IV. Reflexiones sobre la Era Isabelina (Continuación)

Isabel romántica

Tampoco corresponde en este capítulo trazar una biografía, ni siquiera una semblanza completa de la reina, sino recordar unos cuantos rasgos que nos la presentan como hija de una época muy concreta, y en cierto modo personificación simbólica de ella. Al mismo tiempo que esa manera de ser inconfundible (en cuanto que lo «isabelino» es una realidad muy específica, y no permutable por ninguna otra), la vida de Isabel II se nos aparece rodeada de leyendas y mitos que hacen más difícil de lo que parece la labor de un biógrafo: se nos habla de «duendes», de «brujas», de extrañas «camarillas» llenas de gentes anormales, de una «corte de los milagros». ¡Qué difícil es a veces separar la leyenda de la realidad! Lo mismo que en un relato romántico. Por otra parte, como ha escrito el psicólogo Enrique Rojas, «su singular personalidad, llena de contradicciones, hubiera llamado la atención de escritores y novelistas, aun sin haber sido reina»25. Parece que tiene razón Carmen Llorca, cuando afirma de ella que «no tiene historia en el corazón; en él late solamente la alegría de la vida, la fuerza del presente [...]. Todo en ella es expresión [...]; se inclina por las exuberancias [...]. Tiene un temperamento dionisíaco»26.
Espontánea, primaria, abierta, simpática, dicharachera, amiga de mezclarse con el pueblo, fue, a pesar de todos sus defectos, que los tuvo también en generosa abundancia, una reina aceptada con auténtica veneración por millones de españoles, por lo que significaba, pero también por lo que personalmente era.

Entre las apretadas masas del pueblo —comenta Galdós—, iba Isabel en sus glorias; gustaba de las exhibiciones al aire libre, entre gentes que en nada se asemejaban a las empingorotadas figuras palatinas. Entre el pueblo y ella había algo más que respeto de abajo y amor de arriba; había algo de fraternidad, de sentimiento ecualitario de que emanaba la recíproca confianza27.

Fue la reina castiza digna representante de su tiempo, a quien los madrileños —o los veraneantes en los pueblos del Cantábrico— acostumbraban a ver paseando con garbo y naturalidad, montando a caballo como excelente amazona —en Palacio se asustaron más de una vez de sus audaces corvetas y galopes—, abierta a la conversación con paisanos, obreros o gañanes, manejando su coche personalmente, y deteniéndose en cualquier momento para charlar con gentes conocidas o desconocidas, siempre con desbordante personalidad y con graciosas ocurrencias; acudiendo a las fiestas y verbenas populares, a las corridas de toros, a la ópera y al teatro, a las carreras de caballos de la Casa de Campo. Le encantaban los pasatiempos y la conversación, con personas distinguidas o vulgares, que eso, aunque Isabel siempre supo comportarse como una dama en las reuniones de alta sociedad, nunca le preocupó mucho. Su excesiva espontaneidad no dejó de suscitar problemas a cortesanos y políticos.

Encontrábase la reina entonces —cuenta Fernández de Córdova— en un momento en que todas las preocupaciones ceden ante los atractivos que la dicha, el poder y la riqueza ofrecen. Eran pocos los que se atrevían a contrariar sus deseos [...] alegres y animados, y ello nos producía a nosotros, los encargados de velar por ella, no pocas desazones28.

La popularidad de Isabel II quedaba potenciada por su innata generosidad. Jamás se vio persona tan desprendida. «Fue limosnera como pocos, hasta el punto de que con sus donativos, individuales y colectivos, estuvo a punto de arruinarse varias veces. Sus ayudas a los necesitados están en muchas ocasiones marcadas por esa espontaneidad de arranques inesperados, tan suyos»29. Por ejemplo, cuando en uno de sus paseos, en que ella misma, sin acompañamiento, guiaba su coche, se encontró con una mendiga que le pedía una ayuda; Isabel no llevaba dinero encima. Se quitó los zapatos, y se los regaló a la mujer30. Pérez de Guzmán comentó de Isabel II que «el mayor de sus dones fue la liberalidad. No conocía el valor el dinero, y para cuantos se le acercaban parecía que tenía puesto en la mano un tesoro inagotable»31.

En este sentido, puede que no sea exagerado afirmar que Isabel II fue la reina más popular o por lo menos más populachera de la historia de España. Por doquiera le acompañaron las aclamaciones o los piropos de su pueblo, a los que siempre supo corresponder con peculiar gracejo. Pero tampoco podemos olvidar que la reina castiza, con sus desplantes, sus vulgaridades y sus devaneos, supo también estar en su sitio con aquella «majestad imponente» que le atribuye Angelón (que llegó a conocerla y tratarla por los años cincuenta), cuando hacía falta. El cuadro de C. Porion, que presenta a la reina pasando a caballo revista a las tropas, refleja como ninguno esa «majestad imponente», capaz de poner pálido a todo un regimiento. Cambronera nos la retrata como

de porte verdaderamente regio; tenía una actitud muy agradable; había que ver a Isabel con su cabeza erguida, saludando a todos con amable y franca sonrisa [...]. No se la podía mirar sin sentir la poderosa sugestión de sus ojos [...], con la naturalidad y el desenfado elegante que tan simpática la hacían [...], preguntando a unos, contestando a otros, volviéndose para hablar a los que tenía a sus espaldas, y llamando a cada cual por su nombre, sin vacilaciones ni dudas32.

Isabel, «alumna de la libertad», como la apellidó su primer tutor, Agustín de Arguelles, no fue, con todo, una buena reina liberal: en parte por la pésima formación que recibió, sobre todo a partir de la regencia de Espartero, en parte también por su escaso interés en superar su incultura política: como que ya en su destierro confesó a Galdós que «no entendía de Constituciones y esas cosas»33. No fue liberal, entre otros motivos porque no sabía muy bien qué era el liberalismo; pero respetó las instituciones de su tiempo, impuso su criterio a los políticos mucho menos de lo que se ha venido creyendo; casi nunca dejó de obrar políticamente por consejos recibidos (aunque no supo discernir su habilidad: «unos me aconsejaban una cosa, otros otra», explicó al propio Galdós). La única vez que nombró un ministerio por propia decisión —facultad que le concedía la Constitución— el gabinete duró diecisiete horas34. No puede decirse que Isabel II fuese estrictamente «una reina de profundas ideas liberales»; tampoco que fuese antiliberal: sí que profesó un amor entrañable a su pueblo, y que se sentía, quizás más que ninguna otra cosa, «madre de los españoles», a los que llamaba con frecuencia «mis hijos»35; y como tal fue correspondida cordialmente por ellos, y muy en especial —tampoco es una casualidad— por aquellos que tampoco entendían mucho de política. Fue «liberal» en el otro sentido de la palabra, el de esa «liberalidad» que le acaba de atribuir Pérez de Guzmán, abierta, generosa, espontánea y sin trabas. Sí está mucho más claro que fue una reina romántica. Lloró, que sepamos, más que ninguna otra de nuestra historia. No sólo en casos explicables, como cuando se le impuso el matrimonio con su primo don Francisco de Asís, a quien aborrecía, o cuando el gobierno progresista le obligó a firmar, contra su conciencia, la ley de desamortización de los bienes eclesiásticos, a la que se resistió en escenas desgarradoras en una sesión que duró un día y una noche (4-5 de febrero de 1855); sino cuando conoció la conquista de Tetuán por las tropas españolas; cuando la locomotora de observación, durante uno de sus viajes, atropello a varias personas en la estación de Daimiel; cuando Prim, propuesto por ella para formar gobierno, con el fin de evitar la secesión de los progresistas, rechazó de plano el ofrecimiento; o cuando, ya desterrada, cayó a los pies de Pío IX. Isabel llora con frecuencia; romántica y sensiblera en todos sentidos, ríe también con mucha frecuencia. Como todos los románticos, fue una excelente pianista, aunque consta que sus maestros —entre ellos Arrieta— reprendieron su tendencia a pisar el pedal de forte con más ímpetu del que exigía el matiz de la frase. En lo referente a la música, fue también, y sobre todo, una magnífica soprano: al punto de que cabe conjeturar de que hubiera tenido más condiciones de soprano dramática que de reina. Gustaba de las arias de coloratura, en que podía expresar toda su sensibilidad. Durante un viaje a Asturias, cenó en casa de unos amigos, en que había un piano. Se organizó una velada improvisada, en la que Isabel cantó, una tras otra, sus más sentidas arias, hasta altas horas de la noche. Un gran gentío se arremolinó en la calle para escuchar aquella voz espléndida y expresiva. Al final aplaudió con calor. Nadie supo hasta el día siguiente que la extraordinaria cantante era la reina36.

No hace falta decir que fue una mujer enamoradiza. Se prendaba de hombres altos y fuertes, casi siempre militares: quién sabe —apuntémoslo prudentemente— justo por reunir los caracteres de que escaseaba su marido. Sus casquivanerías sobrepasaron las reglas de la mesura, y apenas parece preciso recordarlo en este punto: aunque resulte necesario también recordar otras dos cosas: que fue obligada a casarse con un hombre afeminado que, temperamentalmente, era todo lo contrario a ella, y a quien le resultaba muy difícil soportar; y que muchos de aquellos amores fueron platónicos o exagerados por las hablillas. También es cierto que hubo hombres enamorados locamente de Isabel, con los que la reina no coqueteó jamás.

Isabel II, en suma, dio color a una época, una época con muchos defectos, como la propia reina también los tuvo, pero con encanto, con sabor castizo y con alegría de vivir. Hoy tiende a revalorizarse, o por lo menos a comprenderse históricamente esa época, y esa comprensión tiende a alcanzar, aunque atenuadamente, porque las versiones consagradas son difícilmente desarraigables, a la propia Isabel II, que supo entrañarse con su pueblo y fue especialmente amada por él. Es cierto que fue destronada. Pero aún están por estudiar a fondo los mecanismos de ese destronamiento. Hubo errores, por supuesto, lo mismo por parte de los políticos que por parte de la propia Isabel, y esos errores no pueden silenciarse. Pero también es cierto que la reina intentó una y otra vez congraciarse con los progresistas, y fueron éstos quienes no la perdonaron. Todavía en abril de 1866, trató de negociar con sus adversarios a espaldas del gobierno, para tratar de evitar lo que ya entonces parecía inevitable. Sus emisarios conferenciaron con Ruiz Zorrilla y Cantero, y se llegó a un principio de acuerdo. O'Donnell se enteró de las negociaciones y las hizo fracasar37. Y es que ya por entonces «O'Donnell aparentaba estar hipnotizado por el espectro de la revolución, y era incapaz de hacer nada más que aguardar a que se materializase»38.

Con todo, la revolución pudo haber fracasado, como fracasaron desde 1866 todas las anteriores intentonas. La batalla de Alcolea estaba ganada por el marqués de Novaliches, cuando el general fue herido en la boca. Su lugarteniente, Paredes, menos entusiasta de la causa, o menos decidido a jugarse el todo por el todo, «ordenó la retirada justo cuando mejor le cantaban las cosas»39. Conocida la derrota militar, y después de dramáticas vacilaciones, Isabel II decidió abandonar España. «Creía tener más raíces en este país», cuentan que dijo al salir para el exilio. Puede que las tuviera, y que aún entonces las siguiera teniendo. Cuando su viaje de Madrid a Lequeitio, pueblos enteros salían a la carretera para aclamar a su reina, lo mismo que en cualquiera de sus anteriores viajes. Incluso en el momento de subir al tren que se la llevaba, centenares de personas lloraban40. Pero los tiempos eran otros. Isabel II, destronada a los 38 años, viviría otros 36 —¡la mitad de su vida!— en el destierro, casi en el anonimato, con resignada actitud, sin el menor afán de protagonismo. Y es que su época había pasado. Con o sin Isabel II, había caducado la era isabelina. Otros hombres, otras ideas, otras costumbres, otra forma de entender la vida —decididamente ya no romántica— asomaba por entonces al panorama de la historia.

  1. En Ferrer, E., M. T Puga y E. Rojas, Se busca rey consorte, Barcelona, Planeta, 1992, p. 261.
  2. Llorca, C, Isabel II y su tiempo, Alcoy, Prisma, [s.a.] (hacia 1960), pp. 10 y 43.
  3. Apud Seco Serrano, C, «Isabel II y Galdós», Jano, 32 (1972), p. 142.
  4. Fernández de Córdova, F, Mis memorias íntimas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1966, p. 147.
  5. Comellas, J. L., Isabel II. Una reina y un reinado, Barcelona, Ariel, 2002 (3ª ed.), p. 249.
  6. Angelón, M., Isabel II, reina de España, Barcelona, 1860, I, p. 280.
  7. Pérez de Guzmán, J., en La Época, 9 de abril de 1904.
  8. Cambronero, C, Isabel II, íntima, Barcelona, Montaner y Simón, 1908, p. 178.
  9. Las más extraordinarias declaraciones que hizo Isabel II fueron las que recogió Galdós en 1902. Vid. Pérez Galdós, B., «La reina Isabel», en ídem, Obras completas, Madrid, Aguilar, 1973, III, pp. 1.191-1.196.
  10. La escasa y siempre impuesta por impulsos exteriores intervención de Isabel II en la vida política queda comentada en Comellas, J. L., Isabel II..., op. cit., vid. espec. pp. 133-136.
  11. Cfr. por ejemplo, C. Llorca, Isabel II y su tiempo, Alcoy, [s.a.], p. 196.
  12. Cambronero, C., op. cit., p. 243.
  13. Vid Comellas, J. L., Isabel II..., op. cit., pp. 305-306.
  14. Duran de la Rúa, N., La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina, Madrid, Akal, 1979, p. 320.
  15. Cfr. Comellas, J. L., Isabel II..., op. cit., p. 338.
  16. Las escenas están muy bien descritas en Valera, J., Historia general..., op. cit., XXIII, p. 324.
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