XI. La sociedad isabelina. Cambios de época (Continuación)

¿Cuántos eran y dónde vivían los españoles?

La población y la emigración interior

La población española se había mantenido estancada (entre seis y ocho millones de habitantes) desde la era cristiana hasta finales del siglo XVII; en el XVIII aumenta, aproximadamente, en tres millones; siete, en el XIX, y casi veinte en los primeros ochenta años del XX. El comportamiento demográfico de los españoles en los tres primeros cuartos del siglo XIX es más parecido a la segunda mitad del siglo XVIII que al siglo XX. Se apunta una fase de «transición demográfica» en la que todavía hay algunos rasgos propios de las sociedades del Antiguo Régimen como las epidemias de cólera y las hambrunas, fenómenos analizados por Antonio Fernández1 y Peset2.

Una constante en la edad contemporánea española —aunque se inicia en el siglo XVIII— es la corriente centrífuga. Si excluimos Canarias y la Galicia costera, cuyo peso en el conjunto de la población española es decreciente (no sólo no reciben inmigración sino que pierden tal cantidad de población emigrada hacia América que no se compensa con el crecimiento vegetativo), el resto de las zonas periféricas ve incrementada su población con una llegada ligera pero constante de españoles procedentes de otras zonas.

Dentro de la periferia, hay que destacar una mayor vitalidad natural y capacidad de atracción de población en las regiones del norte y levante que se corresponden con las cuatro menos cinco de las manecillas del reloj. La zona costera de las «cuatro menos cinco» tiene una economía más fuerte, con mayor desarrollo, y ello afecta, lógicamente, además de a los cambios sociales, a la propia demografía. La población de las zonas rurales del interior, y al norte del Tajo y Júcar, emigró especialmente a ciudades de su entorno o cercanía, caso de Valladolid, Zaragoza, Gijón, Avilés, Bilbao Valencia, etc y a las grandes urbes de Barcelona y Madrid. Los habitantes de las zonas costeras mediterráneas, especialmente los levantinos, emigraron al norte de África desde mediados del siglo XIX y los catalanes y baleáricos fueron, en una temprana emigración, al continente americano entre la segunda mitad del siglo XVIII y 1880.

A grandes rasgos, se puede decir que, en el siglo XIX, parte del excedente de población de la periferia marítima emigra preferentemente hacia ultramar (América y norte de África), mientras que las provincias del interior lo hacen en mayor número a determinadas ciudades españolas en crecimiento.

En cuanto a la emigración interna, el movimiento de población de zonas rurales, semirrurales, semiurbanas y urbanas adormecidas hacia las ciudades emergentes, en desarrollo y capitales provinciales medias es relativamente claro desde el siglo XVIII, aunque se intensifica a partir de 1850, sin llegar a las movilizaciones millonarias que se darán cien años más tarde, en períodos muy cercanos a nuestros días.

La mayor parte de los emigrantes que llegan a las ciudades en crecimiento en el siglo XIX (especialmente en los primeros sesenta años) no procede de los pequeños pueblos, tan habituales en buena parte de España, sino más bien de localidades intermedias (semirrurales o semiurbanas), muchas de ellas cabeceras de comarca, con una población entre 5.000 y 10.000 habitantes, así como de otros pueblos mayores y ciudades en declive o adormecidas. El trasvase de población española en el siglo XIX y primeras décadas del XX se produjo especialmente desde las zonas centrales e interiores de la Península a la periferia (sobre todo del norte) como regiones receptoras. Significó el crecimiento (en ciertos casos, espectacular) de algunas ciudades que aumentan de población a un ritmo mucho mayor que la media nacional. Pero no todas (ni siquiera la mayoría) de las poblaciones urbanas o semiurbanas siguieron ese ritmo, y muchas no fueron beneficiarias de la inmigración. La variedad del mundo urbano español, como veremos, era grande.

El proceso que acabamos de señalar se puede ver más claro, si analizamos los índices de crecimiento por conjuntos de poblaciones. Barcelona y su entorno son una avanzada de la inmigración en la primera mitad del siglo XIX. Conforme se afianza la industria, otras ciudades del norte de España tienden a ser zonas de atracción. Además, hay núcleos interiores como Madrid, Zaragoza y Valladolid.

Durante los primeros setenta años del siglo la mayor parte de la inmigración a las ciudades se abastece de las comarcas del entorno. Como indica Shubert3, la mayoría de los trabajadores de las fábricas de Barcelona en el siglo XIX eran probablemente inmigrantes del campo catalán. Algo similar ocurre en algunas ciudades del País Vasco y Asturias, en Valladolid, en Málaga y en las demás ciudades de crecimiento basado en la industria y los servicios. Hay una excepción: Madrid, capital de España, a la que afluyen desde principios del siglo inmigrantes procedentes de toda la nación, con un porcentaje importante de asturianos y gallegos (especialmente de Lugo), además de las provincias cercanas de Castilla la Vieja y la Nueva. En 1850 los nacidos en Madrid o su provincia eran sólo el 40% de su población4. En el conjunto de España, aunque hay un incremento de la población de las ciudades, habrá que esperar a finales del siglo XIX y al siglo XX para que haya un definitivo despegue urbano.

Medios «urbanos»

Podemos clasificar los centros urbanos (o con ciertos grupos organizados con características de sociedad urbana) en varias categorías:

Ciudades emergentes

En conjunto, suman poco más de un millón cien mil habitantes a principios de siglo XIX y terminan con cerca de dos millones y medio. Pasan de un índice 100 en 1787 a otro 240 en 1900, mientras que la media nacional para dichos años fue 100 y 175. Se trata de las ciudades portuarias más importantes, a las que se suman pocas ciudades del interior. Albergan a la mayor parte de los grupos de población más activos y modernos del siglo XIX y principios del XX.

En torno a 1860, hay que destacar las costeras, que afianzaron su papel de ciudades portuarias y, en algunos casos, industriales, donde la burguesía de los negocios tuvo un peso considerable: Bilbao, Santander, Gijón-Oviedo, La Coruña-Ferrol, Cádiz-San Fernando, Jerez de la Frontera-Puerto de Santa María, Sevilla, Málaga, Almería, Cartagena, Murcia, Alicante, Valencia, Palma de Mallorca, Tarragona-Reus y Barcelona. En el interior, además de Madrid, otras cuatro ciudades superaban los 30.000 habitantes: Valladolid, Zaragoza, Córdoba y Granada. Todos estos centros urbanos sobrepasaban los 40.000 habitantes en 1900.

Aunque con menos habitantes, a finales del siglo XIX otras seis ciudades se pueden considerar emergentes en la zona costera. Además del criterio de población, he tenido en cuenta, para la inclusión en esta categoría, su emplazamiento y aprovechamiento creciente como centro comercial (a través del puerto y sus conexiones terrestres) de la zona de influencia. Estas ciudades son: San Sebastián, Santa Cruz de Tenerife, Vigo, Huelva, Las Palmas y Castellón.

El naciente ferrocarril en los años cincuenta, sesenta y setenta, unido a los puertos de mar y a las nuevas carreteras, creó nudos de comunicaciones que beneficiaron a ciertas ciudades. De forma destacada, Barcelona y las ciudades de su alrededor.

Algunas se convirtieron también en ciudades industriales: Málaga (hasta los años ochenta del siglo XIX), Bilbao, Valencia, Sevilla o Valladolid sumaron esta industria al papel comercial y administrativo. El afianzamiento urbano se produjo también en ciudades típicamente de servicios y estratégicamente situadas como Madrid, Zaragoza, Murcia, Córdoba o Granada.

Las emergentes acogen la inmensa mayoría de los extranjeros que viven en España y, especialmente, a los comerciantes e industriales, todos los principales puertos marítimos, la mayoría de las cámaras de comercio y patronales importantes del país. Todas tienen un índice de analfabetismo inferior a la media provincial, en ellas se sitúan cerca de la mitad de los colegios privados y más de la mitad de los centros públicos de enseñanza media y superior, ateneos y sociedades científicas, casi todos los nuevos «clubes» marítimos, los circos estables e hipódromos. Indudablemente, son el nervio del país en las nuevas y más productivas actividades económicas, en la alta cultura y las sociedades recreativas que agrupan a la burguesía de los negocios, así como en la dirección política e intelectual. Sin embargo, no lo son «todo», otros pocos millones de españoles viven en otros núcleos urbanos que también cuentan.

Pequeñas ciudades en desarrollo

Se trata de veintiocho pequeñas ciudades con el común denominador del crecimiento demográfico por encima de la media nacional y la considerable actividad económica. En general, estas ciudades carecían de otros servicios oficiales que no fueran la sede del partido judicial. Sin embargo, compensaron, por ejemplo, la ausencia de centros de enseñanza pública, con colegios privados destinados tanto a los chicos de la ciudad como a los del entorno comarcal. En su totalidad, apenas tenían 170.000 habitantes en 1800 y terminan el siglo con cerca de 420.000. Se trata de núcleos industriales (como Alcoy, Mataró, Sabadell, Béjar), mineros (La Unión, Linares, Mazarrón), comerciales (Valdepeñas), portuarias (Avilés, Águilas) o con una excepcional situación geográfica (Ceuta, Melilla).

Ciudades medias, capitales de provincia

La tendencia de los historiadores contemporáneos a considerar mundo urbano las capitales de provincia y rural el resto proviene, probablemente, de la inercia y la comodidad de utilizar las estadísticas que producen los organismos oficiales en los siglos XIX y XX. Este hecho historiográfico desajusta la verdadera realidad social, demográfica e histórica.

Las «capitales de provincia» eran muy diferentes entre sí. La mayoría habían crecido, o al menos se habían mantenido, como ciudades de servicios comerciales, militares, admnistrativos, políticos, jurídicos, educativos y eclesiásticos. Pero este cuadro común ocultaba mundos distintos. En el epígrafe anterior hemos incluido veinticuatro capitales entre las ciudades emergentes. Del resto, hay que destacar otras ocho que duplicaron su población, al tiempo que tenían servicios distintos y, sobre todo, más activos respecto a las «adormecidas» que veremos después. Son, en parte, las ciudades «pequeñas y medianas» estudiadas por Carmen Delgado5.

Estas ciudades, que superan los veinte mil habitantes a finales del siglo XIX, en conjunto, pasan de 100.000 a 200.000 habitantes en el siglo pasado. Aumentan su población pues por encima de la media del crecimiento demográfico nacional. Sus servicios urbanos son intermedios entre los grupos de ciudades anteriores y los posteriores. La «fuerzas vivas» con un considerable peso en la estructura socioprofesional, están muy vinculadas a la administración civil y militar, la enseñanza o el clero.

Seis (Burgos, Jaén, Pamplona, Salamanca, Vitoria Badajoz) tenían alrededor de 25.000 habitantes a finales del siglo XIX Otras dos se acercaron a los veinte mil habitantes a lo largo del siglo XIX: Lérida y Logroño. Ninguna de ellas había experimentado un crecimiento espectacular a lo largo de la centuria. Son ciudades que tienen servicios administrativos como capitales de provincia; entre otros, sede de la Diputación, Jefatura Política o Gobierno Civil, Delegación de Hacienda, Delegación de Fomento y Obras Públicas, así como otras delegaciones, Administración de Correos, Junta Provincial de Sanidad Hospital y, en su mayoría, Hospicio y Casa de Misericordia, Comisión Provincial de Instrucción Primaria, Biblioteca y Museo provinciales, Junta y Tribunal de Comercio, Cárcel, Sede de Partido Judicial de mayor entidad o de Audiencia Territorial (casos de Burgos, Pamplona). Todas, excepto una son obispado y, la mayoría, importantes plazas militares con su correspondiente Gobierno Militar. Salamanca es sede universitaria. Todas tienen, además, instituto de enseñanza media escuelas normales de maestros y, salvo Logroño, seminario diocesano. Como el número de alumnos posibles era limitado, los colegios privados tenían una presencia relativamente menor que en las grandes ciudades y en las localidades urbanas que no eran capitales de provincia.

La capitalidad provincial genera un considerable grupo de funcionarios, profesionales y cuantas personas les acompañan, la mayoría con familias numerosas, que mantienen relaciones sociales, que se agrupan en casinos, que se organizan políticamente o en foros de discusión y estudios como las sociedades económicas, que demandan periódicos, bibliotecas, que ahorran que compran y venden, que quieren ir al teatro, a la zarzuela ... En definitiva, la vida provinciana.

Las ciudades «adormecidas»

En este nivel sitúo primero ciudades que, aun siendo capitales de provincia, sólo llegan a los quince mil habitantes a finales del siglo XIX: Gerona, Palencia, Segovia, Zamora, Albacete y Toledo. Nueve no alcanzan los diez mil: Lugo, Orense, Huesca León, Avila, Guadalajara, Cuenca, Ciudad Real, Cáceres. Tres sólo se acercaron a ese número de habitantes hacia 1930: Soria, Teruel y Pontevedra. Las ciudades «adormecidas» son dieciocho capitales de provincia y otras treinta y ocho ciudades más o menos activas en la Edad Moderna.

Suelen tener ciertos servicios desproporcionados con su población, en razón de su capitalidad de provincia, su condición de sede episcopal o plaza militar. Se caracterizan por la mayor presencia de centros religiosos (obispados), benéficos, administrativos y de enseñanza pública que actividad económica e iniciativa privada. Su población total, que empieza el siglo con unos 500.000 habitantes y termina con poco más de 600.000, crece escasamente en el XIX, muy por debajo de la media nacional. Albergan en su seno un buen número de funcionarios, clérigos, profesores, etc., que forman las clases medias típicas de estas ciudades «adormecidas».

Además, hay otras treinta y ocho localidades que, sin ser capitales de provincia, pueden ser calificadas de urbanas en el siglo XIX, por lo quedaba de ellas de un pasado más o menos reciente. En muchos casos, eran cabeza de diócesis con sus correspondientes seminarios (como Vich, Osma, Ciudad Rodrigo, Mondoñedo o Santiago) o sedes de influyentes cabildos y colegiatas como Toro.

En bastantes de estas ciudades se ubican colegios privados, que alojan en sus internados chicos de toda la provincia, como ocurre con los seminarios. A ellos se sumaba la universidad en Santiago de Compostela y el instituto de enseñanza media de Baeza y las capitales provinciales. Estos establecimientos permiten acceder al bachillerato a una parte de la población, proporcionalmente mayor que en el resto de España. Todas las capitales de provincia y la mayoría del resto de estas ciudades sufren un analfabetismo inferior a la media provincial.

Es frecuente que en ellas haya teatros y plazas de toros. El casino o casinos específicos forman parte de la geografía social de la mayoría de estas ciudades en la segunda mitad del siglo XIX. Unas cuantas concentran a buena parte de los profesores, clérigos ilustrados, profesionales y antiguos hidalgos cultos, sin profesión conocida, en Sociedades Económicas de Amigos del País o ateneos.

Todas estas poblaciones tienen mercados, comarcales o provinciales, pero, paradójicamente, lo que se vende y compra como los que venden y compran, proceden más bien de los pueblos cercanos que se trasladan semanalmente a la «ciudad» y que, en cierta manera, le dan vida.

Normalmente, permanecen con una población bastante estable en el siglo XIX. Su aumento es muy inferior al resto de las ciudades y bastante inferior al crecimiento vegetativo de la media nacional. La llegada de población foránea es escasa, funcionarios que vienen destinados a la localidad. Es más, lo que se detecta a lo largo del siglo XIX es una emigración hacia otras ciudades españolas (especialmente a las emergentes y en desarrollo) y, en el caso de las situadas en el norte, hacia América.

Este cierto estancamiento, adormecimiento, se puede observar en la propia geografía urbana. Quizás el símbolo mayor sean sus murallas, que, a diferencia de las ciudades emergentes y algunas capitales medias, no serán derribadas porque no habrá necesidad de ello. El casco urbano, medieval o de la Edad Moderna, se legará bastante intacto, por falta de desarrollo, al siglo XX. Las antiguas industrias, como las de Segovia, Antequera o Palencia, sobreviven agonizantes a lo largo del siglo XIX.

Cabeceras comarcales

Las poblaciones analizadas hasta ahora, clasificadas como ciudades, en conjunto, son ciento veinticuatro. El resto de los núcleos con un cierto carácter urbano son los que, con una denominación conscientemente ambigua, he clasificado como «semiurbanos» o «semirrurales».

Las localidades semiurbanas son unas ciento setenta que tuvieron una relativamente importante actividad económica (comercial, industrial, minera o como nudo de comunicaciones) o destacaban por los servicios religiosos, militares, educativos, culturales y por las sociedades recreativas. Casi todas ellas eran sedes de partidos judiciales. Su ámbito de influencia era normalmente una comarca. Su población no crece demasiado, de unos 750.000 habitantes a principios del XIX a menos de un millón cien mil a finales. Un índice que pasa de 100 en 1787 a 150 en 1900, por debajo de la media nacional (100 y 175 para las mismas fechas). Se trata, en su mayoría, de cabeceras de comarca que aglutinaban una considerable población rural junto a grupos típicamente urbanos dedicados a los servicios o al sector secundario. Una observación común a casi todas estas «semiciudades» era la relativa escasez de servicios públicos en relación con una considerable actividad económica, lo que contrastaba con las ciudades que he denominado adormecidas. La sociabilidad organizada, que se manifiesta en el mundo urbano contemporáneo, tuvo su reflejo en estas localidades. Todas contaban al menos con varios casinos o centros.

He clasificado como «semirrurales» a cerca de doscientas sesenta poblaciones españolas que solían tener un carácter rural en casi todos los aspectos, incluida su estructura socio-profesional si la comparamos con la de las ciudades, aunque, analizado un padrón de estas localidades y el de un pueblo plenamente rural, solía haber considerables diferencias. La mayoría eran cabeceras de comarca o sedes de partidos judiciales y tenían ciertos servicios urbanos como casinos y mercados. Algunas fueron capaces de organizar sociedades culturales, colegios, teatros..., con la consiguiente población que vivía de ellos o los utilizaba. Un grupo de habitantes procuraba crear, a pequeña escala, un ambiente urbano. A principios de siglo, agrupaban a menos de 800.000 españoles que se acercaban al millón cien mil hacia 1900, con un índice de crecimiento parecido a las poblaciones semiurbanas, por debajo de la media nacional, en todo caso.

Los restantes 8.800 pueblos

Las quinientas cincuenta localidades urbanas, semiurbanas y semirrurales, analizadas una a una en su estructura socioprofesional, en los modos de vida de sus moradores, en el urbanismo y otros muchos aspectos, presentan un componente rural, incluso las mayores urbes. No obstante, la comparación entre los miles de pueblos plenamente rurales donde vivía la mayoría de los españoles y estos cientos de localidades que, en cierta manera, eran urbanas permite distinguir los matices para comprender y explicar la evolución diferenciada del conjunto de la sociedad española.

Tres millones trescientos mil españoles vivían a principios del siglo XIX en las cerca de quinientas cincuenta localidades que he clasificado como urbanas, semiurbanas o semirrurales. En números redondos, la población de esos mismos núcleos era, en 1858, de cuatro millones cuatrocientos mil y en 1900, de seis millones de habitantes. El crecimiento fue desigual, muy llamativo en el caso de las ciudades emergentes y en desarrollo, notable en las capitales medias de provincia, por debajo de la media nacional en las localidades semiurbanas y semirrurales y casi nulo en las ciudades adormecidas.

El resto de los españoles, más de siete millones en 1787, once millones en 1860 y unos doce millones setecientos mil en 1900, vivía en los casi ocho mil ochocientos pueblos (que, a su vez se dividían en unos 47.000 núcleos de población según el Nomenclátor de 1858) que no han sido citados hasta ahora.

Los millones de españoles que residían en los pueblos solían depender de los servicios que les proporcionaban las ciudades y las cabeceras de comarca clasificadas como semiurbanas o semirrurales. Sin embargo, fuera de las quinientas cincuenta localidades citadas, hay cerca de novecientos pueblos en los que he localizado algún servicio o institución que animaba algo una lánguida vida rural, como era el caso de unos cien que tenían la sede de un partido judicial; ochocientos cincuenta, algún tipo de casino e incluso uno de ellos (el pueblo de Potes, cercano a los Picos de Europa) contaba con una Sociedad Económica de Amigos del País; un número creciente tuvo estación de ferrocarril; casi setenta, colegios de enseñanza media o noviciados de órdenes religiosas; cerca de ciento veinte, comunidades de frailes, y casi setecientos, conventos de monjas. Hasta un pueblo perdido en la montaña, Albarracín (Teruel), con apenas dos mil habitantes a principios de siglo y ochocientos en 1900, fue sede episcopal hasta 1851. Pero, con todo ello, ninguno tenía una vida mínimamente urbana, si bien se podría observar alguna diferencia con los cerca de ocho mil pueblos (incluidos veinticuatro de más de cinco mil habitantes) donde, salvo parroquia y, en casi todos a finales de siglo, puesto de la guardia civil y escuela, no había otra cosa que vida plenamente rural de jornaleros, labradores, arrieros y algunos artesanos.

  1. Fernández García, A., «Hambrunas y epidemias, herencia del Antiguo Régimen», en Los 98 ibéricos y el mar, t. IV: La sociedad y la economía en la Península Ibérica, Madrid, Sociedad Estatal Lisboa 98, 1998, pp. 163-189
  2. Peset, M., y J. L. Peset, Muerte en España (Política y sociedad entre la peste y el cólera), Madrid, Seminario y Ediciones, 1972.
  3. Shubert, A., Historia social de España (1800-1990), Madrid, Nerea, 1990, p. 176.
  4. Ibidem.
  5. Delgado Viñas, G, Las pequeñas y medianas capitales de provincia en el proceso de modernización del sistema urbano español, Las Palmas, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 1995.
XI. La sociedad isabelina. Cambios de época: Pág. 1 Pág. 2 Pág. 3