La intelectualidad del 14 ante la guerra

El conflicto desencadenado en el Viejo Mundo sorprendió a millones de europeos que se habían resignado a la idea de una paz precaria, pero duradera. A la sorpresa inicial se añadió la de comprobar que asistían a un nuevo tipo de guerra que quizá no pudiera resolverse en pocos semanas, como sucedió en 1866 y 1870.

La guerra europea sacudió la conciencia colectiva de los pueblos. La gente, aparte de producir en las industrias de retaguardia y de luchar en el frente de combate, reflexionó sobre el hecho en sí, sobre lo que estaba a punto de desaparecer para siempre, sobre la incertidumbre de los días próximos y el modelo de orden social e internacional de posguerra.

Desde el primer momento se comprendió en España el significado del conflicto pese a la neutralidad decidida por el Estado. La opinión pública, aunque no participó en la guerra con las armas, intervino en ella elaborando argumentos o emitiendo opiniones sobre los bloques enfrentados.

Luis Araquistain, joven periodista por entonces, formuló con su proverbial agudeza el tema: la opinión pública española ha pasado frente a la guerra por tres fases sucesivas, aunque no puedan separarse rigurosamente unas de otras. La primera es la fase que podríamos llamar deportiva. La guerra equivale entonces a un juego: ¿quién ganará?. La segunda es la fase crítica. Entonces la guerra se eleva a un problema de derecho o de filosofía de la historia: ¿quién tiene razón?. Tercera fase, la fase activa: agitación en torno a la neutralidad; España no puede permanecer cruzada de brazos.

No ya sólo Araquistain, sino toda la generación del 14, constituida por aquellos universitarios ilustres, hombres de letras y científicos nacidos aproximadamente hacia 1880, pertenecientes al clima regeneracionista de principios de siglo y afectados todos por la guerra europea no obstante el aislamiento y la neutralidad de España, se apercibió de la importancia del suceso e hizo de espoleta activadora de la opinión pública, sensibilizada ante la guerra, a través de una tribuna como el Ateneo de Madrid, mediante la Liga de Educación Política o en las páginas del semanario Revista Española, nacido del enojo y la esperanza.

Esta generación, en suma, aglutinó a la élite de vocación profesional reformista - e incluso rupturista, en su hora política de 1931 - y que, con cierto candor, interpretó su deseo como indicio de una realidad próxima a cumplirse: la democratización de la sociedad española y la incorporación del país a los proyectos de futuro de la Europa de posguerra (Liga de la Sociedad de Naciones Libres).

Los componentes de esta generación reflexionaron repetidas veces sobre tres aspectos de una misma preocupación: 1) significación del conflicto europeo; 2) razón de ser de la neutralidad española; 3) papel de España en el nuevo orden internacional. Rafael Altamira, Fernando de los Ríos, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala, miembros de pleno derecho de la generación de 14, registran en su vida y en su obre ecos de la gran guerra. Aquí nos limitaremos, sin embargo, a tres figuras de la citada generación: Jose Ortega y Gasset (1883-1956), el pensador; Salvador de Madariaga (1866-1977), el diplomático y Manuel Azaña (1880-1940), el estadista.

Ortega y Gasset: la reflexión filosófica

En una páginas de El Espectador, II, que datan de 1917, explaya su opinión sobre la guerra (sin entrar en la que se dirime en Europa): no es el ejercicio de poder de un estado sobre otros estados, sino la concreta voluntad de ejercerlo por medio de la violencia y la coacción. Y añade: la guerra es para la ética un caso particular del derecho a matar. Esto, sólo esto, constituye el problema de la guerra.

Ortega y Gasset
Ortega y Gasset

Los problemas éticos de toda guerra, incluso con anterioridad a la de los Treinta Años (1618-1648), vuelven a plantearse por Ortega en la medida en que toda publicística y la opinión pública europeas debatían la responsabilidad de los beligerantes en la declaración de hostilidades, la violación de la neutralidad del Estado de Bélgica o la utilización de recursos mecánicos o bacteriológicos tanto en el frente de batalla como cerca de la población civil.

La guerra es para Ortega un producto de la invención histórica y no un atavismo biogenético de la especie. Volverá a decirlo en La rebelión de las masas: la guerra no es un instinto, sino un invento... Los animales la desconocen y es de pura institución humana, como la ciencia o la administración.

Pretendía Ortega no comulgar con un planteamiento que estimaba hipócrita: ¿Cómo es posible que las sociedades del continente más civilizado del mundo hayan sostenido una carnicería organizada durante cuatro años? ¿No será un capítulo de frenopatía generalizada que desaparecerá con el establecimiento de la paz y del que quedará un mal recuerdo, suficiente para que no vuelva a reproducirse?
Ortega, responde con un no a este planteamiento. La guerra moderna industrial, como la iniciada en 1914, no ha sido efecto del azar, sino de las tensiones internas, de la falta de solidaridad ecuménica de los pueblos, en vista de de lo cual los gobiernos han recurrido a las armas potenciando una hostilidad anímica preexistente.

He aquí, según Ortega, el sentido profundo del conflicto, síntoma de una malaise social extendida, sin práctica excepción, por el continente. Y a una dolencia de esta envergadura y grado de difusión no se la puede responder con apelaciones a la buena voluntad y recto uso de la razón, sino con un derecho internacional que invente las normas jurídicas donde pueda ser recogida la justicia indomesticada que ahora (1917) busca su afirmación en la guerra.

Fustiga, por tanto, el credo pacifista, y no ya porque sea apologeta de la guerra, sino por parecerle una receta ineficaz en su aplicación contra el mal que se trata de erradicar.

Su idea eje es la siguiente: la guerra ha de ser superada; no criminalizada, ni vilipendiada, ni escamoteada. El enorme esfuerzo que es la guerra sólo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que, en parte, requieren la venturosa intervención del genio. Y afirma poco después: no es la voluntad de paz lo que importa últimamente en el pacifismo (tan en boga antes, durante y después de 1914-1918). Es preciso que este vocablo deje de significar una buena intención y represente un sistema de nuevos medios de trato entre los hombres. No se espere en este orden nada fértil mientras el pacifismo, de ser un gratuito y cómodo deseo, no pase a ser un difícil conjunto de nuevas técnicas.

Tibetanización de España

Mientras fracasen la imaginación y la lucidez en la técnica jurídica, la crisis de convivencia en Europa abocará a la guerra. Ortega fue, desde el principio, harto escéptico con el reajuste acordado en el Tratado de Versalles y, en consecuencia, con la Sociedad de Naciones, gigantesco aparato jurídico creado para un derecho inexistente ... Su vacío de justicia se llenó fraudulentamente con la sempiterna diplomacia que al disfrazarse de derecho contribuyó a la universal desmoralización.

Y es que el defensor de la razón vital e histórica no dejó de propugnar una adecuación de las leyes a la realidad y no ésta a aquéllas. Esto entendió que había sucedido en los años inmediatos a 1919 con la reordenación internacional de Versalles, caduca mucho antes de haber dado de sí todo lo que se esperaba de ella. La paz entre las naciones - hubiera dicho Ortega - estaba por construir, partiendo de otros cimientos y con otra silueta, distintos a los del período de entreguerras.

Ortega no pareció tan entusiasta como otros compatriotas y coetáneos de vocación política y talante intelectual, respecto a las manifestaciones públicas, expresiones verbales o escritas provocadas por la guerra del 14 y casi siempre canalizadas, entre aquella élite, a favor de la Entente anglo-francesa. Ortega, por ejemplo - y ello vale lo que vale y no más -, no suscribió el manifiesto de la Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres y quizá no lo hizo para ser consecuente con su análisis de la guerra y del orden internacional plasmado en el Tratado de Versalles.
Sin embargo, Ortega no pudo menos que estimar la neutralidad del Estado - y la no beligerancia del pueblo español - como un fenómeno sintomático de lo que había venido llamando proceso de tibetanización, de aislamiento solipsista - ya señalado por algunos noventayochistas - y que en política exterior encontró en el recogimiento su expresión histórica más acabada. España se encuentra invertebrada - escribió en 1920 -, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y sustantivo que la política, en la convivencia social de la misma.

Sin dejar de contemplar la precaria realidad del dispositivo nacional en el interior del país y a lo largo de sus indefensas costas, Ortega se planteó la bondad de la fórmula elegida por la clase dirigente, por la España oficial, ante el conflicto europeo. Desde un principio expone sus opiniones en la revista España y más tarde, en el cotidiano El Sol: la neutralidad de España es el resultado de numerosos círculos de opinión sumamente diversos entre sí. Actuando cada cual con su intención y sus motivos, han venido a producir esa consecuencia común, del modo en que, según Lucrecio, moviéndose los átomos al azar vinieron a formar esa cosa que llamamos mundo, tan fortuita como amena ... ¿Habrá quien crea que estos círculos partidarios en apariencia de la neutralidad es neutralidad lo que en verdad desean?

Desde su óptica de regeneracionista, la neutralidad española es la evidencia del espíritu acomodaticio y logrero de la clase dominante que ya había sido blanco de su acerba crítica en la conferencia que pronunció el 23 de marzo de 1914 en el Teatro de la Comedia, titulada Vieja y Nueva Política. La neutralidad del estado podía ayudar a la vieja política y a sus hombres a capear por algún tiempo la borrasca inminente, pero no implicaba un perpetuo seguro de vida. Detrás de la agitación pública, polarizada en torno a los aliadófilos y germanófilos, Ortega atisbaba indicios de una inquietud mental saludable y superadora, tanto de la abulia como el patriotismo de campanario.

Madariaga: el análisis bélico

En su visión global del conflicto, el joven Madariaga, corresponsal de El Imparcial, La Publicidad y otros periódicos en Londres, estima que agosto de 1914 ha puesto en movimiento un cúmulo de fuerzas virtualmente presentes desde hacía decenios. En un artículo suyo publicado en la revista inglesa Contemporary Review, escribe, abundando en este sentido:

Madiaraga
Madiaraga

La guerra actual, incomprensible si se la mira como una rapiña de mercados, se hace inteligible cuando se la contempla como un trágico momento de la humanidad, como un conflicto entre la fuerza y el poder (encarnado en los imperios centrales) y contra la justicia y el derecho (de los que serían depositarios las potencias de la Entente), como una tragedia humana donde las grandes fuerzas de la época - Militarismo, capitalismo, socialismo, nacionalismo - actúan y reaccionan las unas sobre las otras.

La guerra europea, según Madariaga, pone de relieve una crisis de valores, la agónica búsqueda de la vieja identidad europea, puesta en solfa por el desarrollo desmesurado y contradictorio de sus propias fuerzas históricas. La prueba de los hechos (reyes destronados, partidos políticos antagónicos que colaboran en coaliciones, experiencias planificadoras en la producción jamás vistas, insurrección en la retaguardia civil y motines en la tropa destacada en el frente de combate) le llevan a concluir: El porvenir inmediato ha de probar que la visión de la guerra como una revolución europea es la más hondamente exacta.

Movido por la vocación europeísta que prendió poderosamente en un puñado de ciudadanos de diferente nacionalidad (ya durante el conflicto y sobre todo durante la posguerra: el decenio de los veinte, en particular), Madariaga hace compatible (no sin dificultades, como reconoce en sus memorias: Amanecer sin Mediodía: 1921-1936) su condición de literato y ensayista con su gestión en calidad de funcionario internacional en Ginebra: Me había lanzado a la aventura de la Sociedad de Naciones sin hacerme preguntas, impulsado por una fe ingenua, no sólo en la posibilidad de llegar a realizar un gobierno universal, sino en la seguridad de que iba a realizarse.

Todos los obstáculos interpuestos en la resolución de los problemas pendientes, problemas tan graves como las reparaciones debidas por Alemania, el espinoso tema del desarme, el ingreso de la Unión Soviética en la familia de Estados integradora de la sociedad internacional y los contenciosos entre países con intereses en pugna, no hicieron desistir a Madariaga de su fe ingenua y su esfuerzo prolongado en favor del compromiso negociado que diera a Europa y al mundo una base política garante de un futuro próspero y culto.

Si queremos evitar otras guerras - comentará en sus memorias - será mejor no aguardar a que el asunto se vuelva cuestión; la cuestión, problema, problema, y el problema, conflicto. Es, pues, absurdo, esperar en Ginebra a que terminen estas evoluciones peligrosas. Lo que hay que hacer es que la Sociedad de Naciones intervenga cuanto antes, cuando las diferencias apenas apuntan y no llegan todavía a discusiones.

Prácticamente hasta 1939 asistió Madariaga al hundimiento de la promesa que Europa se hizo a sí misma y que no llegó a cuajar en compromiso cumplido: negociar la paz todos los días y cuando un conato de perturbación surja en las relaciones internacionales.

Modernización de España

En cuanto a España - de la que siempre vivió lejos teniéndola muy próxima en sus sensibilidad y en su pensamiento -, nunca dejó de creer que la única manera de salvarla de sus existencia fosilizada o congelada era obligarla a echarse a nadar en los mares del mundo. Idea ésta que toda la generación del 14 pondrá de relieve, en la esperanza de que el contacto con otros estilos de vida, códigos sociales y progreso científico redunde en favor de la modernización de un país anacrónico por su secular aislamiento del resto del continente, al que pertenece en lo geopolítico y cultural.

Por todo ello, aunque Madariaga entendió el valor táctico implícito en la declaración de neutralidad formulada por el gabinete de Eduardo Dato, jamás pudo suscribir lo que entonces se dio en llamar neutralidad moral. En su conocido libro España. Ensayo de Historia Contemporánea, escribió las siguientes puntualizaciones:

La nación estaba dividida en dos (a causa de la guerra). En conjunto, la opinión liberal, anticlerical y progresiva, vagamente llamada "izquierda", era aliadófila; reaccionaria, clerical, la "derecha" era germanófila..., pero un estudio más detallado de la situación revelaba razones más complejas y sugería la conclusión de que, estrictamente hablando, no había en España ni germanófilos ni aliadófilos, sino tan sólo actitudes mentales y emotivas para con ciertos problemas nacionales, históricos y filosóficos, que podrían representarse de un modo elemental con esas dos etiquetas cómodas y populares.

Desde su óptica demoliberal, propugnó el deber del Estado y del pueblo español de manifestar una neutralidad estricta en lo jurídico; pero moralmente simpatizaba con Francia e Inglaterra, dos potencias que juntas dominan y separadas paralizan la acción española; mas que son al mismo tiempo sus adversarios naturales (en Gibraltar, en el norte de Marruecos, por ejemplo) y sus mejores clientes, así como los dos pueblos que más estimulan su vida y su cultura).

Hasta 1936, la carrera internacional del scholar in diplomacy que fue Madariaga estuvo guiada por el deseo de que España, adscrita a la neutralidad activa, se convirtiera, junto con los restantes islotes de neutralidad europeos, en un factor estabilizador de la política internacional y nunca en causa de desequilibrio, como posteriormente vino a suceder tras el estallido de la guerra civil en que los españoles se vieron envueltos.

Azaña: las consecuencias políticas

Si en Ortega predomina la reflexión filosófica y en Madariaga el análisis de la situación vivida, el discurso de Manuel Azaña sobre la guerra tiene tónica política y referencias explícitas a la neutralidad española. Y no porque Azaña sea un tribuno sin horizontes o un caletre provinciano. Su formación es amplia - jurídica, sociológica, literaria - y Europa le resulta familiar. Ya antes del comienzo de la contienda demuestra su exagerada francofilia en artículos y confrerencias de 1912-1913: Nuestra misión en Francia, Reims y Verdún, etc.

Azaña
Azaña

Lo que principalmente extrae Azaña del conflicto europeo es sus repercusiones en España. En esto se diferencia de los restantes autores citados. Quizá posee menos experiencia directa que ellos en los asuntos del continente, pues Ortega estudió en Alemania y Madariaga renunció a su título de ingeniero por enseñar literatura en Oxford. Pero tal vez sea de los tres el de mayor vocación política y el que persigue de forma más tenaz la ambición de actuar en la vida pública del país.

Se ha dicho que Azaña no concedió suficiente importancia a la proyección exterior de España ni en su época de gris funcionario y brillante ateneísta ni en su trayectoria de político de partido y como presidente de la Segunda República. Quizá haya algo de razón en el aserto, siempre que se matice convenientemente.

Para empezar, recuérdese que se trata del más despiadado crítico de la imagen imperante en la Restauración sobre estereotipos como la patria, el ejército o el destino histórico y que uno de estos clichés es el recogimiento ganivetiano, que en política exterior se hizo valer entre 1876 y 1914, como una salutífera prueba de sensatez nacional: esta inclinación a la renuncia, entre desdeñosa y enojada, tomó su forma definitiva después de los desastres del 98 - escribe Azaña -. También entonces España se creyó abandonada por Francia e Inglaterra ante la omnipotencia agresiva de los Estados Unidos. En rigor, España cosechó entonces, además de los frutos de una alucinación, los de su aislamiento voluntario. Con un imperio colonial, España, además de carecer de escuadra, no había preparado el menor concierto diplomático que pudiera servir de relativa garantía a su integridad.

Azaña sabe que entre el 98 y el estallido de la guerra del 14 la pervivencia aislacionista ha sido débilmente contrarrestada por el aliancismo propugnado desde las filas del partido liberal (Moret, León y Castillo); sabe que aquélla perdura y que acabará imponiéndose: consistiendo la neutralidad por definición en abstenerse, a la gente común le parecía que la neutralidad era la menor cantidad de política internacional que podía hacerse. Con todo, añadirá con lucidez: es indispensable que la neutralidad pueda ser voluntaria y defendida y que los beligerantes la respeten.

He aquí el nudo de su reflexión sobre el particular, constante hasta los difíciles años de la guerra civil: la idea de que la neutralidad ni se postula ni se acuerda gratuitamente, sino que se mantiene y defiende con un ejército adecuado a los intereses reales del país y con una diplomacia activa, desplegada cerca de los centros decisorios de la sociedad internacional (bloques anglo-francés y germano-austriaco durante la guerra europea; Sociedad de Naciones a partir de 1919). Jamás abandonará su teoría, pero sí con frecuencia la praxis de política exterior del Estado español.

Seguridad de España

En una conferencia celebrada en el Ateneo de Madrid el 25 de mayo de 1917 y titulada Los motivos de la germanofilia, dijo Azaña: lo primero que debe tenerse presente en esta cuestión es que la neutralidad de España no ha sido ni es una neutralidad libre, declarada por el Gobierno y aceptada por la opinión después de maduro examen de todas las conveniencias nacionales, sino neutralidad forzosa, impuesta por nuestra indefensión, por nuestra carencia absoluta de medios militares capaces de medirse con los ejércitos europeos. De manera que, aunque la independencia de España, la integridad del suelo, el provenir de la patria, hubiesen estado pendientes de nuestra intervención armada, nosotros hubiéramos tenido que renunciar a nuestra independencia, a nuestra integridad, a nuestro porvenir, por falta de elementos para ponerlo a salvo.

Azaña aludía muy directamente al hipertrofiado y anacrónico ejército español de la época, a la discutible gestión del Tesoro, a la política de defensa nacional de los partidos históricos, a Palacio mismo, en la medida en que no habían logrado poner ni las bases militares, armamentísticas o diplomáticas que hubieran podido hacer de la neutralidad de España, entre 1914 y 1918, algo más que una inhibición bajo el pretexto de la impreparación y escasez de recursos.

De otra parte, como Azaña fue siempre de la idea que los compromisos regionales de 1907 (Acuerdo de Cartagena entre Madrrid, París y Londres para garantizar la seguridad de las aguas y las costas del mar de Alborán) y de 1912 (firma del tratado de Fez, estableciendo el Protectorado hispano-francés en Marruecos) ataban a España al grupo de potencias (Entente), al que nos empujan razones geográficas, económicas, políticas y hasta culturales, Azaña pedía que la nación mostrara su simpatía moral con el bloque anglo-francés, ya que el estado de sus fuerzas era más una hipoteca que un activo para cualquier beligerante. Es, ni más ni menos, que el tema de la neutralidad activa, del compromiso moral de un Estado con las sociedades del sistema internacional hacia las que siente más afinidad o a las que le impelen factores de interés material o seguridad particular.

Años después, en uno de los artículos de la serie La Guerra de España (1939-1940), se referirá a ésto con la perspectiva de los años transcurridos: Realmente, lo que hizo posible y, sobre todo, cómoda la posición neutral de España fue la entente franco-inglesa. Mientras la rivalidad entre Francia e Inglaterra subsistía, la posición neutral de España en caso de conflicto habría sido dificilísima, insostenible, porque ambas potencias cubren todas las fronteras terrestres y marítimas de España (Portugal, no lo olvidemos, ha sido aliado inveterado de Inglaterra) y dominan sus comunicaciones. Zanjadas con ventajas recíprocas las competencias franco-inglesas, la situación exterior de España estaba despejada para mucho tiempo mientras no surgiera en el Mediterráneo un rival, un competidor nuevo.

Y así fue hasta que la política exterior de Mussolini en el norte de Africa y en el Mediterráneo, en general, introdujo en la relación de fuerzas anglo-francesas en el citado mar un factor de alteración que, a partir de 1935, trajo en jaque a París y Londres y no dejó de repercutir en la implantación de la democracia de la Segunda República.

Azaña aparece, naturalmente, como un observador realista de las consecuencias de la guerra europea para la neutralidad de España. La noción de que ha concluido todo un período de grandeza colonial, de que el país necesita organizarse para progresar política y tecnológicamente, no le impide ver que ha de recurrir a la Sociedad de Naciones en el orden internacional que, oficialmente, inaugura la firma y ratificación del Tratado de Versalles.

En su artículo La República española y la Sociedad de Naciones dirá: el sistema de seguridad colectiva y las obligaciones derivadas del pacto parecían llamados a resolver para España un problema capital: el de encontrarse garantizada contra una agresión no provocada, sin necesidad de montar una organización militar y naval que hubiese impuesto al país una carga insoportable. Era la solución deseable para una nación desarmada, débil económicamente, pero en vías de progreso y de reconstrucción interior.

La cuestión, ahora, consiste en compulsar los esfuerzos, diplomáticos y de otro tipo, desplegados por España en el período de entreguerras para servir la causa del análisis de Azaña: ¿cómo disfrutar de un máximo de seguridad internacional con un mínimo de costes?. Otra cuestión pendiente de esclarecimiento e íntimamente ligada a la anterior es: ¿en qué medida los gobiernos de la Segunda República no pararon demasiado la atención - hasta el primer semestre de 1936 quizá - en la cambiante relación de fuerzas que se operaba en las relaciones internacionales de Europa, y en qué medida esta inadvertencia y descuido contribuyeron a que la República se encontrase, ala hora de la verdad, con menos amigos de los que esperaba y con más enemigos de los que calculaba?.