III. La Europa liberal y romántica (Continuación)

Experiencias similares de los vecinos portugueses

La instauración de un régimen liberal en España, que se acomete desde el acceso al trono de Isabel II, tiene un curioso paralelismo en la vida política portuguesa, donde también una sucesión femenina se convierte en la ocasión para la lucha entre liberales y absolutistas.

La invasión napoleónica obligó en 1808 al regente Juan VI a refugiarse en Brasil, que experimentó el profundo impacto de dejar de ser una colonia para convertirse en sede de la monarquía lusa. A la muerte de la reina María I, en 1816, Juan VI se encontró en una difícil situación a ambos lados del océano. En 1821 se vio obligado a regresar a Portugal para afrontar una revolución liberal que se había producido en Oporto, en estrecho paralelismo con la del general Riego en las Cabezas de San Juan, y que llevaría al establecimiento de la Constitución de 1822. El príncipe Pedro, que quedó como regente en Brasil, proclamó la independencia del reino brasileño en septiembre de 1822, del que pasó a ser emperador constitucional.

La reacción absolutista sobrevendría, al igual que en España, en 1823 y fue dirigida también por el otro hijo del rey, el príncipe don Miguel, que sería derrotado y obligado a marchar al exilio, aunque la Constitución sería también derogada y Juan VI siguió gobernando como un rey absoluto de inclinaciones moderadas.

La muerte de Juan VI, en 1826, suscitó un problema hereditario ya que su sucesor, el emperador Pedro I de Brasil, no parecía especialmente interesado en dejar las tierras americanas, aparte de que ni brasileños ni portugueses parecían favorecer la unificación de ambas coronas. Esta situación llevó a la inmediata abdicación de don Pedro a favor de su hija María da Gloria, que entonces tenía siete años, a la vez que otorgaba una carta constitucional de carácter acusadamente conservador y establecía que el príncipe don Miguel se hiciera cargo de la regencia del reino y, más adelante, contrajera matrimonio con la nueva reina. Era la misma solución matrimonial que, posteriormente, se intentaría también en España para resolver el pleito dinástico entre isabelinos y carlistas y que, al igual que en España, tampoco funcionaría en Portugal.

La regencia del príncipe Miguel se transformó en guerra abierta después de que éste llegase a Portugal y se proclamase rey en julio de 1928, con las simpatías de Fernando VII de España. Reaccionaron los liberales que, desde 1831, estuvieron bajo el mando de Pedro I, que había abdicado el trono de Brasil en su hijo Pedro II, y se dedicó a defender la causa de su hija. Sus tropas ocuparon Oporto y, después de una sorprendente expedición marítima que desembarcó en el Algarve, pudieron ocupar Lisboa a finales de julio de 1833 y los absolutistas terminarían por rendir sus armas en Evora-Monte en mayo de 1834 y María da Gloria pudo comenzar efectivamente su reinado tras la muerte de su padre, unos meses después de aquel acuerdo13. El conflicto entre liberales y absolutistas podía considerarse resuelto mientras que en España aún habrían de pasar cinco largos años hasta que se llegase al abrazo de Vergara. La vida política portuguesa se articuló en torno a la tensión entre radicales y moderados que recuerda mucho a la que en España también se dio entre progresistas y moderados, y la reina María II recordaba un poco a su colega española, por su falta de tacto y sus intromisiones en los asuntos políticos14.

La cuestión es que cuando se decretó la mayoría de edad de Isabel II de España, y su acceso a las tareas directas de gobierno, tres de las monarquías occidentales europeas que formaban la «Cuádruple alianza» estaban regidas por mujeres, aunque la reina española fuera once años menor que la británica y la portuguesa. En cualquier caso, la coetaneidad de estas tres mujeres no tuvo ningún resultado concreto. Isabel II nunca coincidió personalmente con la reina Victoria, que siempre fue para ella un ejemplo tan lejano como imposible, aunque sabemos que, en 1861, encargó al fotógrafo inglés Clifford que le trajera de Londres una foto de la soberana inglesa15. En cuanto a sus relaciones con doña María da Gloria fueron de estricta buena vecindad, quizás por el dicho inglés de que las verjas hacen buenos vecinos. Los políticos españoles, con todo, nunca dejaron de estar pendientes de los asuntos portugueses y cuando el gobierno portugués (Saldanha) pidió ayuda contra los radicales, en la breve guerra civil de 1847, el gobierno español no dudó en el envío de tropas16.

  1. Mattoso, J. (dir), Historia de Portugal, vol. V: O liberalismo (1807-1890), Lisboa, Estampa, 1993, p. 93.
  2. Marques, A. H. de Oliveira, History of Portugal, Nueva York, Columbia U.P., 1976 (1ª ed. 1972), vol. II, p. 69.
  3. Rueda, G. Los Borbones. Isabel II, Madrid, Arlanza, 2001, p. 96
  4. Marques, A. H. de Oliveira, History of Portugal, Nueva York, Columbia U.P., 1976 (1ª ed. 1972), vol. II, p. 67.

El triunfo de las actitudes románticas

Estos cambios dinásticos serían, por lo demás, de escasa relevancia si no hubieran coincidido con esa profunda alteración del estado de ánimo de muchos europeos a la que solemos llamar romanticismo.

Los historiadores intelectuales suelen subrayar la extraordinaria complejidad del fenómeno y aun la escasa consistencia de algunos principios básicos que se tienen por indiscutibles al hablar del movimiento, como podría ser la contraposición entre el realismo y el romanticismo17.

Quienes dan el tono en la vida cultural de los años treinta son los llamados románticos de la tercera generación, distantes del sereno mundo que sugiriera el grupo de Jena, en torno a Schiller, y distintos del radicalismo rupturista de quienes, como Shelley y Byron, abominaban del mundo de la restauración europea y buscaban en la Antigüedad pagana la inspiración frente a quienes, antes de ellos, se habían volcado hacia la cristiandad medieval.

Los nuevos románticos tienden a un más inmediato compromiso político y, por los días en que triunfaba en París la revolución que expulsaría del trono francés a los Borbones, se representaba, entre encendidas polémicas, el Hernani de Victor Hugo, que era una apenas encubierta denuncia contra el absolutismo aristocratizante de Carlos X.

Hugo, hijo de un general napoleónico que había intervenido en España, estaba desencantado con las monarquías de la Restauración, y volvía su mirada sobre la época de Bonaparte, añorando al genio que pudiera sacar a su patria del tedioso ambiente de conservadurismo que se había propagado después de Waterloo, y que la Monarquía orleanista no haría sino teñir de tono burgués. Eran sentimientos muy parecidos a los de Alfredo de Musset, un hijo del siglo concebido entre dos batallas, criado en el fragor de los tambores y que repartía sus añoranzas entre las nieves de Moscú y las cálidas arenas de los desiertos de Egipto18. La imagen romántica de la Revolución la proporciona Eugéne Delacroix que, durante los mismos días de las manifestaciones antimonárquicas de julio, pinta La Libertad guiando al pueblo y se coloca él mismo, junto a la figura femenina de la Libertad, tocado de un sombrero de copa y empuñando un arma.

En la mente de estos románticos está la búsqueda del genio, del héroe, que proponía Thomas Carlyle: «No hay prueba más triste de la pequeñez del hombre que su falta de fe en los grandes hombres» (On Heroes and Hero Worship, 1841). El héroe por antonomasia había sido Napoleón Bonaparte, y Luis Felipe buscaba halagar esos sentimientos cuando, en 1840, autorizó el retorno de las cenizas del emperador a Francia y su inhumación en los Inválidos de París. Había también un ambiente de retorno a la tradición política de 1789 —no a la de 1792— que ya había operado en el acceso de la dinastía de Orleans al trono, y que explica la proliferación de historiadores-políticos que sacan a la luz por aquellos años sus reflexiones sobre la Revolución francesa. Alexis de Tocqueville había publicado, en 1835, la primera parte de La democracia en América (inglés :: español), que era una reflexión sobre el horizonte democrático del liberalismo político, y, desde mediados de los años cuarenta, se suceden los testimonios historiográficos de Adolphe Thiers, Edgar Quinet, Jules Michelet, Louis Blanc o Alphonse de Lamartine.

En España, las evocaciones revolucionarias resultaban excesivas para los estrechos límites en los que se desarrollaba la vida política, pero Mariano José de Larra trató de combatir con sus artículos ese mismo filisteísmo imperante, antes de optar por el suicidio en febrero de 1837.

La expresión musical de este mundo romántico que también acomete proyectos prometeicos, plasmación de la rebeldía contra los valores imperantes, la encontramos, para esta generación romántica de los años treinta, en Berlioz o en Wagner. El primero estrena, a finales de 1830, su Sinfonía fantástica, manifestación megalomaníaca de su voluntad de transformar la expresión musical y su impresionante fecundidad melódica a través de unos recursos orquestales que no se habían utilizado nunca antes; mientras que Richard Wagner, diez años más joven que Berlioz, acometió con Rienzi (1842) su peculiar forma de dar vida musical a un tema romántico proporcionado por E. Bulwer-Lytton, en el que se hacía una ardorosa defensa de la libertad en el escenario de la Roma de los papas, de acuerdo con principios que desarrollaría en los años siguientes con El holandés errante (1843) y Tannhäuser (1845).

  1. Barzun, J., Del amanecer a la decadencia. 500 años de vida cultural en Occidente (De 1500 a nuestros días), Taurus, Madrid, 2001 (1.a ed. 2000), p. 709.
  2. Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 137. Remite a La confesión d'un enfant du siècle, de Musset, publicada en 1836, con una crónica de sus amores con George Sand.

Las revoluciones de 1848

En esas condiciones, el estallido revolucionario del año 1848 vino a significar la eclosión, un tanto ingenua, de muchos de esos sentimientos de protesta que se habían ido fraguando durante los años anteriores. Desde luego no faltaron quienes pensaron que resucitaba el fantasma de la Revolución de 1789, aunque algunos de los momentos de la protesta popular tuvieran un indudable aire de farsa. «Tenía la sensación —escribió Tocqueville19— de que habíamos escenificado una obra de teatro sobre la revolución francesa en vez de estar continuándola.» Por lo demás, era evidente que la representación teatral de 1848 se diferenciaba con claridad de los acontecimientos que habían acabado con la monarquía absoluta en Francia casi sesenta años antes. El discurso liberal no se había alterado en sus principios fundamentales —aunque las reformas democráticas fueran ahora más patentes— pero existía el elemento innovador de las reivindicaciones socialistas que marcaron los acontecimientos revolucionarios en alguno de sus escenarios, como fue el caso de los hechos que tuvieron lugar en Francia en la primavera de 1848 y que, llegado el momento de la crisis, transformaron la farsa en tragedia y tiñeron de sangre las calles de París.

Lewis B. Namier calificó en 1946 estos acontecimientos como la «revolución de los intelectuales», porque fue un movimiento en el que trataron de hacerse realidad algunas de las propuestas de reforma social que la tradición ilustrada trataba de aplicar a los cambios sociales que empezaban a apuntarse con la naciente Revolución Industrial y que, a pesar de sus muchas variantes, aparecieron englobadas bajo la común denominación de socialismo. Era un socialismo de estirpe racionalista que descansaba más sobre la teorización en torno a las condiciones de vida de las clases trabajadoras que sobre una efectiva transformación de esas condiciones, ya que el impacto de la Revolución Industrial era todavía apenas perceptible en Francia. Dado este carácter teórico, Karl Marx no dudaría en motejar a estos primeros teóricos del socialismo como «socialistas utópicos».

En el desarrollo de los acontecimientos tal vez podríamos poner un punto de partida en Roma. La elección de Pío IX, en junio de 1846, se vio seguida de gestos liberales que fueron malentendidos por muchos italianos pero que obligaron a hacer concesiones de tipo liberal al rey Carlos Alberto de Piamonte y al duque Leopoldo de Toscana, pero la revolución abierta no estalló hasta enero de 1848 en el reino de las Dos Sicilias, gobernado por una rama menor de los Borbones, emparentados con la casa real española. El rey Fernando II se vio obligado a conceder una Constitución.

El escenario revolucionario se trasladaría pocos días después a París, en donde se luchaba por una ampliación del derecho de voto que rescatase la vida política de las manos de los profesionales liberales y propietarios que la monopolizaban. El resultado de los tres días de luchas que se sucedieron a partir del 22 de febrero fue la deposición de Luis Felipe de Orleans, el establecimiento del sufragio universal —masculino, claro está— y la proclamación de la República bajo la dirección de un gobierno provisional en el que convivían ex monárquicos, bonapartistas, republicanos y lo que se conocía como socialistas. Estos últimos impusieron la constitución de una comisión en el palacio del Luxemburgo para implantar una legislación protectora de las clases trabajadoras. La alianza entre éstos y los burgueses era muy precaria y no tardaría en hacer aguas. Como señalara Karl Marx, «mientras en el Luxemburgo se dedicaban a buscar la piedra filosofal, en el Ayuntamiento [gobierno provisional] acuñaban la moneda de curso legal»20.

La oleada revolucionaria pareció desplazarse entonces al mundo alemán, donde se registraba un cierto movimiento a favor de regímenes constitucionales y de repuesta a los movimientos nacionalistas que se habían intensificado desde los años de la lucha contra Napoleón. También había un considerable componente de desasosiego en el mundo rural.

La presencia de radicales demócratas y comunistas fue conjurada con el nombramiento de gobiernos liberales moderados, después de que se hubiesen producido sangrientos enfrentamientos en Berlín (18 de marzo) entre el ejército y los manifestantes. Los radicales se movían en la onda de la tradición jacobina y reclamaban el sufragio universal. «Yo conocía personalmente a dos o tres Robespierres —escribiría el disidente ruso Alexander Herzen21—; siempre llevaban camisa limpia, se lavaban las manos y se limpiaban las uñas.»

Para entonces ya había prendido la revolución en Viena, provocando la huida de Metternich (14 de marzo) y la promesa de una Constitución, mientras que se prometía a los húngaros, liderados por Lajos Kossuth, un ministerio húngaro responsable ante la Dieta magiar y un ejército nacional, lo que no disminuyó el carácter aristocrático en la dirección de la vida política húngara. También se produjeron levantamientos antiaustríacos en las provincias italianas de Milán y Venecia, con lo que se cerraba el círculo geográfico de las convulsiones iniciadas en Palermo dos meses antes.

Tanto en los territorios de la Confederación Germánica como en el Imperio de los Habsburgo la revolución se vio acompañada de un componente nacionalista que proporcionó una fisonomía especial a los acontecimientos de aquellos territorios. En el caso del fragmentado escenario político alemán, el nacionalismo pacifista de los años finales del siglo XVIII (Fichte, Herder) había empezado a vislumbrar un horizonte político con la exaltación del nacionalismo germano que se produjo en los años de lucha contra Napoleón, aunque el legitimismo de la Restauración tratara de aplacar aquellos sentimientos que quedaron confinados en los ambientes académicos y literarios.

La progresiva integración económica del norte de Alemania (unión aduanera de 1834), animada por el liderazgo prusiano, mantuvo viva la llama del nacionalismo que, con ocasión de los acontecimientos de 1848, vio llegada la ocasión de alcanzar el objetivo de un único estado que englobase a todos los alemanes. Suponía ese proyecto pensar en una «Gran Alemania» que incorporaría a los súbditos alemanes del emperador de Austria, pero que habría de obligar a éste a buscar una fórmula nueva de articulación del Imperio, ya que las demás nacionalidades habrían de quedar excluidas de ese proyecto. Las dificultades evidentes para llevar a la práctica ese proyecto obligaron a los representantes alemanes, que estaban reunidos en Francfort desde finales de mayo del 1848, a renunciar a ese proyecto gran-alemán para acogerse a la alternativa de un estado «pequeño-alemán» en el que el liderazgo habría de recaer necesariamente en el rey de Prusia. Así se aprobó, pero la oferta nada unánime que recibió Federico Guillermo IV para que se hiciese cargo de un Imperio alemán hereditario, con un sistema político constitucional, fue desestimada por el rey de Prusia en la primavera de 1849. La idea de la unificación no era desechada pero a Federico Guillermo le parecía inaceptable establecerla por medio de unos procedimientos revolucionarios que, inevitablemente, habrían de provocar el enfrentamiento con Austria.

Esta, mientras tanto, había experimentado también el impacto nacionalista durante la revolución, pero no con el carácter integrador que había tenido en Alemania sino, por el contrario, con una serie de movimientos desintegradores que amenazaron seriamente el imperio de los Habsburgo. Iniciaron el proceso los húngaros que, a través de Lajos Kossuth, obtuvieron considerables ventajas de autonomía política que, a su vez, dieron pie a que otras naciones del Imperio trataran de afirmar su personalidad política. Ese fue el caso de los checos, que establecieron una constitución liberal, o de los croatas, que pretendieron el establecimiento de una asamblea (Dieta) en oposición a las ventajas obtenidas por los húngaros.

Todo este panorama se diluiría, sin embargo, en un plazo relativamente corto porque el fracaso de las revoluciones fue tan rápido como su efímero éxito. En su conjunto, los movimientos revolucionarios demostraron tener una base social demasiado estrecha ya que fueron fenómenos urbanos incapaces de arrastrar a una sociedad abrumadoramente rural, lo que terminó por aislarlos en las grandes capitales. También operó en contra de la consolidación de los procesos revolucionarios las propias divisiones internas de sus dirigentes, entre los que se puso de manifiesto que la burguesía liberal se contentaba con el asentamiento de regímenes constitucionales a la vez que no ocultaba su recelo hacia la reivindicación del sufragio universal o a la pretensión de establecer la democracia social que pretendían los elementos radicales.

Todo ello hizo posible que, ya durante el segundo semestre de 1848, los militares recuperaran la iniciativa y los monarcas restablecieran su autoridad con el apoyo del ejército, la policía o sectores conservadores como la aristocracia tradicional y la Iglesia. De todo el proceso revolucionario no había quedado otra huella considerable que el establecimiento de una República en Francia, de acusado carácter conservador y amenazada en su supervivencia por el masivo apoyo popular que había recibido su primer presidente, el príncipe Luis Napoleón Bonaparte. Las repercusiones de todas estas sacudidas en España fueron escasas, como revelaron los estudios de la desaparecida historiadora Sonsoles Cabeza Sánchez-Albornoz.

  1. Souvenirs. Citado por Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo, 1848-1914, Barcelona, Crítica, 2001 (1ª ed. 2000), p. 33.
  2. La lucha de clases en Francia, 1848-1850. Citado en Gildea, R., Barricades and Borders. Europe, 1800-1914, Oxford University Press, 1991 (1.a ed. 1987), p. 86.
  3. Citado por Burrow, J. W., La crisis de la razón. El pensamiento europeo, 1848-1914, Barcelona, Crítica, 2001 (1ª ed. 2000), p. 33.

El momento Realista

Los años cincuenta se inician, por tanto, en un clima de restablecimiento de la autoridad y el orden que permite hablar del desvanecimiento del impulso romántico —que no obsta para la persistencia del gusto por temas románticos en ambientes populares— y la aparición de unas nuevas actitudes que, en el plano filosófico y científico, se traducen en el positivismo y, en el plano artístico, llevan a calificar esos años como los de apogeo del realismo.

La publicación de los seis volúmenes del Curso de filosofía positiva de Auguste Comte, entre 1830 y 1842, señala el inicio de una actitud de profunda confianza en la ciencia natural, como el único modelo para el verdadero conocimiento22, con el que se espera establecer un nuevo orden social que signifique la superación de la profunda división provocada por el enfrentamiento entre una concepción religiosa de la realidad y una concepción metafísica, de abolengo ilustrado, que arrancaba del individualismo radical y del convencimiento en la perfectibilidad humana. La felicidad de las sociedades derivaría del desentrañamiento de las leyes que regulan su comportamiento y convertían a la sociología en la ciencia distintiva de la nueva época. La versión británica de esta actitud la proporcionaría Herbert Spencer con su Social Statics (PDF), de 1851. Allí se afirmaba que el progreso no era un accidente sino una necesidad, a la vez que se reconocía la posibilidad de desaparición del mal y de la inmoralidad y la consecución última de la perfección humana.

En el plano artístico la mejor expresión de esta nueva forma de acercarse a la realidad consistió en el abandono del mundo de la trascendencia y de las pasiones, para centrarse en el mundo ordinario de la vida diaria. Théophile Gautier había puesto en circulación el término «realismo» en 1844, para describir una obra muy alejada del romanticismo imperante, y el crítico Jules Fleury-Husson, «Champfleury», se apropió de él y lo elevó a la condición de categoría. Era el término, desde luego, que mejor cuadraba con dos cuadros que Gustave Courbet presentó en 1849, después de que el propio Champfleury hubiese descubierto su pintura en el Salón de 1848. Uno de los cuadros representaba a dos hombres entregados al duro trabajo de picar piedras y el otro era la descripción de un grupo de personajes rústicos del Franco-Condado que asisten a un entierro en Ornans, la villa natal del pintor. Courbet había dicho que lo bello está en la naturaleza y en las formas más diversas de la realidad y que sólo cuando se encuentra pasa a pertenecer al arte o, mejor, al artista que lo había descubierto.

Courbet huía de las ensoñaciones románticas y renunciaba a las idealizaciones todavía presentes en la obra de Millet para hacer una crónica de la sociedad que tenía mucho de subversiva en un mundo francés volcado a la recuperación del pasado prestigio del bonapartismo, con el beneplácito del mundo de los negocios y de la industria que había servido también de sustento del régimen orleanista. La evocación de la figura de la emperatriz en Las jóvenes a la orilla del Sena de Courbet o los juegos de insinuaciones de Manet con las variantes de la Ejecución de Maximiliano son claro ejemplo de la distancia entre estos artistas y el clima político que imperaba en Francia tras la resurrección de las tradiciones imperiales. También era subversivo el realismo literario y la Madame Bovary de Flaubert fue llevada a los tribunales por la inmoralidad que suponía una adúltera que no se arrepentía de su pecado.

  1. Biddis, M., «Progress, prosperity, and positivism: cultural trends in mid-century», en Waller, B. (ed), Themes in Modern European History, 1830-1890, Londres, Unwin Hyman, 1990, p. 200.

El Segundo Imperio Francés

Napoleón III, que había transformado la timorata Segunda República francesa en un nuevo régimen imperial, devolvió a Francia y, sobre todo, a París el protagonismo central en la vida europea. En 1855 reunió en París productos de treinta y cuatro naciones en una Exposición Universal que era una réplica a la organizada por la monarquía británica en el Crystal Palace londinense, y en 1856 el Congreso de Paz de París, convocado después de la guerra de Crimea, devolvió a Francia el papel de gran protagonista de la escena internacional que había perdido en el Congreso de Viena.

Vivió entonces Francia con un régimen conservador de una fuerte base populista que, al resguardo de una coyuntura económica favorable, aseguró un sistema de orden y progreso en el que, inicialmente, Napoleón contó con una fuerte base de apoyo entre la población campesina, a la que se sumaría el mundo de los negocios y los liberales de carácter templado. Luis Napoleón Bonaparte era consciente de que no contaba con otro patrimonio político que el que le proporcionaba el prestigio del apellido y, a partir de esa escuálida base, intentó construir una nueva legitimidad dinástica y unos apoyos políticos más consistentes que la pura alianza coyuntural que le había llevado al poder. Para asegurar la herencia de la dinastía recurrió a la española Eugenia de Montijo, con la que se casó recién establecido el Imperio.

Era hija del conde de Montijo y, con la elección de una noble que no era de sangre real, Napoleón intentó hacer de la necesidad virtud y presentar el enlace como una voluntad de romper con las alianzas dinásticas, que era lo habitual entre los monarcas hasta entonces. Eugenia, que gozó de pocas simpatías entre los franceses de su época, y que ha sido acusada por la historiografía de intrigante y conservadora a ultranza, ejerció un indudable protagonismo en la vida política francesa y, muerto su marido, defendería los derechos del príncipe imperial hasta que éste encontró la muerte luchando contra los zulúes como oficial del ejército británico.

Un París con una familia imperial advenediza y unas oligarquías retraídas se convirtió en una ciudad abierta y demimon-daine, de acuerdo con el término que popularizara Dumas hijo, a medida que el barón Haussman, prefecto del Sena, la transformaba en la Cité Lumière que ahora conocemos con unas reformas urbanísticas que le han dado gran parte de su fisonomía actual. El momento cenital de esos años de esplendor sería la Exposición Universal de París en 1867, que recibiría más de diez millones de visitantes para los más de cincuenta mil expositores de los cuarenta y dos países que allí se reunieron. Pareció un momento apoteósico de una sociedad confiada en las posibilidades de la ciencia, de la técnica y de un mundo de libre comercio, pero los nubarrones estaban poco más allá de la línea del horizonte.

III. La Europa liberal y romántica: Pág. 1 Pág. 2