II. Introducción (Continuación)

Tampoco la sociedad española de la época era una sociedad arcaica, que hubiera permanecido estancada. Por el contrario, como señala Germán Rueda, aunque todavía continuaba siendo «una sociedad preindustrial, con [...] una amplísima base de clases bajas que en su mayoría habita[ba] en medios rurales», había experimentado cambios importantes, semejantes a los de otros países de la Europa mediterránea. Las diferencias entre las distintas regiones del país eran enormes pero, como rasgos generales, destaca Germán Rueda: el lento trasvase de la población activa de la agricultura a la industria y los servicios; la multiplicación por tres del número de alumnos de la enseñanza primaria y la correspondiente disminución de la tasa de analfabetismo que, no obstante, siguió siendo muy elevada —sobre todo entre las mujeres—, de más del 70%; la pérdida de poder social de los grupos privilegiados del Antiguo Régimen, mucho más acusada en el caso de los eclesiásticos y sus auxiliares que en el de los nobles; la debilidad de las clases medias, a pesar de que su número se incremente, sobre todo en las capitales de provincia y pueblos grandes, gracias al aumento de los empleados públicos civiles, los profesores de enseñanza media y universitaria, y los miembros de las profesiones liberales; y la preponderancia de las clases bajas, compuestas principalmente por jornaleros agrícolas y criados, así como por el incipiente proletariado industrial y los trabajadores de la construcción y los ferrocarriles, cuyas condiciones de vida rayaban muchas veces en la miseria. Cuántos eran y dónde vivían los españoles de la época, y cómo les afectaron los cambios en la propiedad de la tierra —especialmente a causa de las desamortizaciones—, son objeto de particular análisis en el artículo.

Las transformaciones urbanas en el reinado de Isabel II es el tema desarrollado por Josefina Gómez Mendoza. Dichas transformaciones fueron parte de «una nueva organización espacial a todas las escalas», comenzada a partir del cuarto decenio del siglo XIX en Madrid y Barcelona, que dio como resultado «un modelo de ciudad que ha estado vigente al menos hasta la guerra civil del siglo pasado». Los principales rasgos del proceso de reordenación urbana fueron el aumento de la población de las ciudades, que comenzaron a recibir la emigración procedente del campo; la consolidación de las capitales de provincia desde el punto de vista institucional, convertidas además en centro de convergencia de las vías de comunicación; la emergencia de un pensamiento urbanista coherente que se plantea en profundidad los problemas de la vivienda; la entrada en el mercado de una importante cantidad de terreno como consecuencia de las desamortizaciones y de la liberación del suelo; la reforma de los cascos históricos que se sanean y modernizan; el derribo de las cercas o murallas urbanas y la expansión sin límites de la ciudad; la inserción de las infraestructuras ferroviarias en el tejido urbano y el establecimiento de la prioridad de la circulación;la aparición de la arquitectura institucional y la creación de nuevos espacios relacionados con las distintas necesidades individuales y sociales: trabajo, recreo, ocio, salud, educación, así como la prevención y castigo de los delitos. Distingue la autora entre un urbanismo «conservador» —ligado en general a la iniciativa y la administración municipales— y un urbanismo «progresista» —más cercano al Ministerio de Fomento y a los ingenieros de caminos—; ambos parten de la necesidad ineludible de reformar la ciudad tradicional para dotarla de mayor seguridad, salubridad, comodidad y ornato —como señalara Mesonero Romanos—, pero se diferencian en una idea más científica del proceso, entendido como algo global, integral, por parte de los progresistas, que valoran más y utilizan ampliamente la estadística y la cartografía, y consideran la circulación y el transporte urbano como los principios rectores del trazado urbano. Algunos planes progresistas —que especialmente en el caso de Ildefonso Cerda, autor del proyecto del ensanche de Barcelona, tenían una considerable carga de utopía social—, fueron adoptados a mediados de siglo, pero quedaron en gran parte desvirtuados en su ejecución práctica, y la idea global dejó paso a planteamientos sectoriales, centrados en funciones o áreas. El caso de Madrid, tanto en lo relativo a la reforma de su casco tradicional como a la construcción del ensanche, es objeto de una atención especial por parte de Josefina Gómez Mendoza que concluye afirmando que el resultado de los sueños y de las empresas del reinado isabelino no llegaron a alumbrar ciudades de calidad e igualdad, y sí ciudades de desigualdad y de segregación. Pero también es cierto que la sórdida ciudad de Madrid de la época fernandina, como casi todas las españolas, no resistían ningún tipo de comparación con el tamaño y algunos esplendores de las ciudades españolas de finales del reinado de Isabel II.

Uno de los rasgos característicos del urbanismo madrileño de la época isabelina —siguiendo una costumbre iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII— fue la proliferación de palacetes en las zonas periféricas de la ciudad —a lo largo del paseo de la Castellana, especialmente—, donde contaban con abundante espacio y podían escapar a las limitaciones del tejido urbano tradicional. Aquellos palacetes, encargados por aristócratas y banqueros, contrastaban fuertemente con los viejos caserones del núcleo antiguo, donde vivía la vieja nobleza. En su colaboración, Begoña Torres González se ocupa especialmente del significado de la distribución del espacio interior y de la decoración de estos edificios, aspectos que constituyen un indicador muy expresivo de la mentalidad y el gusto de las clases altas madrileñas y, por extensión, de las de toda España. La casa, en general, había adquirido una gran importancia a partir del «descubrimiento» de la intimidad, de la privacidad y de una vida familiar en la que los sentimientos desempeñaban el principal papel, fenómenos característicos de la nueva civilización. En consecuencia, la casa burguesa se convirtió en un refugio frente a la dureza de la competencia de los negocios y las amenazas de la vida, como cofre donde se guardaba lo más valioso de la existencia. Una casa donde la mujer era la «reina», pero en la que ella misma quedaba encerrada como «en una jaula de oro». La distribución interior de los palacetes recoge tanto esta función privada —«algo acogedor, centro de afectos y encuentros sentimentales»—, como la pública, de escenario social, que también estuvo llamada a representar. La decoración y los muebles de cada uno de estos espacios estaba cuidadosamente estudiada. El abigarramiento, la acumulación de objetos, era consecuencia del culto a la apariencia pero también es interpretado por Begoña Torres González como «una forma de crear una barrera contra el mundo de fuera». Los espacios privados masculino y femenino tienen una personalidad específica, de acuerdo con la idea de género vigente entonces; incluso el desorden era diferente en cada uno de ellos: «el desorden que reinaba en el boudoir [el lugar donde la mujer leía, escribía, trabajaba, cosía y recibía informalmente] señala y subraya la sentimentalidad de la mujer, era síntoma de su irracionalidad y de su ánimo cambiante y caprichoso. El desorden que se podía encontrar en el estudio del señor era más austero, con el fin de no distraerle de sus altos pensamientos». Por último, el ámbito infantil, que ahora se separa claramente del de los padres y, sobre todo, el del muy numeroso servicio, eran los «espacios escondidos» de la casa.

En las siguientes salas de la exposición se abordan dos de las más importantes manifestaciones culturales del romanticismo en España: la literatura en castellano y en otras lenguas —que en la época isabelina conocieron un verdadero renacimiento—, y la historiografía sobre España en su conjunto y sobre algunos de los pueblos o naciones que la componen, en particular. El interés por la historia —genuinamente romántico— también tuvo su proyección en la pintura, como puede comprobarse. Tanto la literatura como la historiografía contribuyeron poderosamente a la formación de una identidad nacional, española y al mismo tiempo catalana, gallega o vasca, en ningún caso consideradas entonces incompatibles. Estos son los temas analizados en sus artículos por Jon Juaristi, José Álvarez Junco, Mariano Esteban y Justo Beramendi.

Para Jon Juaristi, la desaparición de la censura eclesiástica y la creación de «un espacio público de libertad política», favorecieron que la literatura española conociera a comienzos del reinado, en la época de las regencias, «una década de relativo esplendor». Los protagonistas de la misma fueron los no pocos autores, ya algo mayores, que volvieron del exilio, y una nueva generación que se incorporó entonces al mundo de las letras. Tanto unos como otros tenían en común su pertenencia al movimiento romántico, «un estilo de vida que impregnó todas las manifestaciones de la cultura». Pero mayores y jóvenes siguieron diferentes trayectorias. Los primeros —Francisco Martínez de la Rosa y Ángel Saavedra, duque de Rivas, fueron los más destacados—, aleccionados por sus fracasos anteriores y por la experiencia del exilio europeo, recorrieron el camino entre «el liberalismo revolucionario y el nacionalismo conservador». Por el contrario, en los jóvenes —Mariano José de Larra y José de Espronceda, especialmente— no se produjo «nada parecido al atrincheramiento crepuscular en posiciones conservadoras que caracterizó a la generación anterior»;ellos abrazaron el «romanticismo ruptural» que habría de culminar en 1848, aunque para entonces ni Larra ni Espronceda estaban ya vivos. Según Juaristi, esta corriente verdaderamente revolucionaria no mostró un gran vigor y, siguiendo a Octavio Paz, opina que «el verdadero romanticismo hispano corresponde, en rigor, a lo que conocemos como modernismo, que prendió antes en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas que en la antigua metrópoli». Ya desde mediados de siglo, nuevas tendencias, de carácter realista, se fueron imponiendo especialmente en el teatro y el género costumbrista.

La construcción institucional del Estado liberal y nacional español se vio acompañada, como se ha dicho, por la creación y difusión de una nueva identidad colectiva, que sirvió de base al nacionalismo español. José Álvarez Junco expone los orígenes y desarrollo, durante el reinado de Isabel II, de aquel proceso creativo que tuvo un primer impulso romántico —la valoración positiva por propios y extraños de una cultura particular— y liberal —la afirmación de un pueblo soberano, frente al monarca, que había dado prueba de su existencia y vitalidad en la reciente guerra de la Independencia—. Historiadores, literatos y pintores contribuyeron a la empresa, recreando y dando vida al pasado y poniendo rostro a los héroes «nacionales», desde Viriato a Daoíz y Velarde. Las fuerzas conservadoras, hostiles en principio al fenómeno nacional que destruía las bases tradicionales del Estado, la sociedad y la cultura, encontraron pronto la forma de contraatacar, tratando de reconducir el proceso en su beneficio: aquel pueblo español, afirmaron, era esencialmente católico, y su causa fundamental había sido siempre la de la religión. El nacionalismo de base liberal y el de base tradicional coincidieron en el apoyo a las empresas exteriores de carácter expansivo —en especial, a la guerra de África de 1859— en la medida que éstas implicaban la participación de España en la difusión de la civilización moderna, a la vez que suponían una lucha contra el infiel. Ya en las postrimerías del reinado de Isabel II, sin embargo, el componente liberal del mundo oficial —tanto en la política como en la cultura— fue debilitándose a costa del autoritario y clerical, y los proyectos monárquico y nacionalizador terminaron yendo por caminos divergentes. La debilidad del Estado durante toda esa época, por otra parte, limitó considerablemente la fuerza expansiva del ideario nacionalizador.

La historiografía española trató de establecer, como señala Mariano Esteban de Vega, la genealogía y el carácter del pueblo español. Un pueblo dotado de rasgos indelebles —«el valor, el instinto conservador y el apego al pasado, la confianza en Dios y el amor a la religión, la constancia y el sufrimiento en los infortunios, la bravura (pero también la indisciplina, la repugnancia a la unidad y la tendencia al aislamiento), la sobriedad y templanza (pero también el desapego al trabajo)»— cuyos orígenes se remontaban a la más lejana antigüedad. Desde la llegada a la Península de los primeros pobladores, las principales etapas de aquella historia eran la monarquía visigoda —con la que se logra la unidad territorial, jurídica y religiosa—, la Reconquista —interpretada como «la gran gesta de recuperación nacional, compartida por "todos los españoles"»— que formaba parte de una idealizada Edad Media —cuyo modo de convivencia estuvo «marcado por la participación popular, la tolerancia, la diversidad regional y local (expresada en los fueros) y la limitación al poder real»— y que habría de culminar en el reinado de los Reyes Católicos, con los que al fin se recuperaría la unidad, después de ocho siglos de lucha. La valoración de los dos siglos de la dinastía austríaca era muy negativa: a ellos se achacaba la decadencia de España como consecuencia de la intolerancia religiosa, la destrucción de las libertades y la participación en numerosas guerras que solo perseguían intereses dinásticos. La obra de los Borbones, por el contrario, era juzgada de forma muy positiva, por «la unión de instituciones y reinos que habían propiciado y que anunciaba la labor que llevarían a cabo después los liberales», aunque no se hubieran restaurado las viejas libertades. La época liberal, finalmente, supondría «una especie de fin de trayecto, culminación de todas las tendencias unificadoras que habían gravitado sobre España en su historia y síntesis perfecta que asociaba independencia nacional y libertad». Entre todas aquellas obras de historia —en las que, dentro del esquema común, cabe establecer notables diferencias— destaca la de Modesto Lafuente que, ajuicio de Mariano Esteban, fue acusado injustamente en su época y en la actualidad, de identificar la historia de España con la de Castilla.

También en el reinado de Isabel II tuvo lugar un renacimiento de las lenguas y las culturas catalana, gallega y vasca, del que se muestran algunos exponentes literarios e historio-gráficos. Como afirma Justo Beramendi, la recuperación de la práctica de la lengua autóctona estuvo acompañada por el nacimiento y desarrollo de una historiografía particularizadora destinada a demostrar, explícita o implícitamente, que los habitantes del territorio en cuestión forman, por su lengua, su raza, su forma de ser, sus costumbres, su folclore y sus instituciones, una nación orgánica que se ha ido generando espontáneamente a lo largo de una historia propia desde un pasado muy remoto.

Aquello tuvo también una dimensión política, en sentido de defensa del autogobierno y de oposición al modelo centralista del Estado liberal, que en Cataluña y Galicia no pasó de un estado de opinión, sin llegar a articularse en movimientos políticos organizados, mientras que en el caso del fuerismo vasco-navarro, tuvo «la suficiente fuerza social para mantener [...] la gran excepción a las previsiones constitucionales en materia de distribución territorial del poder». Es decir, el esfuerzo de nacionalización española que «consiguió, al menos, la continuidad de la integridad territorial del Estado hasta hoy y desde luego hizo que la mayoría de los ciudadanos acabaran considerándose nación española», se vio acompañado desde el principio «en determinados territorios, y muy especialmente en Cataluña, Galicia y el País Vasco, de movimientos que enaltecían las diferencias etnolingüísticas e históricas y que, si bien no solían poner en cuestión la unicidad nacional española, y mucho menos la integridad del Estado, podían preparar el camino para que en el futuro naciesen y se desarrollasen nacionalismos negadores de esa unicidad en nombre de los argumentos, símbolos y emociones que habían sembrado». Justo Beramendi estudia los precedentes de este fenómeno en la fase final del Antiguo Régimen, y su desarrollo en el inicio y primeras etapas del Estado liberal, para concluir señalando la «íntima vinculación de posturas políticas descentralizadoras y movimientos de afirmación de las culturas e historias particulares», las profundas diferencias existentes en los distintos territorios y, en definitiva, cómo «el período isabelino no es [...] ni un nacimiento ni una culminación, sino solo un punto de inflexión en una trayectoria que se inicia antes y que madurará después, tanto en la dimensión política como en la lingüístico-cultural».

Los románticos europeos se sintieron particularmente atraídos por la cultura española —a la que consideraban una de las grandes del viejo continente— y por un país en el que, como escribió el norteamericano Washington Irving, todo lo impregnaba un «perfume oriental». España era el oriente más próximo, el reino de lo exótico, de los toros y los contrabandistas, también el de las mujeres hermosas y de la pasión, el país de Carmen. El mundo que mejor resistía el avance incontenible de la aburrida racionalidad. Algunos cuadros ilustran en la exposición esta visión de España que también se manifestó en numerosos libros de viajes, de los que Mateo Maciá analiza en el catálogo los que escribieron cuatro mujeres británicas, bien representativos de la tendencia general.

La exposición se cierra con una sala que pretende ofrecer algunos rasgos de aquella sociedad en transformación y que es un buen exponente de la pintura romántica española de la época isabelina —que también ha podido contemplarse en las salas anteriores—, y que es estudiada en su artículo por Pilar de Miguel. Después de señalar la importancia que para la difusión del nuevo estilo tuvieron publicaciones como El Artista, sociedades como el Liceo Artístico y Literario e iniciativas oficiales como las Exposiciones Nacionales, y de señalar la decisiva contribución de Isabel II a la consolidación del Museo del Prado, Pilar de Miguel estudia los principales pintores de la época. Al inicio de ésta, siguieron trabajando los tres principales artistas del reinado anterior, Vicente López, Juan Antonio de Ribera y José de Madrazo. Su obra fue seguida en parte por sus respectivos hijos: Bernardo y Luis López, Carlos Luis de Ribera y Federico de Madrazo. Entre los nuevos pintores menciona a los sevillanos Antonio María Esquivel y José Gutiérrez de la Vega, «a medio camino de la tradición de la pintura andaluza y el retrato cortesano». En cuanto a los géneros, «aunque el retrato, fuente segura de ingresos [...], proliferó por doquier, fue el costumbrismo el más singular, autóctono y espontáneo de todos los géneros presentes en el panorama artístico [...] y el más romántico de todos». Dentro del costumbrismo distingue el andaluz, «amable y folclorista», y el madrileño, con una tendencia «amarga y desgarrada, heredera de la tradición goyesca». Concluye la autora desmintiendo un pretendido desinterés de Isabel II por el mundo artístico, al destacar cómo la reina «sostuvo y promocionó a artistas que de otro modo no hubieran alcanzado el grado de maestría que hoy se les reconoce, la promoción de pintores de cámara, los reiterados encargos reales y las numerosas adquisiciones llevadas a cabo por la Corona».

Para terminar, quisiera manifestar mi agradecimiento a las entidades organizadoras y colaboradoras —el Ministerio de Educación Cultura y Deporte, la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Patrimonio Nacional y el Museo Arqueológico Nacional— por la confianza depositada en el equipo encargado de llevar a cabo la exposición. En particular, el apoyo de Luis Arranz desde el Ministerio, y la siempre fluida relación con Luis Miguel Enciso, en la Sociedad Estatal. Son más de cincuenta las instituciones que generosamente han prestado las cerca de doscientas cincuenta piezas que componen la muestra. En muchas de ellas sus responsables nos han recibido amablemente e informado sobre sus fondos. A todos —en particular, a Patrimonio Nacional, del que procede un gran número de obras, y a sus conservadores, coordinados por Isabel Moran— mi reconocimiento. Lo mismo que al consejo asesor, los colaboradores históricos y los autores de los artículos del catálogo y de las fichas que figuran al final del volumen —todos eficazmente coordinados por Blanca Andrada-Vanderwilde— que han hecho posible la realización de este proyecto.

Nada puedo decir que no sea de sobra conocido sobre la profesionalidad y la excelencia de las empresas encargadas del montaje —Macuá y García Ramos— y de la edición del catálogo —Ediciones El Viso—, cuyo alto nivel de exigencia ha sido un estímulo para todos nosotros. En particular, merece ser destacada la minuciosa supervisión del catálogo llevada a cabo por Lucía Várela.

No quiero dejar de agradecer a Isabel Burdiel la información sobre los fondos relacionados con Isabel II existentes en el Archivo de la Reina Gobernadora —en el Archivo Histórico Nacional— y en la Biblioteca Nacional de París; a Fernando Martín, su generosa guía por los Reales Alcázares de Sevilla; a Xabier Erdozia, su ayuda en la exploración por los museos vascos; a Ramón Teja, sus gestiones en los Museos Vaticanos, aunque resultaran infructuosas; y a José Várela Ortega lo mucho que facilitó nuestras gestiones en París. Me he beneficiado en gran medida de los abundantes conocimientos de Luis Garrido Muro sobre la época isabelina, y de la sabiduría y el buen sentido de Antonio Morales Moya, con quien he comentado frecuentemente el contenido de la exposición. Naturalmente ninguno de ellos es responsable de los posibles fallos o limitaciones de la misma.

Para terminar, he tenido, otra vez, la suerte de trabajar junto con Pilar de Miguel Egea, y ello no sólo por lo mucho que sabe sobre el arte del siglo XIX —como queda patente en la excelente selección de obras de esta exposición— sino porque con su ilusión, energía y dedicación hace fácil cualquier empeño. Éste, en concreto, desde luego, no se habría alcanzado sin su participación.

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