La neutralidad española

Nuevos factores:

La Primera Guerra Mundial estalla entre el 28 de julio y el 4 de agosto de 1914. Un europeo lúcido, Stefan Zweig, recuerda en su autobiografía (Die Welt von Gestern - "El mundo de ayer" -) que la conflagración hizo saltar en pedazos el orden internacional y el sistema de valores que Europa se había concedido. Abundando en esta dirección, la historiografía de entreguerras sostiene que la Gran Guerra marca una divisoria entre la Europa triunfante del siglo XIX y la que a partir de 1919 se perfila en decadencia.

No hay que esforzarse demasiado para emitir tal diagnóstico. La imparable declaración de hostilidades entre cancillerías y estados mayores avanzado el verano de 1914 es el lógico desenlace de la Paz Armada, postulada por el sistema de alianzas en el juego de los intereses internacionales.

El punto principal del contencioso europeo fue la balanza de poderes. La Triple Alianza, con su centro de gravedad en los Imperios centrales, y la Triple Entente, dispersa geográficamente y rica en recursos, habían demostrado su operatividad histórica durante más de veinte años actuando como eficaz contrapeso en el mantenimiento de esa balanza de poderes que, como meta del orden internacional, había sido empíricamente anhelada por los Estados europeos desde que concluyó la guerra de Sucesión de Carlos II de España.

Alfonso XIII y Pétain visitan el campo de batalla de Verdún el 22 de octubre de 1919
Alfonso XIII y Pétain visitan el campo de batalla de Verdún el 22 de octubre de 1919

Pero el cúmulo de tensiones generadas en los diez años previos al del comienzo del conflicto (doble crisis marroquí, rivalidades interbalcánicas, rencillas de las oligarquías de las grandes potencias) degradaron hasta tal punto la virtual capacidad contenedora de desequilibrios que se atribuía al sistema de alianzas que éste mudó su naturaleza originaria y se transformó en hilo conductor de la belicosidad de los Estados.

Fracasaba así la tentativa europea de formalizar una serie de convenciones - auténticos paliativos a la violencia institucionalizada- que vincularán a los protagonistas del sistema de alianzas. La tentativa se había explayado en dos ediciones, 1899 y 1907, celebradas en La Haya, sede a partir de entonces de un Tribunal Internacional.
En esta dialéctica permanente entre la paz y la guerra, esta última se impuso entre 1914 y 1918; la historiografía reciente (Pierre Renouvin, Luigi Albertini, Fritz Fischer, James Joll) ha puesto de relieve, más allá de la obsesiva cuestión de la culpabilidad de los alemanes, tanto el carácter fatal del conflicto como su calidad revolucionaria.

Con la Gran Guerra, en efecto, las viejas unidades imperiales daban paso a un conjunto de nacionalidades apoyadas en el principio del derecho de los pueblos a su autodeterminación: la revolución bolchevique y el despertar del actual Tercer Mundo introducían factores nuevos de peso, compactamente capitalistas, en las relaciones internacionales eurocéntricas, en aquel entonces predominantes.

Al historiador de hoy, por tanto, la Primera Guerra Mundial se le presenta como un fenómeno radical; los mecanismos de comunicación diplomática, financiera e intelectual de la Europa del siglo XIX se estrellan en ella y surgen a cambio unas relaciones de poder diferentes, que se perfilarán claramente con la bipolaridad internacional establecida en 1945.

En los coloquios organizados por la Escuela Francesa de Roma y el Centro de Estudios de Política Exterior y Opinión Pública de la Universidad de Milán (febrero de 1980 y 1981) se volvió a reiterar que la ruptura con el pasado y el inicio de la crisis del siglo XX, al menos hasta la fijación del aludido sistema bipolar, datan del verano de 1914. El complejo período de entreguerras sería, en consecuencia, secuela histórica de la Gran Guerra. Ganada ésta por el bloque de países con sistema político demoliberal (Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, que se incorporará más tarde a la lucha), los vencedores se erigen en árbitros del nuevo orden internacional que se registra en el Tratado de Versalles y el Estatuto de la Sociedad de Naciones. Continuidad, pues, de la crisis abierta por la Gran Guerra en la historia de Europa hasta 1945 y razón suficiente para hablar de una ruptura difícilmente cuestionable.

Pragmatismo español

Las hostilidades sorprenden al Estado Español anclado en la política habitual; endurecimiento en el terreno social y económico que alcanzaría su cota más alta en la inmediata posguerra (1919-1921) y precaria defensa del territorio y costas de la nación, tanto por el anacrónico sistema de comunicaciones y caducidad del armamento como por la preocupante situación interna de los institutos armados: hipertrofiados, desanimados y divididos en peninsulares y africanistas.

Eduardo Dato, presidente del gobierno español en el momento de estallar la Gran Guerra, con Alfonso XIII
Eduardo Dato, presidente del gobierno español en el momento de estallar la Gran Guerra, con Alfonso XIII

En consecuencia, España se mantuvo neutral, lo mismo que Suiza, Bélgica, Escandinavia y Luxemburgo, aunque ni su situación geoestratégica ni la movilización de la opinión pública facilitaron la observación de la decisión tomada.

Al mes escaso de haber estallado el conflicto, el presidente del Gobierno español, Eduardo dato, escribía a Antonio Maura una serie de consideraciones sobre la visión que la clase en el poder tenía de la neutralidad:
Abrigamos el propósito de no salirnos voluntariamente de la norma de conducta que trazamos al estallar la conflagración. De la neutralidad sólo nos apartaría una agresión de hecho o una conminación que se nos dirigiese en términos de ultimátum para prestar nuestro concurso activo a algunos beligerantes. Alemania y Austria parecen satisfechísimas de nuestra neutralidad, que sin duda tuvo algo de sorpresa para ambas naciones, que nos creyeron comprometidos con la Triple Entente. Inglaterra y Francia no nos han podido dirigir el menor reproche, ya que nuestros pactos con ambos países estaban circunscritos a la actuación de Marruecos ... ¿Durará esta situación? ¿Nos empujarán los aliados a tomar partido con ellos o contra ellos? No lo espero, aunque no deja de inquietarme la hipótesis. Y no lo temo, porque deben saber que carecemos de medios materiales y de preparación adecuada para auxilios de hombres y elementos de guerra y que aun en el caso de que el país se prestase a emprender aventuras, que no se prestaría, tendría escasa eficacia nuestra cooperación. ¿No serviremos a los unos y a los otros conservando nuestra neutralidad para tremolar un día la bandera blanca y reunir, si tanto alcanzásemos, una conferencia de la paz en nuestro país que pusiera término a la presente lucha?

Las palabras de Dato no tienen desperdicio. Traslucen el instinto de recogimiento nacional impreso por el conservadurismo canovista, por el espíritu del orden moderado, en la vacilante y mal servida política internacional de la España contemporánea. El cálculo pragmático se alía a una cándida operación pacificadora de la que nuestro país extraería autoridad y beneficio sin verse obligado a soportar los riesgos y costes de un conflicto prolongado; subyace, sin embargo, y se hace explícito el sentimiento de impotencia ante una fuerte presión exterior que podría arrastrar a España a la guerra desencadenada en Europa.

Guerra de opiniones

Se ha destacado que la neutralidad española durante el conflicto no se correspondió con una tregua política o social en el interior del país. El trasfondo bélico agravó lo que se ha dado en llamar disolución de los partidos históricos (conservadores y liberales) y potenció la influencia electoral de demócratas, socialistas y regionalistas. La opinión pública se escindió también en una fractura que sería imperdonable reducir hoy a los manoseados grupos de aliadófilos y germanófilos. Y a esta guerra civil de opiniones se sumó el afianzamiento del capitalismo hispano, proveedor de países beligerantes y la crisis paralela de distribución y comercialización de cereales y frutos españoles a causa, principalmente, del bloqueo de las vías de comunicación marítimas.

Los múltiples aspectos de la cuestión, el estudio de las reacciones sectoriales, ideológicos, regionales o periodísticas ante el conflicto mundial no sólo enriquecerían el conocimiento de las causas de fondo que determinaron la neutralidad del Estado; también pondrían de relieve la beligerancia social e ideológica existente en el país, puesto que al haber permanecido neutrales en los conflictos europeos dirimidos entre 1870 y 1945, las crispaciones internas no se desahogaron con los enemigos exteriores, sino en la forma de contienda típica de la guerra civil.

Hemos pretendido calibrar en este informe el efecto producido por la Primera Guerra Mundial en tres medios sociales muy diferentes: el Ejército, el mundo de los negocios y los intelectuales. Hemos querido saber hasta qué punto hubo información completa y verídica entre los componentes de estos sectores sobre los intereses encontrados en la guerra, hasta qué punto se apercibieron de los beneficios o riesgos que del hecho se derivaban, en definitiva, el grado de conciencia que del conflicto y la neutralidad obtuvo una generación de españoles.

El proyecto nuestro es limitado. Cabe por ello que con iguales o diferentes criterios de indagación, otros historiadores se decidan a explorar las reacciones de los partidos políticos, cadenas de prensa, sindicatos de clase, Iglesia y mundo de las artes, ante un suceso europeo que hizo cambiar el curso de la historia.