pero por si acaso no les atiende, conviene analizar cuál es la esencia de esa medicina prodigiosa que se llama neutralidad.

Neutralidad, literalmente, expresa no ser de uno ni de otro. ¿Es que España, en realidad, no es ni de uno ni de otro? ¿Es que puede dejar de ser de uno o de otro? España, en verdad, no ha contraído compromiso con ninguna nación bajo el aspecto ofensivo o defensivo; pero el hecho es que España determinó su actitud en el Mediterráneo con Inglaterra, primero, y con Francia, después, en las notas cambiadas en Cartagena; España firmó con Francia recientemente un Tratado respecto a Marruecos, que obliga a una y otra parte a una acción solidaria; España es fronteriza por el Pirineo; por todo su litoral, en realidad, con Inglaterra, dueña del mar, y por el Oeste, con Portugal, protegida y compenetrada con Inglaterra.

Bajo el aspecto económico, Francia ocupa el primer lugar en nuestro mercado de exportación e importación; el ahorro francés está empleado en España en múltiples empresas: síguenle en importancia Inglaterra y después Bélgica, ocupando el cuarto lugar Alemania, que muy recientemente se ha ocupado de España sólo para quitar el mercado industrial a Inglaterra.

España, pues, aunque se proclame otra cosa desde la Gaceta, está, por fatalidades económicas y geográficas, dentro de la órbita de atracción de la Triple Inteligencia; el asegurar lo contrario es cerrar los ojos a la evidencia; España, además, no puede ser neutral porque, llegado el momento decisivo, la obligarán a dejar de serlo.

La neutralidad que no se apoya en la propia fuerza está a merced del primero que, siendo fuerte, necesite violarla; no es la hora oportuna para hablar de la indefensión en que se halla España, Baleares, Canarias, Las Rías Bajas y las Altas Rías de Galicia, si pudieran hablar, si les fuera dable posible quejarse ¡qué cosas dirían! ¡que tremendas imprecaciones habríamos de escuchar! Cualquiera de los beligerantes que necesite de estos puntos, ¿quién le impedirá ocuparlos? Y entonces sucederá que los llamamientos y protestas del débil neutral por nadie serán escuchados, y quedaremos a merced de los acontecimientos, sin tener a quien volver la vista ni pedir amparo en la hora de la suprema angustia.

Si triunfa el interés germánico, ¿se mostrará agradecido a nuestra neutralidad? Seguramente no. La gratitud es una palabra que no tiene sentido cuando se trata del interés de las naciones. Germania triunfante aspirará a dominar el Mediterráneo; no pedirá a cambio de su victoria a Francia, como en el año 70, la anexión de una sola pulgada de territorio continental; la lección de Alsacia y de Lorena no es para olvidarla; pedirá como compensación el litoral africano, desde Trípode hasta Fernando Poo, y entonces no solamente perderemos nuestro sueño de expansión en Marruecos: perderemos la esencia de nuestra independencia, que radica en la neutralidad del Mediterráneo; rota ésta, quedaremos a merced del Imperio Germánico; no podremos sostener como nuestras, no podremos sustraer a su codicia a las Baleares; y en el orden económico y financiero, la ruina de aquellas naciones con cuyos intereses estuvimos compenetrados no podrán ser compensados ni sustituidos por la expansión germánica.

Por el contrario, si fuese vencida Alemania, los vencedores nada tendrán que agradecernos; en la hora suprema no tuvimos para ellos ni una sola palabra de consuelo: nos limitamos tan sólo a proclamar nuestra neutralidad; y entonces ellos, triunfantes, procederán a la variación del mapa de Europa como crean más adecuado a sus intereses.

La hora es decisiva; hay que tener el valor de las responsabilidades ante los pueblos y ante la Historia; la neutralidad es un convencionalismo que sólo puede convencer a aquellos que se contentan con palabras y no con realidades; es necesario que tengamos el valor de hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como nuestro y su vencimiento como propio; entonces España, si el resultado de la contienda es favorable para la Triple Inteligencia, podrá afianzar su posición en Europa, podrá obtener ventajas positivas. Si no hace ésto, cualquiera que sea el resultado de la guerra europea, fatalmente habrá que sufrir muy graves daños.

La suerte está echada; no hay más remedio que jugarla; la neutralidad no es un remedio; por el contrario, hay neutralidades que matan.

(Diario Universal, 19 de agosto de 1914)

Manifiesto germanófilo

El espíritu político de España se halla en la actualidad como aquel, según dice el libro de Job, que habiendo paz, sospecha que hay asechanzas.

Son muchos los obstinados en que el perro rabie, y aunque pudiera ser otro el que rabiara, malo sería que ninguno mordiera. De cualquier modo, con amordazarlos ni ponerles bozal no se consigue nada. Hablen todos, aunque sean ladridos, y háblese claro y sépase lo que cada uno piensa.

Nada de silencios prudentes, ni de medias palabras, ni de equívocos. Así como así, ¿qué podrá sucedernos en el peor de los casos? ¿A la guerra y con la guerra triunfos y ganancias? Muy bien. ¿A la guerra y con la guerra el desastre? Mejor que mejor. La liquidación, tan necesaria en España, sería definitiva.

Pudiera ser que la liquidación fuera previa. Y esto es lo que deben meditar a solas con su conciencia, y lejos de su libro de caja, los belicosos partidarios de la intervención armada en la contienda europea.

Piensen, sobre todo, que para mancharse de sangre las manos es preciso tenerlas antes muy limpias; que pueda decirse, a lo menos, como en los crímenes pasionales, que no fue el lucro el móvil del delito.

¿Un apóstol? Sí; de una o de otra causa; pero un apóstol inmaculado, sin sospecha, en quien pueda creerse, de quien no pueda desconfiarse. Y ¿dónde está ese apóstol a la hora presente?

Pues ya que no podemos creer en el desinterés de nadie, veamos siquiera qué intereses están más o menos de acuerdo con el interés nacional.

¿Intervención? ¿Qué puede valernos? ¿Qué podemos recuperar? ¿Qué se nos ofrece? ¿Qué podría correspondernos al final de la rebatiña de los grandes?

Antes, antes, hubieran tenido valor las pruebas de amistad, y ya Vázquez de Mella, en su patriótico discurso - ésta fue su mayor fuerza, con tener tanta - enumeró cuánto debemos a las naciones que, según los intervencionistas, deben ser nuestras aliadas. ¿Gibraltar?

¿Qué importa? A cualquier amigo se le cede una habitación en casa, siempre que esa habitación no le sirva para utilizar las demás comunicaciones de la casa.

Si el amigo fuera tan buen amigo, nos querría fuertes y fortificados como él contra los comunes enemigos. ¿Es ése el caso del amigo?

¿Qué más nos ofrece? ¿Qué puede ofrecérsenos? Es muy difícil el regalo cuando el regalo tiene uñas y dientes.

De razones sentimentales no hablemos, porque todas se inclinarán de la otra parte, y hemos quedado, además, en que los tiempos no están paa sentimentalismos.

En resumidas cuentas: los unos quieren empujarnos a una guerra, en la que no vamos a ganar nada. Los otros quieren sostenernos en la paz, de la que podemos lograr mucho.

Nuestra neutralidad no es traición ni deslealtad para nadie. ¿Quién podrá culparnos a la hora de la paz por no haber sido uno más de tantos logreros como van al río revuelto de las turbias aguas? Entre tantas ambiciones furiosas, España sola no pidió nada, pidió paz y amor y respeto ...

Y todo esto lo pedimos para los que nada nos dieron en nuestras horas tristes, cuando sólo hallamos el egoísmo de todos. Pero aquel egoísmo, como todos los egoísmos, tuvo su castigo. Con la pérdida de nuestras colonias de América perdió Europa todo derecho a intervenir en las cuestiones americanas; en cambio, los Estados Unidos intervienen en todas las cuestiones europeas. Los grandes castigan cuando les conviene; los humildes hallan satisfacción cuando Dios quiere. Pero esta satisfacción es más segura.

Muchos somos los que, impuestos de todos los males que España debe Inglaterra y Francia, desde la batalla de Trafalgar hasta los obstáculos opuestos por Inglaterra a la posesión por nuestra parte de territorios africanos después de la gloriosa toma de Tetuán, nos preguntamos extrañados cómo nuestros "intelectuales" han logrado sobreponerse a la realidad histórica para elevarse a las sublimes idealidades del amor a Francia y a Inglaterra, con la grata ilusión de que ellas son y serán siempre nuestras mejores amigas y aliadas. Que la amistad de esas dos poderosas naciones nos sería muy conveniente, ¿quién lo duda? Todas las amistades son convenientes si son verdaderas. Pero ¿cuándo has sido amigas nuestras leales esas dos señoras naciones?? ¿Qué pruebas de amistad hemos recibido nunca de ninguna de ellas?

Por eso me parece tan admirable, por lo desinteresada, la actitud de nuestros francófilos y anglófilos, implorando y ofreciendo un amor ni correspondido ni aceptado.

Los partidarios de Alemania, espíritus vulgares y ramplones, basamos nuestra idealidad sobre fuertes realidades.

Los del bando contrario nos envuelven por igual a todos bajo el nombre de reaccionarios.

La palabra reaccionario impone mucho; por eso hay tantos, muy germanófilos en su fuero interno, que se están muy callandito. ¿Bien les vaya con su prudencia, vulgo cuquería! ¿Para qué exponerse a perder parte de la parroquia?

Si por reaccionario se entiende el que se opone a una acción contraria, bien haya el mote. Si por reaccionario se entiende, en la vulgar acepción, el que retrasa o se detiene, veamos quién retrasa más y quién pretende pararse.

Dicen los partidarios de los aliados que una fatalidad geográfica e histórica nos une a Francia y a Inglaterra.

¿Qué es más reaccionario, aceptar y someterse a la fatalidad, o procurar por todos los medios vencerla y superarla.

Los que aceptan esa fatalidad geográfica, histórica, quieren una España sometida, intervenida; en una palabra, lo que viene siendo España desde hace mucho tiempo, víctima de una política temerosa, de relaciones oficiales diplomáticas sin arraigo en la realidad, concesión tras concesión para evitar el conflicto cada día... ¡Ah! Y si todo trascendiera al público ¿cuántas veces la opinión no se hubiera sublevado indignada!

Los que no aceptamos esa fatalidad queremos una España fuerte, segura de sí misma por sus propios medios, libre para elegir sus amistades y concertar sus alianzas. ¿Conviene con Inglaterra y con Francia? Pues con ellas. ¿Conviene con Alemania? Pues con ella también; pero no llevados de la mano como niños chicos, por propia voluntad.

Para ello es preciso, ante todo, fortalecernos, en el más amplio sentido de la palabra, material y espiritualmente.

Que nadie nos dicte leyes; que nuestra ley sea nuestra fuerza... ¡La ley! ¡Las leyes! Eso el lo que significa el espíritu de los que se llaman en esta ocasión defensores de la libertad y del derecho. El espíritu libresco, papelero...

La ley es el Noli me tangere de quien llegó adonde se proponía y no quiere que nadie venga a quitarle el sitio.

En nombre de la ley perseguían a los escribas y fariseos al Cristo Redentor...

Todo espíritu nuevo es arrollador de alguna ley. También ahora los que hicieron leyes de guerra a su conveniencia protestan contra el Imperio fuerte que no tiene por qué respetarlas, porque esas leyes le dicen: Sucumbe, y él se siente todo vigor y vida, y puede responder: Veremos quién sucumbe.

¡Ah! El argumento supremo: ¡El militarismo, la fuerza bruta! Hay que exterminar el militarismo.

Sí, es verdad. ¡Habráse visto esos alemanes! Sientes, saben que están rodeados de enemigos, y no se cuidan más que de prepararse para la defensa... ¡Son unos miserables!

El día que las naciones envidiosas de su poderío, de su comercio, de su riqueza, hubieran querido aniquilarla, destruirla, ellos debieron entregarse sin resistir... Era su deber...

Esto del militarismo es un argumento en que entra por mucho la envidia.

Yo he oído como razón suprema de germanofobia: - Mire usted, yo admiro a Alemania; los alemanes me son muy simpáticos; pero... el Kronprinz me revienta... - Así, como si le hubiera quitado la pareja en el baile.

Y si de militarismo hablamos, durante el pasado siglo y lo que va de éste, ¿qué nación nos ha aturdido más con sus empresas guerreras, imperialistas y coloniales? ¿Ha sido Alemania? Aparte la guerra del 70 con Francia, a la que fue provocada por el Imperio francés, Imperio militarista por excelencia, ¿en qué otras funciones guerreras ha intervenido Alemania? ¿Qué conquistas, qué imposiciones han sido las suyas? Su colonización ha sido comercial y pacífica; no han perturbado pueblos, decadentes, como Francia ha perturbado Marruecos; sus ejércitos no han paseado del Tonkín a Casablanca, y sus alianzas y su actitud han sido siempre defensivas... ¡Ah! Pero como lo importante son las palabras...

Alemania, Imperio ... ¡Militarismo, despotismo!... Francia, República, aunque busque su fuerza en el Imperio Ruso ... ¡Libertad, democracia! ¿Ha habido en todo el siglo nación más guerrera que Francia? ¿Ha habido en el mundo moderno, y si me apuran en el antiguo, Imperio más personal, más despótico, más militarista que el de Napoleón I? Son muy graciosos estos defensores de la libertad y de la democracia. Fuera de ellos no hay quien tenga juicio, ni siquiera sentimiento para discernir de nada ...
El público aplaude una obra... pues la obra es mala de remate. ¿Quién es el público para juzgar?

Y, no obstante, ustedes pretenden convencer al público con los más vulgares recursos de melodrama. De un lado, la Libertad, la Democracia; de otro, la Barbarie, el Oscurantismo ... Parece el Excelsior.

Y somos unos majaderos, unos imbéciles, los que no podemos ni queremos creer: primero, que Alemania no sea una nación civilizada; segundo que Inglaterra y Francia hayan sido nunca amigas de España. Llegan, en su soberbia pretensión de ser los únicos enterados, a decirnos: Los que simpatizan con Alemania no la conocen. ¡Ah! Ustedes son los únicos que pueden conocer y enterarse. ¿Cómo se conoce a un pueblo? Por sus costumbres, por sus leyes, por su arte, por sus periódicos ...

¿Qué quieren ustedes decirnos, que Alemania es un país militarista? Es una nación bien organizada; es como un hombre fuerte que, por se fuerte todo él, tiene fuerza en sus brazos ... ¿Qué libertades faltan en Alemania? En el Parlamento se habla contra el Emperador y el Ejército; en el periódico, lo mismo; en el teatro se representa una obra, como La retreta, con marcado sabor antimilitarista. En en Honor, de Sudermann, un personaje civil responde a un oficial que le dice: "Soy oficial del ejército: ¿Nada más?. En otra obra, herencia, se arremete contra el propio Emperador ... ¿Es posible esto en un país sin libertades, bajo un régimen despótico, militarista?
Dejémonos de barajar palabras y de poner a un lado toda la luz y del otro toda la sombra. Nadie desconoce lo que Inglaterra, Francia y Rusia significan. ¿Por qué desconocer lo que significa Alemania?

Yo creo, y dije, y repito - y he visto con satisfacción cómo coincidía en mi juicio con el catedrático de Salamanca don Tomás Elorrieta -, que de Alemania recibe el mundo la mejor lección de socialismo. Y como creo que el mundo, dentro de algunos años, será socialista o no será, tengo la lección por muy provechosa.

Los socialistas no quieren verlo. Se interpone una figura: el emperador, que en este caso no es, como muchos piensan, la cusa determinante, sino el efector resultante ...

Nuestros aliadófilos viven en la consoladora creencia de que toda la intelectualidad se ha refugiado en los escritores, pintores y decoradores de su conocimiento. Pero ¿no hay médicos, militares, ingenieros, industriales, hombres de negocios tan intelectuales como ellos?

(Jacinto Benavente)

Visión catalalanista de la guerra

En el Madrid político ha sido siempre axioma para combatir los movimientos regionalistas que la unidad a través de la uniformidad refuerza a los pueblos y que, en cambio, la unidad por federación los debilita. Esto podía ser sostenido con alguna apariencia de sinceridad antes de la guerra actual; hoy no. Porque, sea cual fuere el juicio sobre causas de desarrollo y probable desenlace de la guerra actual, nadie podrá dejar de ver en la acción de los Imperios Centrales el caso de unidad, de coordinación, de aprovechamiento de todas las energías, más formidable y maravilloso que la historia haya registrado hasta la fecha. Entre Alemania, Austria y Hungría suman más parlamento, más asambleas legislativas que todos los demás estados de Europa; tantos regímenes jurídicos civiles y administrativos como grandes provincias; casi tantas lenguas oficiales como lengua habladas dentro de sus fronteras.

Esta guerra es el triunfo del valor unificador, cohesionante del nacionalismo y la autonomía. Esas colonias inglesas, grandes como Imperios, libres como Estados independientes, que cuando nosotros las citábamos para basar reivindicaciones autonómicas en favor de las colonias españolas, eran motejadas en Madrid de pueblos separados y separatistas, esas colonias aportan hoy en esfuerzo heroico a la metrópoli, a Inglaterra, tantos ejércitos y barcos y millones como España, por haberse resistido a conceder la autonomía, tuvo que invertir y gastar en perder las suyas.

Barcelona, marzo de 1916. Ramón de Abadal, marqués de Alella, Federico Rahola, Luis Sedó, Leoncio Soler y March, Senadores del Reino; José Beltrán y Musitu, Eusebio Bertrand y Serra, Francisco de A. Cambó, marques de Camps, Manuel Farguell y de Magorala, Luis Ferrer-Vidal y de Soler, Juan Garriga Massó, Buenaventura María Plaja, Pedro Rahola, Alberto Rusiñol, Juan Ventosa y Calvell, Narciso Verdaguer y Callis, Diputados a Cortes (Per Catalunya i la "Espanya gran", La Veu de Catalunya; 13 de marzo de 1916)