VII. Los partidos y la vida política, 1834-1868

Por Carlos Dardé, Universidad de Cantabria.

El nacimiento de los partidos políticos, 1834-1843

Desde el inicio del proceso de formación del régimen liberal se pusieron de manifiesto las diversas opiniones existentes entre los mismos liberales respecto a las principales cuestiones políticas, económicas y sociales. Que se diera aquella diversidad de pareceres no tiene nada de extraño. Todo aquel proceso no era enteramente nuevo. Como escribió Francisco Tomás y Valiente, «es imposible [...] partir de 1834 como si este año hubiese sido el punto cero de un proceso histórico»2. Ya en las Cortes de Cádiz y, sobre todo, en el Trienio Constitucional habían quedado bien claras las diferencias existentes entre los liberales españoles. Muchos de los hombres que ocuparon los escaños de las primeras Cámaras del Estatuto conectaban con distintas tradiciones y tenían tras de sí una rica y variada experiencia, habían sido protagonistas de aquellos primeros y frustrados intentos de derribar el Antiguo Régimen, se habían enfrentado entre sí en las Cortes y en el gobierno, y habían vivido largos y penosos años en la emigración, en Francia e Inglaterra, sacando sus propias conclusiones de los diferentes modos cómo estos países estaban haciendo realidad los grandes principios revolucionarios. Por no hablar de los próceres y procuradores que procedían de las filas de la burocracia fernandina.

De hecho, inmediatamente después de la apertura del Estamento de Procuradores, el 24 de julio de 1834, se evidenciaron las diferencias entre sus componentes con motivo de la discusión del mensaje de la Corona. El 24 de agosto siguiente, fue presentada una petición a la Cámara en favor del reconocimiento de los derechos políticos de los españoles y de la organización de la Milicia Nacional como en 1820 (y no como el presidente del gobierno, Martínez de la Rosa, la había formado, el 15 de febrero de 1834, con el nombre de Milicia Urbana)3. Estaba clara la existencia de dos grupos, que serían el germen de los futuros partidos políticos: uno gubernamental, favorable al Estatuto Real y partidario de un ritmo lento en las reformas, tal como se estaban llevando a cabo, que daría origen al Partido Moderado,; el otro grupo, de oposición, que pretendía cambios más profundos y rápidos —cuyos líderes eran Joaquín María López, Fermín Caballero, el conde de las Navas y Agustín Argüelles—, anunciaba al Partido Progresista.

Para simplificar, les daremos estos nombres, aunque los moderados adoptaron oficialmente el de «monárquicos constitucionales» desde 1837 hasta 1844, y siempre el genérico de «conservadores», mientras que los progresistas no comenzaron a denominarse así, en lugar de exaltados, hasta 1839, por influencia sobre todo de Olózaga4.

En aquellos primeros momentos se trataba de actitudes claras pero que no eran defendidas por grupos homogéneos ya que sus componentes, sobre la base de un cierto núcleo variaban de acuerdo con las diversas cuestiones que se trataban en la Cámara. Según el análisis de Isabel Burdiel, algo menos de la mitad de los procuradores de la primera legislatura —1834-1835—, votó regularmente en favor de cada una de las opciones: 82 procuradores de un total de 188, de los que 42 eran ministeriales y 39 de oposición. En la segunda legislatura—1835-1836—, «las divisiones políticas [...] se profundizaron y consolidaron», pasando el voto estable del 43,6% al 78% de la Cámara5.

Al mismo tiempo surgieron periódicos políticos, claramente alineados con los grupos de la Cámara Baja del Estatuto. En Madrid, La Abeja, dirigida inicialmente por Joaquín Pacheco, y El Español, por Andrés Borrego, entre los gubernamentales; y el Eco del Comercio, dirigido por Fermín Caballero y la Revista-Mensajero (resultado de la unión de la Revista Española y el Mensajero de las Cortes), entre los de oposición6.

El proceso político no estuvo determinado entonces por la existencia y comportamiento de los grupos parlamentarios y sus órganos de prensa sino por una serie de acontecimientos, como el curso de la guerra civil —que a partir de la reorganización de las fuerzas carlistas llevada a cabo por Zumalacárregui tomó un cariz nada favorable a los liberales— y, sobre todo, por la serie de revueltas populares que se produjeron en diversas ciudades en el verano de 1835, que tenían un sustrato de descontento económico y cuyos protagonistas reclamaban reformas políticas más profundas. Martínez de la Rosa fue sustituido por José María Queipo de Llano, conde de Toreno, en junio de 1835, y ante el empeoramiento de la situación, la reina regente entregó el poder, tres meses más tarde, a Juan Álvarez Mendizábal, un político con gran prestigio entre los liberales más avanzados.

Durante el gobierno Mendizábal, entre septiembre de 1835 y mayo de 1836, los cambios se hicieron más rápidos y profundos; los planteamientos progresistas comenzaron a hacerse realidad. Se dio un nuevo impulso a la guerra, con más medios materiales y humanos; se potenció y reorganizó en sentido democrático la Milicia —que adoptó el nombre de Guardia Nacional—; se celebraron nuevas elecciones a la Cámara Baja, que cambiaron completamente la correlación de fuerzas favorables al anterior gobierno y las de oposición. Una medida, sobre todo, habría de tener gran trascendencia: el decreto de desamortización eclesiástica, de 18 de febrero de 1836, que inició un inmenso trasvase de la propiedad territorial en España y que aunque no proporcionó al Estado liberal los recursos económicos que se esperaban, sí le dotó de una base social, la de los compradores de tierras, que aseguró su existencia. Mendizábal pretendió hacer todavía más, reformando el Estatuto para hacer una Constitución, pero le faltó el apoyo de los próceres y, sobre todo, de la regente.

El nombramiento de Francisco Javier Istúriz, en mayo de 1836, como presidente del gobierno, en sustitución de Mendizábal, trató de frenar aquel proceso que excedía con mucho los planteamientos de la Corona y sus consejeros más conservadores. Pero nuevamente las revueltas populares del verano de 1836 y la sublevación de los sargentos de La Granja, en agosto de aquel año —que forzó a María Cristina a restablecer la Constitución de 1812—, devolvieron el poder a los radicales. La presidencia la ocupó el doceañista José María Calatrava, y el ministerio de Hacienda, Mendizábal. Allí había un grupo que sabía lo que quería hacer y lo hizo, favorecido además por el giro que dio la guerra civil tras la victoria de Espartero, en la batalla de Luchana, en la Navidad de 1836. El gobierno implantó la ley municipal de 1823 y celebró elecciones democráticas a los ayuntamientos. Convocó además elecciones a un Congreso nacional constituyente, con una nueva ley electoral, de censo mucho más amplio que el de la época del Estatuto, que le proporcionó una holgada mayoría. Con aquel instrumento en sus manos, sacó adelante una Constitución —la de 1837— y aprobó un conjunto de medidas de carácter económico y social —eliminación de los diezmos, supresión de los mayorazgos, ampliación de la desamortización, liberalización radical de todas las actividades económicas— que supusieron la liquidación final del Antiguo Régimen No obstante, tanto en la Constitución como en la legislación económico social el grupo liberal avanzado que controlaba el gobierno y las Cortes hizo importantes concesiones a los principios conservadores7.

Por otra parte, comenzó a formarse entonces —como consecuencia de la vida social en torno al Casino del Príncipe y de la iniciativa de algunos personajes influyentes que celebraban con regularidad banquetes en sus casas—, lo que Fernando Fernández de Córdova llamó «una sociedad política», es decir, «la reunión amigable de los hombres que figuraban por distintas causas al frente de los negocios públicos, aunque pertenecieran a fracciones distintas y abrigaran opiniones diferentes». Hasta entonces —afirma el autor de una de las Memorias de la época más útiles para el historiador— «los adversarios políticos se habían considerado siempre entre sí como enemigos personales, haciendo alarde de no saludarse ni dirigirse la palabra como no fuera en el Congreso, y esto para atacarse mutuamente y siempre con mucho encono»8.

A mediados de 1837 todavía no se habían establecido formalmente los partidos pero ya existían unas tradiciones y unas realizaciones políticas específicas, diferentes, que estaban representadas por individuos en su mayoría activos, y que tenían sus propios medios de prensa. Un paso más en la organización de los partidos se dio cuando, aprobada la Constitución, un nuevo gobierno presidido por Eusebio Bardají, convocó nuevas elecciones para octubre de 1837. Entonces, los moderados siguiendo las propuestas del periodista Andrés Borrego, formaron comités electorales en toda España. Aquella iniciativa —en medio de la pasividad y la crítica de los progresistas a una conducta que consideraban mera copia de costumbres extranjeras, pero que, no obstante, habrían de imitar dos años más tarde—, proporcionó a sus impulsores el triunfo en las elecciones9. «Lo que nunca, por desgracia, se ve ya en nuestros tiempos —escribió Antonio Cánovas del Castillo en 1883—, aconteció por aquella sazón. Los electores con las armas pacíficas del sufragio, bajo un ministerio desnudo de eficaz influjo, deshicieron las consecuencias de la revolución [...] de La Granja»10. Los comités sirvieron para canalizar la opinión conservadora del país, alarmada por la profundidad de los cambios legales que habían tenido lugar en el plazo de algo más de un año, y por la realidad de una vida política local dominada por los ayuntamientos democráticos y la Milicia Nacional11.

La derrota electoral del gobierno progresista en octubre de 1837, lo mismo que la de un gobierno moderado, el de Evaristo Pérez de Castro, a mediados de 1839, eran, por otra parte, un buen indicador del respeto a la opinión pública por parte de quienes disponían entonces de los mecanismos del poder. Con el amplio censo establecido por la ley electoral de 1837 y la neutralidad gubernamental, «luchaban en aquellas elecciones las influencias de opinión y de partido, empleadas con grande empuje por las dos parcialidades rivales». Su predominio en la Milicia daba a los progresistas una ventaja que los conservadores compensaban con «sus mayores influencias de localidad, su mejor estudio de la nueva legislación y la inteligencia y habilidad con que sabían valerse de los medios legales»12. Con razón pudo decir un diputado, muchos años más tarde, que en España el sistema representativo había empezado bien, aunque pronto siguió mal13.

Se sucedieron entonces una serie de gobiernos moderados débiles que tuvieron que soportar la presión ejercida por el Ejército —especialmente por Espartero, que desde la victoria de Luchana, tenía el control casi completo del mismo y además era extraordinariamente popular—. En el Congreso se sentaron ya quienes habrían de constituir la plana mayor de los moderados —Donoso, Mon, Pidal, Bravo Murillo, Pacheco, Narváez, Ríos Rosas, Estébanez...—, que no avanzaron en su organización como partido, pero sí comenzaron a adoptar iniciativas para cambiar el sentido de la legislación progresista y tratar de recuperar el control de la vida política local. El proyecto más significativo en este sentido fue el de una nueva ley municipal que pretendía restringir drásticamente el número de electores y hacer que los alcaldes de las principales poblaciones fuesen nombrados por la Corona —es decir, por el gobierno— entre los elegidos para formar parte del Ayuntamiento, en lugar de por los mismos concejales. Los moderados comenzaron así a superar el «estado de negación y de protesta ante una opinión vencedora» que les había caracterizado desde los sucesos de La Granja del verano de 1836, y a crear una alternativa que no haría sino afirmarse en los siguientes años14.

Es necesario destacar que aquellas disputas doctrinales no eran sólo ni principalmente debates teóricos, diferencias de escuela, sino que entrañaban «una cuestión de poder», como señalaba la Revista de Madrid en mayo de 1840, respecto a la ley municipal15. El disenso doctrinal entre los partidos sí determinó en aquellas circunstancias el curso de la vida política. Los moderados se emplearon a fondo en la reforma municipal, llegando a intervenir descaradamente desde el gobierno en las elecciones de diciembre de 1839 (bien pronto se acabaron las buenas costumbres). La resistencia progresista fue igualmente tenaz, hasta el punto de promover una nueva revolución popular, en septiembre de 1840, que se llevó por delante no sólo la reforma y al gobierno moderado, sino a la misma regente que, ante la imposición de un corregente, renunció a su cargo y marchó a París. Bien fuera por esto o por otras razones, el hecho es que aquella «sociedad política» relativamente cordial de que hablara Fernández de Córdova, se deterioró gravemente. La lucha política volvió a adquirir el «carácter sañudo» de antaño y los partidos se hicieron «fieros e implacables» —al decir de Galdós— para el resto del reinado16.

En el trienio que siguió, de regencia de Espartero y dominio progresista, se puso de manifiesto otro de los rasgos constantes de todos los partidos liberales durante el reinado de Isabel II, como es su tendencia al fraccionamiento, a la división interna, hasta límites que llegan a la práctica destrucción del partido mismo; es decir, una especie de vértigo suicida17.

En el partido progresista de esos años cabe distinguir tres grandes grupos o facciones: la militar —dirigida por el propio Espartero—, y dos civiles: una conservadora —cuyos líderes eran Olózaga, Cortina y Sancho—, y otra radical —en torno a López y Caballero—. Con independencia de éstas, también existió otra línea de fractura en el partido en relación con la política económica, librecambista y proteccionista.

Espartero, que se impuso a los progresistas civiles al conseguir la regencia en solitario, controló mal que bien el gobierno desde la marcha de María Cristina hasta mayo de 1843. Pero el enfrentamiento entre la facción militar y las civiles del partido llegó a su punto culminante en mayo de 1843, cuando el regente se negó a refrendar un decreto sobre temas castrenses de un gobierno presidido por López —con Caballero en Gobernación— al que Espartero no había tenido más remedio que entregar el poder tras las elecciones de la primavera de 1843. A las revueltas populares y juntas provinciales que comenzaron a proliferar se unió el levantamiento de una parte del ejército que, organizada por Narváez desde la emigración en París, se terminó imponiendo a las fuerzas leales al regente. Espartero se vio obligado a exiliarse del país.

Por primera vez había divergencia entre el carácter político del gobierno —progresista— y el de los generales que controlaban el ejército —moderado—. En principio, éstos respetaron a aquél y al resultado de las elecciones, favorable a los progresistas, que se celebraron en el otoño. Las Cortes resultantes de las mismas proclamaron, el 8 de noviembre de 1843, la mayoría de edad de Isabel II, que acababa de cumplir los trece años. La preponderancia progresista duró sin embargo muy poco tiempo. Olózaga, nombrado presidente del gobierno el 20 de noviembre, fue acusado de conseguir por medios violentos sobre la reina adolescente el decreto de disolución de Cortes —el tercero de aquel año, con el que el ambicioso presidente trataba de reforzar su propia posición política— y tuvo que dimitir. El dominio progresista había terminado para mucho tiempo. El nuevo presidente del Gobierno, Luis González Bravo, provenía del progresismo pero adoptó una política francamente moderada que sirvió de puente para la asunción del poder por el propio Narváez y los hombres civiles del partido que le apoyaban. La Milicia Nacional, por ejemplo, fue disuelta y sustituida por la Guardia Civil.

En el fracaso progresista pesó el rechazo que su política provocó entre las clases respetables y conservadoras, en espacial, las explosiones de radicalismo como las de Barcelona de 1842 y 1843, que tuvieron que ser sofocadas con el bombardeo de la ciudad. En su derrota también fue fundamental la incapacidad de Espartero para controlar a importantes sectores del ejército, bien trabajados por la propaganda moderada. Pero fue su propia división interna la que terminó por hacerles incapaces de resistir todos aquellos ataques exteriores, desprestigiándoles profundamente como partido.

  1. Agradezco a Luis Garrido Muro sus críticas y comentarios a una primera redacción de este artículo.
  2. Tomás y Valiente, E, «La obra legislativa y el desmantelamiento del Antiguo Régimen», en La era isabelina y el sexenio democrático, tomo XXXIV de Historia de España Menéndez Pidal, Madrid, Espasa Calpe, 1981, p. 173.
  3. El discurso de la Corona en Diario de Sesiones de Cortes (en adelante DSC). Estamento de procuradores, legislatura 1834-1835, apéndice al n.° 3, 24 julio 1834, pp. 1-3; dictamen de la Comisión, al que se opuso el gobierno, apéndice 21 al n.° 7, 1 agosto 1834; el debate del mismo duró del 3 de agosto al 6 de agosto; dictamen aprobado definitivamente, ap. 11 al n.° 12, 7 agosto 1834. Petición de derechos políticos, n.° 24, 28 agosto 1834, pp. 94-96; su debate tuvo lugar entre los días 1 y 11 de septiembre.
  4. Valera, J. (con la colaboración de A. Borrego y A. Pirala), Historia General de España (continuación de la de Modesto Lafuente), Barcelona, Montanery Simón, 1890, vol. 21, p. 305. Azcárate, G. de, «Olózaga. Origen, ideas y vicisitudes del partido progresista. El Parlamento desde 1840 hasta 1868», en La España del siglo XIX, Madrid, Antonio San Martín, 1886-1887, vol. II, p. 15.
  5. Burdiel, I., La política de los notables. Moderados y avanzados durante el Régimen del Estatuto Real, 1834-1836, Valencia, Alfons el Magnànim, 1987, pp. 153 y 271-273.
  6. Cruz Seoane, M., Historia del periodismo en España, El siglo XIX, Madrid, Alianza, 1983, pp. 149-157.
  7. Entre los principios conservadores recogidos en la Constitución estaban las decisivas atribuciones del monarca, en contraste con lo establecido en Cádiz, y el bicameralismo. Respecto a la legislación social, un ejemplo relevante es la ley de 26 de agosto de 1837 en relación a la abolición de los señoríos, que supuso un «giro de ciento ochenta grados respecto a la ley del trienio», ya que «estableció en todos sus preceptos las tesis más beneficiosas para los intereses de los antiguos señores». Tomás y Valiente, E., op. cit., p. 156.
  8. Fernández de Córdova, E., marqués de Mendigorría, Mis memorias íntimas, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1966, vol. I, p. 344.
  9. Borrego, A., Manual electoral para el uso de los electores de la opinión monárquico-constitucional, Madrid, Comp. Tipográfica, 1837. Marichal, C., La revolución liberal y los primeros partidos políticos en España, 1834-1844, Madrid, Cátedra, 1980, pp. 170 y 185.
  10. Cánovas del Castillo, A., El Solitario» y su tiempo. Biografía de D. Serafín Estébanez Calderón y crítica de sus obras, Madrid, Colección de Escritores Castellanos, 1883, vol. II, p. 15. «Otras cosas hemos logrado —escribe Cánovas—; pero no recobrar el cuerpo electoral que entonces poseíamos, falta tan esencial que no cabe lamentarla con exceso». Ibidem, pp. 90-91.
  11. Aún con todas las prevenciones con que hay que acoger los testimonios ingleses sobre España, y particularmente los de George Borrow —como bien señala Burns Marañón, T., Hispanomanía, Barcelona, Plaza y Janes, 2000—, no deja de resultar significativo el texto en que el agente de la Sociedad Bíblica británica se refiere a la Milicia Nacional de Madrid. Según confesión de un miliciano, en febrero de 1836, «las obligaciones son ligeras y los privilegios grandes. Por ejemplo, yo he visto a tres compañeros míos pasearse un domingo por el Prado, armados de estacas, y apalear a cuantos les parecían sospechosos. Más aún: tenemos la costumbre de rondar de noche por las calles, y cuando tropezamos con alguien que nos desagrada, caemos sobre él y, a cuchilladas o bayonetazos, le dejamos, por lo común, en el suelo, revolcándose en su propia sangre. Sólo a un nacional se le permitiría hacer tales cosas». Borrow, G., La Biblia en España, Madrid, Alianza, 1983, pp. 158-159.
  12. Borrego, A., El libro de las elecciones, reseña histórica de las verificadas durante los tres períodos del régimen constitucional, 1810-1814, 1820-1823, 1834-1873, Madrid, 1874, pp. 23-24.
  13. Ulloa, A., DSC, leg. 1876-77, n.° 30, ap. 3.°, p. 1.
  14. Borrego, A., Lo que ha sido, lo que es y lo que puede ser el partido conservador, Madrid, M. Rivadeneyra, 1857, p. 9.
  15. Citado por Garrido Muro, L., «El fin del Arca de la Alianza: alternancia y exclusivismo durante el reinado de Isabel II», en Malamud, C, y C. Dardé (eds.), Violencia y legitimidad. Política y revoluciones en España y América Latina, 1840-1910, Santander, Universidad de Cantabria, en prensa.
  16. Garrido Muro, L., op. cit.; Pérez Galdós, B., «La reina Isabel» (abril, 1904), en ídem, Recuerdos y memorias, Madrid, Tebas, 1975, p. 169
  17. Podrá causar maravilla, y como suceso extraño y censurable lo señalan los escritores progresistas, que unas Cortes compuestas exclusivamente de sus partidarios, pues sólo había en ellas un diputado moderado, el señor Pacheco, se dividiesen y preparasen la ruina del partido, haciendo incesante y cruda guerra a un ministerio salido de su seno». Valera, J. (con la colaboración de A. Borrego y A. Pirala), op. cit., vol. 22, p. 126. «El principio de suicidio [...] —escribió el marqués de Miraflores en 1863— presidía los destinos y la suerte de todos los partidos políticos en España». Miraflores, marqués de, Reseña histórico-crítica de la participación de los partidos en los sucesos políticos de España en el siglo XIX, Madrid, D. A. Espinosa, 1863, p. 136.
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