VIII. El liberalismo político en tiempos de Isabel II (Continuación)

La democracia

Los demócratas durante el reinado de Isabel II se dividieron, como es conocido, en dos grandes tendencias: los liberales y los socialistas. Al margen de esta división, la influencia del krausismo en la universidad madrileña marcó a la generación demócrata que se formó en los años cincuenta. Pedro Gómez de la Serna, ministro de Gobernación en la regencia de Espartero, hizo catedrático a Julián Sanz del Río en la recién establecida Facultad de Filosofía de Madrid, y le becó para estudiar filosofía en Alemania. Sanz del Río trajo de su viaje el krausismo que, con su «filosofía armónica», adornaba la democracia con una paternal «cara social» y dotaba a la acción política de un sentido universal y humanitario casi místico. El krausismo aumentó el sentimiento de superioridad moral con el que ya se creían ungidos los progresistas y sus herederos.

El Partido Demócrata surgió como escisión del Partido Progresista, en abril de 1849. Tras dos años de debate sobre el programa político del progresismo, un pequeño grupo decidió separarse del partido y formar el suyo propio. En el programa del 6 de abril de 1849, Ordax Avecilla, Rivero, Aguilar y Puig, los firmantes, declaraban que defendían la universalidad de los derechos políticos y la Monarquía constitucional en la persona de Isabel II. El ideario demócrata comenzó con José María Orense, marqués de Albaida (Laredo, 1803-Artillero, Santander, 1880), que ya en 1847 publicó ¿Qué hará en el poder el partido progresista?, un decálogo de la política económica del progresismo junto a la repetición de sus consignas políticas. Pero en esta obra comenzó a mostrarse la inquietud por avanzar en la teoría de la soberanía nacional hacia el sufragio universal y la soberanía popular.

Las bases ideológicas de los demócratas fueron el doceañismo, el progresismo y el republicanismo francés de 1848. Rafael María Baralt (Maracaibo, Venezuela, 1810-Madrid, 1860) y Nemesio Fernández Cuesta (Segovia, 1818-Madrid, 1893) comenzaron la propagación de las ideas democráticas desde el periódico El Siglo, aunque años antes existieran El Huracán y otra prensa republicana. Baralt y Fernández Cuesta defendían que el objetivo de la democracia era la realización del cristianismo, lo que entroncaba con el iusnaturalismo y el catolicismo liberal de Lamennais, cuya consecuencia era la igualdad política y civil, junto a un socialismo paternalista31. José Ordax de Avecilla, otro de los fundadores del partido, sostenía que el programa político de los demócratas era el unicameralismo, la unidad legislativa, el sufragio universal, la libertad de prensa, el juicio por jurados, el poder judicial independiente, los derechos de asociación y reunión, la Milicia Nacional y la responsabilidad de los ministros32. A esto le unía las libertades económicas, la nivelación del presupuesto y la mejora de las condiciones sociales y morales de las capas populares, en un programa que vino a ser la cabecera del diario demócrata La Discusión. Era una democracia no expresamente republicana, en la que había declaraciones monárquicas e incluso dinásticas. En esta misma línea estuvo la obra de Calixto Bernal (Puerto Príncipe Cuba, 1804-Madrid, 1886), titulada Teoría de la autoridad y publicada entre 1856 y 1857, en la que defendía la compatibilidad de la Monarquía hereditaria con la democracia.

La democracia española asumió también el doceañismo, y se proclamó la auténtica heredera de 1812. Fernández Cuesta señalaba que «renació en España el partido democrático cuando se estableció el código de 1812»33. La tradición de apropiarse de las Cortes de Cádiz, y del mito —la nación en armas por su libertad— la inició el progresismo, la continuaron los demócratas, los republicanos y, finalmente, los federales. Toda una iconografía para el engranaje de un discurso encaminado a tomar el poder en exclusiva. El liberalismo tuvo que enfrentarse a estos modelos castizos de exclusivismo político, que iban desde el carlismo hasta el socialismo revestido de democracia. Si el neocatólico Aparisi y Guijarro decía que por amor a la libertad odiaba el liberalismo, el Pi y Margall proudhonista sostenía que el socialismo era inseparable de la democracia.

La tendencia socialista dentro de la democracia apareció desde los primeros momentos. No obstante, el socialismo que defendía Baralt se limitaba a la acción del Estado y de la Iglesia para paliar las malas condiciones de las capas populares; algo muy similar a lo propuesto, por ejemplo, por Pastor Díaz. En todo caso, era un socialismo sometido a la democracia. Sixto Cámara, Fernando Garrido y Pi y Margall, en cambio, unieron ambas aspiraciones. La figura de Sixto Cámara (La Rioja, 1825-Badajoz, 1859), autor de Espíritu moderno, o sea carácter del movimiento contemporáneo (1848), ha sido olvidada por la historiografía, quizá porque sus aspiraciones democráticas iban unidas a un deseo de imitación del terrorismo jacobino, incoherente con la defensa de los derechos individuales. Por ejemplo, Sixto Cámara aseguró el 11 marzo de 1856, en su periódico La Soberanía Nacional, que en España era necesario «echar a rodar por el suelo las cabezas de tantos apóstatas y traidores como corrompen el cuerpo social y político y envenenan el aire que respiramos». Fernando Garrido (Córdoba, 1821 -Cartagena, 1883), también hoy olvidado, sostuvo desde sus inicios la república democrática federal y universal, basada en la asociación de los trabajadores34. Publicó en 1869 una historia del reinado de Isabel II, con datos útiles para el seguimiento del Partido Demócrata, a la que subtituló, sin rubor, De los crímenes, apostasías, opresión, corrupción, inmoralidad, despilfarros, hipocresía, crueldad y fanatismo de los Gobiernos que han regido España durante el reinado de Isabel de Borbón. Por cierto, cuando se proclamó la República en 1873, sus compañeros de partido le quitaron de en medio enviándole como intendente a las islas Filipinas; cuando llegó a la colonia la República federal ya había caído.

No obstante, la línea de Sixto Cámara y Fernando Garrido, presente en los debates internos del partido, contó con algunos adeptos. Francisco Pi y Margall (Barcelona, 1824-Madrid, 1901), de esta tendencia, irrumpió en 1854 en el panorama intelectual con su obra La reacción y la revolución, en la que expuso un primer ideario cercano al anarquismo. El pensamiento pimargalliano fue importante para los anarquistas y el catalanismo, y su persona fue utilizada como mito contrapuesto a la supuesta degeneración monárquica a finales del XIX. Su influencia fue determinante durante el Sexenio revolucionario. La definición federal que entonces imprimió al republicanismo español generó el mayor fracaso político de la historia contemporánea española, la República de 1873, y hundió la idea republicana hasta fin de siglo35. Pi, hegeliano y proudhonista, afirmaba en 1854 que la revolución era «la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas [...]. Es, para condensar mejor mi pensamiento, en religión, atea; en política, anarquista»; atea en el sentido de reconocer todas las religiones como creación de la razón humana, y anarquista por considerar el poder como «una necesidad muy pasajera»36. Defensor de la soberanía individual como la única verdadera —la colectiva es «una ficción»—, Pi entendía que la base de la sociedad era el contrato individual, un pacto entre soberanos en el que consideraba el poder como un atentado a la libertad. «El hombre es soberano —escribió—, he aquí mi principio; el poder es la negación de su soberanía, he aquí mi justificación revolucionaria; debo destruir este poder, he aquí mi objeto»37. La «nueva sociedad», pues Pi ya no hablaba de gobierno representativo o Estado constitucional, debía entender que todo poder era «tiránico», por lo que tenía que estar reducido a su mínima expresión. De aquí la necesidad de descentralizar el poder, lo que le llevó al federalismo, la «unidad en la variedad», guiado por el proudhoniano pacto sinalagmático, conmutativo y bilateral en el Sexenio revolucionario. «Dividiré y subdividiré el poder—confesaba en 1854—, movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo»38. Pi y Margall concluía que la paz vendría por la revolución por él definida, pero que su negación, la reacción, provocaría la guerra.

Los años cincuenta vieron la propagación de las ideas democráticas. Se publicaron numerosos folletos propagandísticos y, sobre todo, no dejaron de aparecer periódicos demócratas. De la importancia que comenzó a cobrar el partido, con su poder de movilización gracias a la combinación populista de democracia y socialismo paternalista, surgió el interés por definir el partido para acercarlo al progresismo. El resultado fueron dos debates. El de 1860, entre Fernando Garrido y José María Orense. Garrido defendía la integración de los socialistas dentro del Partido Demócrata, pues, decía, todos marchaban hacia el mismo objetivo. Garrido había publicado algunas obras, especialmente la titulada La democracia y sus adversarios (1861) en las que unía las aspiraciones socialistas a las democráticas. El individualista Orense, con gran desorden, contestó repitiendo los principios de la democracia. El verdadero fin de debate fue el dar publicidad al partido. El asunto se saldó con un manifiesto de compromiso, la Declaración de los Treinta, del 16 de noviembre de 1860, que dejaba libertad de opinión pero que no fue firmado por los individualistas Rivero y Castelar.

Sin embargo, en 1864, la intención de los demócratas liberales fue expulsar del partido a los socialistas. Rivero, Castela y García Ruiz emprendieron una campaña para acercar la democracia al Partido Progresista, algo que impedía el socialismo con el que algunos acompañaban su propaganda. Emilio Castelar (Cádiz, 1832-San Pedro del Pinatar, 1899) se convirtió en el defensor de la democracia liberal. En 1858 apareció su libro La fórmula del progreso, en el que, desde un pobre hegelianismo defendía la democracia como la política de su tiempo capaz de regenerar el país frente a las ideas antiguas del resto de partidos. La polémica que generó fue importante. Ramón de Campoamor, moderado, le salió al paso, y el progresista Carlos Rubio hizo lo propio. Castelar publicó en 1870 los textos a que dio lugar aquel debate. Desde las páginas de su periódico, La Democracia, que vivió entre 1864 y 1866, sostuvo los principios políticos del partido, criticó ferozmente a los gobiernos conservadores y reclamó la colaboración con el Partido Progresista. El socialismo, decía Castelar, despreciaba el derecho a la propiedad, el principal de los derechos del hombre para la tradición liberal , por lo que las ideas socialistas únicamente podían arraigar en países empobrecidos y tiranizados. La libertad era progreso, y esto, concluía, hacía al hombre tomar apego a sus derechos individuales. Eugenio García Ruiz (Palencia, 1819-Madrid, 1893), director del diario El Pueblo, fue casi el único republicano unitario de su generación, y defendió la colaboración con la izquierda liberal monárquica. Su idea de la democracia no era muy distinta de la que sostuvieron en los albores del partido Baralt y Fernández Cuesta39. Entendía que el socialismo era, «en una palabra, el verdadero despotismo, dorado hipócritamente con la palabra igualdad», mientras que el comunismo representaba la «centralización en todo y por todo, [...] la anulación completa del individuo y de todas sus propiedades»40.

Pi y Margall, como director de La Discusión se enzarzó en una polémica con La Democracia, de Emilio Castelar acerca de qué debía ser el Partido Demócrata y cuáles eran sus principios. Pi y Margall consideraba que había llegado la hora de la revolución democrática que emanciparía a las «clases jornaleras». Con el reparto de la tierra, los objetivos de la democracia y el socialismo se unían, y solamente así, según Pi, podría crearse una clase social que estuviera interesada en consolidar un régimen democrático41.

Una conclusión

La creación intelectual y el debate político y constitucional fueron muy ricos durante el reinado de Isabel II, lo que demuestra por un lado, el ambiente de libertad y, por otro, que las dificultades del gobierno representativo iban más allá de la persona que encarnaba la Monarquía o de la institución misma.

El conservadurismo estuvo preocupado, al principio de la era isabelina, por los fundamentos de la Monarquía constitucional. Los progresistas asumieron la aspiración del «justo medio» y elaboraron la Constitución de 1837 como el centro común de los liberales. Conservadores y progresistas deseaban armonizar el orden con la libertad y construir una sociedad que sobre esta base edificara su regeneración. La libertad era la palanca de Arquímedes. Una vez que el carlismo estuvo derrotado y que las Constituciones de 1837y 1845 mostraron el camino irreversible de la Monarquía constitucional, el conservadurismo reflexionó sobre su funcionamiento. Hicieron responsable de la buena marcha del régimen constitucional a la clase media y por tanto, a sus partidos y líderes. El comportamiento de los partidos políticos se convirtió en el factor determinante del sostenimiento del gobierno representativo. La Unión Liberal quiso dotarlo de estabilidad, y propagó la idea de que los partidos debían definir y defender un centro constitucional común. Los progresistas, en cambio, invirtieron su actividad intelectual en la elaboración de un discurso de oposición. Los eslóganes sustituyeron a la doctrina en un camino deslegitimador de las instituciones que únicamente podía terminar en la revolución. De este colapso intelectual del progresismo surgió con fuerza el Partido Demócrata como su evolución consecuente. Armados con la filosofía krausista, y con un utopismo que chocaba con el pragmatismo conservador y el desencanto progresista, quisieron la introducción de mejoras políticas, sociales y económicas en la Monarquía constitucional. Estos filorrepublicanos, aunque también hubo quien sostuvo la compatibilidad entre la Monarquía y la democracia, alimentaron el discurso de oposición progresista con el universalismo político y el paternalismo social.

Mientras los conservadores de la Unión Liberal se afanaban por mantener el gobierno representativo, introduciendo reformas y preocupándose por mejorar el funcionamiento de sus elementos básicos, los progresistas y los demócratas ya habían desahuciado el régimen. El autoritarismo de los gobiernos moderados de 1866 a 1868, finalmente, desbarató la línea integradora unionista, proporcionó argumentos a los revolucionarios y acabó por hundir la Monarquía constitucional, y con ella a la persona que la había encarnado, Isabel II.

  1. Baralt, R. M., y N. Fernández Cuesta, Programas políticos. I. Cuestiones preliminares al examen histórico y científico de los prospectos o programas políticos que han visto la luz en España desde enero de 1848 hasta principios de 1849, Madrid, 1849.
  2. Ordás Avecilla, J., La política en España. Pasado, presente, porvenir, Madrid, 1853, pp. 45-46.
  3. Fernández Cuesta, N., El porvenir de los partidos, Madrid, Celestino G. Álvarez, 1850, p. 39.
  4. Garrido, F., La República democrática federal universal, nociones elementales de los principios democráticos, dedicadas a las clases productoras, Madrid, 1855; e ídem, Historia de las asociaciones obreras en Europa o las clases trabajadoras regeneradas por la asociación, Barcelona, Salvador Mañero, 1864.
  5. Vilches, ]., «Pi y Margall, el hombre sinalagmático», Historia y Política, 6 (2002), pp. 57-90.
  6. Pi y Margall, F., La reacción y la revolución, Barcelona, Anthropos, 1982, p. 244.
  7. Ibidem, p. 246.
  8. Ibidem, p. 249.
  9. García Ruiz, E., Dios y el hombre, Madrid, Imp. de J. A. Ortigosa, 1863.
  10. García Ruiz, E., La democracia, el socialismo y el comunismo, según la filosofía y la historia, Madrid, C. González, 1861, pp. 3-4.
  11. Pi y Margall, F., «La revolución actual y la revolución democrática», «¿Somos socialistas?», «Hechos» y «Más hechos», La Discusión, 1 de abril, 17, 20 y 22 de mayo de 1864.
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