XIV. La literatura de la época isabelina

Por Jon Juaristi. Universidad del País Vasco. Instituto Cervanes.

En 1830, España presentaba los perfiles de una sociedad fuertemente tradicional y misoneísta. Apenas una décima parte de sus habitantes sabía leer. De la exigua población alfabetizada, la mayoría se concentraba en las ciudades. La más notoria excepción a esto último la constituía el bajo clero secular y algunas órdenes religiosas, cuyo papel en la guerra contra los franceses —como agitadores populares o cabecillas de partida— preludió lo que iba a ser una actitud generalizada de los eclesiásticos rurales en los conflictos civiles de la centuria. El campo seguía inmerso en una cultura predominantemente oral, vinculada a arcaicas concepciones del mundo que el catolicismo contrarreformista, a pesar de la universal difusión de las formas de piedad barroca, no había conseguido desarraigar ni asimilar del todo. Además, el arriscado particularismo de la España campesina, sin otro horizonte que el del municipio o la comarca, había opuesto a las tentativas centralizadoras de la administración borbónica una resistencia no siempre sorda o pasiva, y aún estaba fresca la memoria de los motines contra Godoy, de la «francesada» —que tuvo mucho de revuelta antiestatal—, de las insurrecciones realistas del trienio y del levantamiento de los agraviados. El conflicto, a la vez dinástico e ideológico, que siguió a la muerte de Fernando VII agravaría aún más las diferencias y antagonismos entre la ciudad y el campo. Así, en 1833, vemos reproducirse la misma división social y geográfica que, diez años antes, había puesto fin a la segunda experiencia constitucional, aislando los focos de liberalismo urbano en un mar de contrarrevolución agraria.

Nada hacía prever que, en tales circunstancias, la producción literaria recibiera nuevos impulsos. Para las letras españolas, sin embargo, los años de las regencias sucesivas de María Cristina y Espartero iban a suponer una década de relativo esplendor. Contribuyeron a ello diversos factores: la desaparición de la censura eclesiástica a la que el fallecido monarca había encomendado el control de la prensa; la correlativa aparición de un espacio público de libertad política que, aun sometido todavía a serias restricciones, suponía al menos una considerable ampliación de las posibilidades de expresión de la opinión ciudadana; el regreso de un buen número de escritores exilados y la irrupción en la vida literaria de una nueva generación, nacida en los años de la invasión napoleónica, cuyos miembros, unidos a los ya maduros emigrados liberales, contribuirían al rápido triunfo de la que sería, hasta la mitad de siglo, la tendencia dominante en las letras y en la cultura españolas.

El romanticismo, en efecto, más que una corriente o movimiento literario, fue un estilo de vida que impregnó todas las manifestaciones de la cultura, configurando una época que, no por casualidad, siguió interesando a los novelistas y a sus públicos mucho después de la revolución de 1868. Todavía la generación de fin de siglo —Baroja y Valle-Inclán, desde luego, pero también el joven Unamuno— se inspiraría en personajes y acontecimientos del reinado de Isabel II para sus ficciones históricas o sus carnavalizaciones esperpénticas.

La España isabelina y, en particular, sus diez primeros años, se identifican plenamente con el romanticismo. Como es sabido, este concepto tuvo diversas acepciones: una de ellas, la que quizá fue menos tenida en cuenta por los propios románticos, se cifra en la invasión de la vida por la literatura. «Romanticismo»: vivir siguiendo modelos novelescos. Sin duda, fue esta la significación del término que más sedujo a los escritores de la generación de fin de siglo, y sobre la que construyeron tanto las vidas de ficción de sus personajes puramente literarios (Bradomín o Zalacaín el Aventurero) como sus biografías novelizadas de conspiradores y caudillos (Aviraneta o Van Halen).

Curiosamente, la primera noción de romanticismo que se difundió en España también estuvo asociada a una visión general de la cultura, a un estilo nacional del que la literatura constituiría sólo una manifestación más: un estilo o una forma que se querían intemporales, independientes de determinaciones cronológicas. En septiembre de 1814, un comerciante alemán establecido en Cádiz, Nicolás Böhl de Faber, inició en el Mercurio Gaditano lo que en la historiografía literaria posterior sería conocido como «la polémica calderoniana». Partiendo de las ideas sobre el teatro español del Siglo de Oro expuestas por August W. Schlegel en sus Vorlesungen über dramatische Kunst und Literatur, Böhl de Faber defendía la identificación del romanticismo con el espíritu cristiano y feudal, atribuyendo a la cultura tradicional española un arraigo acrónico en los valores de la Europa medieval que la modernidad racionalista había hecho desaparecer en el resto del continente, pero que, en España, habrían encontrado su más acrisolada expresión en el teatro de Calderón de la Barca. La desviación neoclásica de los literatos afrancesados de la Ilustración habría sido un fenómeno superficial que jamás consiguió el favor de la mayoría del pueblo español. Éste seguía recitando y cantando los viejos romances, mientras el público teatral no pervertido por la moda galicista había continuado aplaudiendo las representaciones de las obras de Calderón y su escuela a lo largo del Siglo de las Luces. Una vez desterradas las doctrinas clasicistas —lo que parecía lógico e inminente tras la derrota militar de los invasores franceses—, España podría recobrar su auténtico espíritu en un contexto europeo mucho más favorable, donde la nueva literatura romántica auspiciaba un regreso a los valores de la cristiandad medieval y hacía de España el ideal vivo a imitar. Ahora bien, el ataque de Böhl de Faber al neoclasicismo como imitación servil de las letras francesas tenía un trasfondo político evidente: iba dirigido también contra el liberalismo y el principio de soberanía nacional en que había encontrado su fundamento la Constitución de 1812. Así lo supo ver José Joaquín de Mora, un joven jurista gaditano, asiduo asistente a la tertulia de la esposa de Böhl de Faber (Frasquita Larrea), que asumió, en el mismo periódico que había publicado el artículo de aquél, la defensa de los neoclásicos. La polémica se prolongó hasta 1820, cuando el retorno del constitucionalismo zanjó la cuestión a favor de los liberales e hizo enmudecer al picajoso divulgador de Schlegel. En la disputa en torno a Calderón intervino, en apoyo de Mora, su amigo Antonio Alcalá Galiano, abogado y diplomático, e hijo del famoso marino caído en la batalla de Trafalgar. Tanto él como Mora rechazaron con indignación la acusación de afrancesamiento que Böhl de Faber lanzaba contra los partidarios del teatro clásico (Mora había combatido contra los franceses en la pasada guerra y había sufrido prisión por ello) e insistieron en la prosapia nacional del clasicismo español, que hundía sus raíces en la gran literatura del Renacimiento patrio (Garcilaso, Fray Luis, Herrera, etc.)

La restauración del absolutismo en 1823 llevó a Mora y a Alcalá Galiano al exilio, junto a un nutrido contingente de escritores liberales entre los que se encontraban Ángel Saavedra, Francisco Martínez de la Rosa, Eduardo Gorostiza, el conde de Toreno y otros, y a los que se fueron sumando, a lo largo de la década ominosa, algunos viejos autores descontentos con la tiranía fernandina y jóvenes rebeldes como Espronceda. Éste y sus amigos, discípulos, en el madrileño colegio de San Mateo, del preceptista y poeta neoclásico Alberto Lista, pertenecían a una generación mucho más reciente que la del grueso de la emigración política (nacidos entre 1775 y 1790 y adscribibles, por tanto, a lo que algunos han denominado «generación de 1808»). Los exilados más jóvenes habían visto la luz en los años de la guerra de la Independencia. Nada sabían de los tiquismiquis medievalizantes de Böhl de Faber y, en cambio, admiraban a Byron. La rebelión de Grecia contra los otomanos era su gran mito generacional. Habían aprendido a escribir a la sombra de maestros neoclásicos, pero su sentimentalidad histórica se había formado en la lectura del falso Ossián (traducido por el jesuita Montengón y el abate Marchena). No eran, como Böhl de Faber, enemigos de todo lo francés, sino sólo del absolutismo. En el exilio, Victor Hugo se convirtió en uno de sus ídolos. En efecto, tanto en Inglaterra como en Francia, la sensibilidad de los literatos desterrados evolucionó rápidamente hacia el romanticismo ruptural.

En Londres, Mora y sus amigos encontraron a otros escritores españoles instalados allí desde los años posteriores a la guerra de la Independencia. Al contrario que los residentes en Francia —por lo general, antiguos exilados bonapartistas fieles a la preceptiva neoclásica—, los escritores del exilio inglés algunos de los cuales, como Telesforo de Trueba y Cossío y José María Blanco White, habían llevado su anglofilia al extremo de adoptar el inglés como lengua literaria) se habían dejado influir sin complejos resistenciales, por el romanticismo, lo que era escandalosamente evidente en Blanco White, antaño contertulio de Mora en los salones de Frasquita Larrea y defensor a ultranza del neoclasicismo (como sus compañeros de entonces los también sacerdotes Lista y Reinoso). En las revistas literarias creadas por los emigrados liberales en Londres —y fundamentalmente, en el almanaque No me olvides, que el editor londinense Ackermann comenzó a publicar en 1824 con destino al público hispanoamericano, las colaboraciones de los escritores emigrados —y en particular, las de Mora y Alcalá Galiano—, adoptan ya planteamientos claramente románticos bajo la influencia de Wordsworth, Lord Byron y Walter Scott.

Como observó en su día Vicente Llorens, en la década absolutista existieron dos literaturas españolas, la del exilio y la del interior, sometida ésta a una ferocísima censura que no tardó en sofocar una industria o protoindustria editorial ya muy precaria. Sin embargo, ello no impidió que se mantuviera una discreta continuidad de la poesía de corte clásico, siguiendo los modelos formales de los epígonos de Meléndez Valdés: Lista Reinoso, Juan Nicasio Gallego, y hasta de Quintana, aunque el tono patriótico y liberal de este último estaba vedado en la España fernandina. La crítica académica y filológica reflejó débilmente las controversias europeas entre partidarios y detractores del romanticismo. Con todo, dicha crítica estuvo lastrada por una radical incomprensión de la nueva literatura: para coetáneos de Mora como Javier de Burgos, Bartolomé José Gallardo y Agustín Durán, en especial para este último, la visión del romanticismo permaneció anclada en la concepción medievalizante, cristiana y castiza que de aquél tenía Böhl de Faber, lo que condicionó decisivamente la filología entonces emergente, que no se libraría en todo el siglo de su inicial sesgo tradicionalista. Este es ya visible en el prólogo que puso Durán en 1832 a su edición del Romancero de romances caballerescos e históricos, primicia de lo que después fue su gran Romancero general, con el que aprendió a leer su sobrino-nieto, el poeta Antonio Machado.

El camaleónico editor José María Carnerero, antiguo afrancesado y liberal exaltado durante el Trienio, convertido después en servil adulador de Fernando VII y de sus ministros, consiguió en 1828 la autorización real para publicar un periódico, el Correo Literario y Mercantil, que dio cabida en sus páginas a las reseñas literarias de Mariano Rementería y del comediógrafo Manuel Bretón de los Herreros, tan hostiles al romanticismo como el propio Carnerero. En 1830, éste inició la publicación de una revista literaria, las Cartas Españolas, donde vieron la luz los primeros artículos de costumbres de Serafín Estébanez Calderón y Ramón de Mesonero Romanos, bajo los respectivos seudónimos de «El Solitario» y «El Curioso Impertinente».

La revolución de julio de 1830 consolidó, en Francia, la identificación entre liberalismo y romanticismo que Victor Hugo preconizaba desde años atrás. Ahora bien, en la España de la regencia de María Cristina la movilización política de los literatos tuvo una dimensión más que discreta. Los emigrados que regresaron tras la amnistía de 1830 lo hicieron, con escasas excepciones, bastante desengañados de su exaltación revolucionaria juvenil, que había desembocado en una sucesión de catastróficos fracasos (el de la experiencia constitucional del Trienio y los de las sucesivas intentonas insurreccionales organizadas desde el exilio francés). La evolución de las dos figuras más representativas de la fusión de romanticismo y liberalismo doceañista resulta, a este respecto, suficientemente ilustrativa.

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) fue un jurista precoz que, a sus dieciocho años, había obtenido ya la cátedra de Derecho Civil de la Universidad de Granada, su ciudad natal. Publicista exaltado en el Cádiz de las Cortes, estrenó allí, en 1812, su comedia Lo que puede un empleo (una festiva sátira del arribismo político) y la tragedia La viuda de Padilla, interpretación en clave liberal y revolucionaria de la sublevación de los Comuneros. En 181 3 fue elegido diputado por Granada, lo que le acarrearía, a la vuelta de Fernando VII, un confinamiento de cinco años en el peñón de Vélez de la Gomera. En 1818 compuso allí su Morayma, una tragedia de tema morisco inspirada en la crónica de Ginés Pérez de Hita.

En 1820 regresa a la política como diputado, encabezando el sector constitucional moderado, que buscaba un entendimiento con los absolutistas. Presidió el gobierno durante la última etapa del Trienio, desde marzo de 1822. Marchó al exilio el año siguiente: deambuló por el sur de Francia y por Italia hasta que, en 1824, se instaló en París, donde hizo amistad con Balzac y Guizot, figurones literarios por entonces del sector más conservador y acomodaticio del liberalismo francés.

Entre 1827 y 1830, publicó en París los cinco volúmenes de sus Obras literarias, que recogía las comedias Lo que puede un empleo y La niña en casa y la madre en la máscara (sátira de costumbres estrenada en 1821), las tragedias La viuda de Padilla y Morayma y dos dramas históricos escritos en la emigración, Aben Humeya y La conjuración de Venecia, así como el poema patriótico Zaragoza, una versión personal del Edipo, una traducción de la Epístola a los Pisones y una Poética en verso, de corte neoclásico. Ya en esta primera recopilación aparece con claridad el rasgo más característico de la producción de Martínez de la Rosa: su eclecticismo. Como dramaturgo, poeta y crítico, permanecía fiel a los postulados clasicistas, pero sin renunciar a atemperar la rigidez de los mismos con ciertas concesiones a la estética romántica y con una valoración, en general positiva, de la literatura medieval castellana. En política y en literatura, Martínez de la Rosa intentaba conciliar los opuestos: regla y libertad, orden y revolución. Con el tiempo, esto se iba a revelar imposible.

A su regreso a España, en 1831, Martínez de la Rosa se retiró a Granada donde estrenó la tercera de sus comedias, Los celos infundados o el marido en la chimenea, y preparó la edición de sus Poesías, que reunía los escritos a lo largo de veinte años, entre 1811 y 1831. Ambos, la comedia y el poemario, fueron publicados en 1833, lo que supuso su reencuentro con el público español al comienzo de una nueva y esperanzadora situación política. Publicó ese mismo año una obra histórica sobre Hernán Pérez del Pulgar y el 15 de enero de 1834 fue nombrado jefe de gobierno por la reina regente. Durante el año y medio que pudo mantenerse en el cargo dio sobradas muestras de su evolución hacia el más acendrado conservadurismo. Frente a los liberales, que exigían la puesta en vigor de la Constitución de 1812, Martínez de la Rosa pergeñó una carta otorgada, el Estatuto Real, que reducía la función del Parlamento a la de un mero órgano consultivo, pero esta medida no fue tampoco del agrado de los carlistas. En mitad de una cruenta guerra civil, la búsqueda del justo medio en política no podía convencer a nadie y Martínez de la Rosa fue blanco común de las invectivas de los bandos beligerantes, aunque parece que mantuvo buenas relaciones con el jefe del ejército cristino, el general Fernández de Córdoba, tanto o más conservador que él mismo. Para los demás fue Rosita la Pastelera, un político quizá bienintencionado, pero oscilante e inútil. Como autor dramático, el estreno en 1834 de La conjuración de Venecia le atrajo, sin embargo, el favor del público.

Sustituido al frente del gobierno, en 1835, por el conde de Toreno, reanudó su actividad literaria e historiográfica: en 1835 comenzó a publicar El espíritu del siglo, una historia diplomática de la Europa contemporánea desde la Revolución francesa. Su novela histórica Isabel de Solís (1837), cuya acción se sitúa en la guerra de Granada, se resiente de un énfasis excesivo en la reconstrucción de los acontecimientos y ambientes de la época. En 1839 publicó otra comedia, La boda y el duelo, sobre el asendereado tema del matrimonio entre el viejo y la niña. Al asumir Espartero la regencia, se exilió de nuevo en París, reanudando allí su amistad con Balzac y gozando de una entusiasta acogida en los medios del liberalismo doctrinario. Volvió a España tras el golpe de estado de Narváez, pero su prestigio en las filas moderadas iba a ser muy pronto eclipsado por un orador más fogoso y combativo, Donoso Cortés. En 1846 fue nombrado embajador en París, y dos años después, en Roma, donde sostuvo los intereses del papa contra los liberales italianos. En 1849, durante una estancia en Nápoles, invitado por el duque de Rivas —a la sazón embajador de España en el pequeño reino borbónico—, escribió Amor de padre, un drama edificante ambientado en la época del terror jacobino. Vuelto a España, siguió publicando nuevas entregas de El espíritu del siglo y publicó, en 1857, su Bosquejo histórico de la política de España desde los tiempos de los Reyes Católicos hasta nuestros días.

Junto a Martínez de la Rosa, Ángel Saavedra, duque de Rivas (1791-1864), encarna el destino de esta primera generación romántica que recorrió el camino entre el liberalismo revolucionario y el nacionalismo conservador. Herido gravemente en la guerra contra los franceses, comenzó durante su convalecencia a escribir poesía patriótica y amorosa en la estela de Quintana y Meléndez Valdés. En 1814 publica su primer poemario, que vuelve a editar en 1820, con el añadido de dos breves piezas dramáticas y un poema histórico, El paso honroso, sobre las hazañas del caballero Suero de Quiñones.

Entre 1812 y 1823 escribió asimismo varias mediocres tragedias neoclásicas —Ataúlfo, Aliatar, Doña Blanca, Abd-el-Malek y El duque de Aquitania— bajo la influencia de Alfieri.

Saavedra fue diputado en el Trienio y votó en 1823 la destitución de Fernando VII, por lo que fue condenado a muerte tras restaurarse el absolutismo. Huyó a Gibraltar y de allí a Inglaterra, donde permaneció menos de un año. De esta época datan algunas poesías sobre el exilio —«Super flumina», «El desterrado», etc.—, que denotan ya una inclinación hacia la estética y la sentimentalidad romántica. En Londres comenzó un poema histórico, Florinda, al que dio remate en Malta dos años después (1826): el tema es la pérdida de España, en tiempos del rey Rodrigo, que ya había inspirado un extenso poema de sir Walter Scott. La producción de Rivas en el exilio maltés, entre 1825 y 1828, se limita a una comedia costumbrista (Tanto tienes, tanto vales), algunos poemas líricos —entre ellos, la famosa composición titulada «El faro de Malta»— y la tragedia Arias Gonzalo, sobre la leyenda épica del cerco de Zamora.

El medievalismo nacional de Ángel Saavedra es mucho más intenso y decidido que el de Martínez de la Rosa, que prefiere los temas históricos vinculados con la Granada de los Reyes Católicos y con el Renacimiento. Rivas, por el contrario, no desdeña profundizar en la tradición épica castellana. Fruto de esta dedicación es su poema histórico más extenso y conocido, El moro expósito (1829), basado en la leyenda de los infantes de Lara. Es difícil señalar un punto de arranque del medievalismo literario español: el romancero, en el siglo XVI, y el teatro del Siglo de Oro habían aprovechado de modo exhaustivo las materias épicas de Castilla, pero ni siquiera durante la época de mayor pujanza del neoclasicismo habían sido orilladas las viejas leyendas y los personajes de la epopeya medieval (como lo demuestran la Raquel de García de la Huerta y el poema de Nicolás Fernández de Moratín «El Cid en Madrid»). Jovellanos, por su parte, evocó con brillantez el mundo de la caballería bajomedieval en sus memorias del castillo de Bellver. Pero fue Rivas, sin duda, quien rescató la temática medieval con una conciencia más clara de la distancia histórica entre el mundo de la primitiva poesía heroica y la época moderna. Mudarra, el héroe de El moro expósito, no es un personaje épico sino una figura romántica fuertemente individualizada, como los héroes novelescos. Pese a deber a Scott algunos de los planteamientos narrativos esenciales del poema —la situación bélica, la amada de religión distinta, etc.—, El moro expósito se aparta del modelo del escritor escocés en un aspecto importante: Mudarra está más cercano a los héroes rupturales y desgraciados del romanticismo ruptural que al «héroe mediocre» de Scott representado por personajes como Waverley o Ivanhoe.

Don Alvaro o la fuerza del sino, el primer drama romántico de la literatura española, fue escrito por Rivas en Francia, durante los últimos años del exilio y se estrenó en Madrid en 1835, a poco de regresar su autor a España. Parece innegable que se inspiró en un relato de Merimée, Les âmes du Purgatoire, ambientado en España. En el protagonista se acentúan los rasgos del héroe ruptural romántico, arrastrado por la fatalidad hacia un final trágico y en abierta discordia con la sociedad de su tiempo. Con todo, esta primera y lograda tentativa de introducir en su patria la revolución romántica es también el canto del cisne del liberalismo exaltado de Rivas. Los Romances históricos escritos entre 1836 —año de su segundo exilio, esta vez en Portugal— y 1840 representan una vuelta del autor a los valores tradicionales, decepcionado de la política de los progresistas. Su drama fantástico El desengaño en un sueño (1842), marca el punto sin retorno de esta deriva hacia un tradicionalismo ya perceptible en algunas comedias y dramas anteriores (Solaces de un prisionero o Tres noches de Madrid, La morisca de Alajuar y El crisol de la lealtad), deudoras de los dramaturgos del XVII y, más en particular, de Calderón. Tras El desengaño en un sueño, Rivas sólo publicó, en 1854, unas Leyendas en verso, de carácter acentuadamente patriótico.

Las dos figuras más representativas de la segunda generación romántica (la nacida en los años de la guerra de la Independencia) son Mariano José de Larra y José de Espronceda. No se dio en ellos nada parecido al atrincheramiento crepuscular en posiciones conservadoras que caracterizó a la generación anterior. Los coetáneos de Larra y Espronceda alcanzaron la cuarentena en torno al año 1848, en cuyos estallidos revolucionarios creyeron ver el signo de que los ideales de su todavía reciente juventud exaltada iban por fin a cumplirse. Lo que para Rivas y Martínez de la Rosa aparecía como un apocalipsis del mundo que habían conocido y amaban, era para la segunda generación el comienzo de lo que siempre habían deseado. Ni Larra ni Espronceda vivieron para verlo.

Larra nació en 1809. Hijo de un médico afrancesado, hizo sus primeros estudios en el exilio y los completó en Madrid tras la vuelta de su familia en 1817. A sus dieciocho años, en 1828, comenzó a publicar su propio periódico, El Duende Satírico del Día, donde publicó sus primeros artículos de costumbres y cáusticos ataques al Correo Literario y Mercantil, que gozaba de la protección del gobierno fernandino. El Duende fue cerrado el día de Nochevieja del año mismo en que se fundó. Larra se dedicó entonces a traducir y adaptar comedias y melodramas franceses. En 1834 publicó su novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente y pocos meses después estrenaba su drama histórico Macías, basado en el mismo argumento de la novela. Pero no fue a su faceta de novelista y dramaturgo a lo que debió su renombre, sino a su actividad como autor de artículos y sátiras de costumbres en periódicos como El Pobrecito Hablador (1832-1833), del que fue el único redactor bajo el seudónimo de «Juan Pérez de Munguía»; la Revista Española, donde firmó como «Fígaro»; El Observador; El Español y otros.

El costumbrismo de Larra, si de tal puede hablarse, se aleja del pintoresquismo al uso en los artículos y estampas del género. En Larra es la vena crítico-satírica lo que predomina en los corrosivos retratos de tipos sociales («El castellano viejo», «Los calaveras», «Don Timoteo o el literato») o en las descripciones de situaciones y ambientes («Vuelva usted mañana», «Una primera representación», «La fonda nueva», etc.). Defendió el teatro romántico y ejerció asimismo la crítica literaria en toda su amplitud. Sus esperanzas en la regeneración liberal de la sociedad española se fueron agotando rápidamente a medida que el país se empantanaba en la guerra civil y en la ineficaz y vacilante política de los gobiernos de María Cristina. Su artículo «El día de difuntos de 1836», que puede leerse como una alegoría del fracaso del liberalismo español, anuncia ya el carácter elegiaco y desesperanzado de su última producción. En 1837, después de la definitiva ruptura con su amante, Dolores Armijo, Larra puso fin a su vida.

Espronceda vino al mundo en Almendralejo, el 24 de marzo de 1808, durante el traslado de su padre, militar, a la guarnición de Badajoz. En 1821 ingresó en el colegio de San Mateo donde, como se ha dicho, fue discípulo de Alberto Lista y forjó una estrecha amistad con otros futuros escritores de su edad como Ventura de la Vega, Mariano Roca de Togores y Eugenio de Ochoa. Dos años después, la policía fernandina lo detenía como fundador de una sociedad secreta exaltada, Los numantinos, cuyos miembros,

todos de su misma edad, se habían juramentado para vengar la muerte de Riego. La condena fue leve y Espronceda pudo volver muy pronto a su casa. En 1827, después de un frustrado intento de ingresar en el ejército, abandonó España y se incorporó a los círculos de la emigración liberal. Marchó primero a Londres, donde se quedó hasta la primavera de 1829. De allí fue a París. Tomó parte, el año 1830, en la intentona de «Chapalangarra». Tras su fracaso, fue obligado a residir en Burdeos, pero se evadió de su confinamiento y en 1832, regresó a Inglaterra. Volvió poco después a París acompañado de Teresa Mancha, hija de un militar liberal exilado. Los amantes regresaron a España en 1833. Espronceda obtuvo una plaza en el cuerpo de la Guardia de Corps del Rey, pero fue expulsado a los pocos meses y confinado en Cuéllar, donde escribió su novela histórica Sancho Saldaña o el Castellano de Cuéllar.

La carrera literaria de Espronceda había empezado mucho antes, en el colegio de San Mateo, donde escribió su epopeya (inacabada) Pelayo, bajo la guía de Lista. Fue incluida, junto con otras composiciones realizadas durante los años del exilio, en la primera edición de sus poesías (1835). Ésta, y la novela, lo dieron a conocer al público español como el joven adalid del romanticismo revolucionario.

No fue en efecto su ocasional y mediocre faceta de dramaturgo lo que cimentó la fama literaria de Espronceda. Su tragedia Blanca de Borbón, escrita entre 1880 y 1881, no llegó a las tablas ni a la imprenta. En cuanto a la comedia El tío y el sobrino, escrita en colaboración con Antonio Ros de Olano, aguantó sólo dos días en cartel y un fracaso semejante cosechó su drama Amor venga sus agravios. Tampoco su novela, aunque alabada por Larra, consiguió entusiasmar a los lectores habituales del género. El éxito de Espronceda se debió, en no poca medida, a su voluntad de encarnar el arquetipo byroniano del poeta de vida errática, disoluta y aventurera: no dejó de participar en cuantas conspiraciones exaltadas se organizaron durante la regencia de María Cristina, combatiendo incluso a Mendizábal, al que había ofrecido su inicial apoyo. Por el contrario, durante los años de la regencia esparterista, moderó bastante sus posiciones.

Pero fue, sin duda, la poesía lo que le ganó, ya en vida, un puesto de excepción en la literatura romántica española. El «Himno al Sol» es una imitación del estilo ossiánico, aderezado con la desmesura típica del romanticismo byroniano. Enormemente populares se hicieron aquellos poemas en que da la palabra a tipos marginales o desesperados —el verdugo, el condenado, el mendigo—, entre las que destaca, por supuesto, su conocidísima «Canción del pirata». En otras composiciones como «A la traslación de las cenizas de Napoleón» o «El canto del cosaco», fustiga la decadencia de la Europa burguesa. Es, sin embargo, la expresión poética de la desesperación y el desengaño la veta de donde extrae lo más característico de su lírica, en composiciones como «A una estrella», «A Jaifa en una orgía» y, sobre todo, en «El canto a Teresa», incluido en su poema narrativo-alegórico El diablo mundo. Su obra más lograda, en opinión de la crítica, fue El estudiante de Salamanca, leyenda en verso cuyo protagonista, Félix de Montemar, se presenta ante los lectores como un trasunto del Burlador de Tirso.

En los poemas de Espronceda —y, en particular, en El diablo mundo— alcanzan sus más delirantes extremos la mezcla de elementos fantásticos y realistas, así como la fusión de lo trágico y lo risible que define la estética romántica. Quizá por ello, se cifra en él la culminación de un romanticismo ruptural que no tuvo en las letras hispánicas el vigor mostrado en otras literaturas nacionales. Como Octavio Paz observara, el verdadero romanticismo hispánico corresponde, en rigor, a lo que conocemos como modernismo, que prendió antes en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas que en la antigua metrópoli. En tal sentido, el romanticismo ruptural o revolución romántica no habría pasado, en España, de un gesto retórico entorpecido por las supervivencias del neoclasicismo en el teatro y la poesía, por el historicismo de signo tradicionalista y por la deriva costumbrista que preparaba el advenimiento del realismo.

En el teatro, efectivamente, el drama romántico no consiguió imponerse sino muy parcial y tardíamente a la comedia de estirpe neoclásica, moratiniana, que acabaría enlazando con la alta comedia, en la que destacaría un condiscípulo de Espronceda en el colegio de San Mateo, Ventura de la Vega.

A comienzos de la década de 1830 sólo había en Madrid dos teatros, el del Príncipe y el de la Cruz, ambos en deplorables condiciones. Sin embargo, la regencia vino a reanimar la lánguida vida social de las clases medias, y en ésta tuvo el teatro el papel de un poderoso catalizador. Las obras de Martínez de la Rosa, Rivas y Larra (La conjuración de Venecia, Don Alvaro y Macías, respectivamente) despertaron el interés de un público hastiado de las refundiciones del teatro aureosecular y crearon las condiciones para un cierto florecimiento del drama romántico. En sus comienzos, la demanda del mismo fue aprovechada por oportunistas como Bretón de los Herreros, con sus parodias del nuevo género y melodramas como Elena (1834). Pero, a partir de 1836, la nueva escuela de dramaturgos románticos, coetáneos de Espronceda y Larra, consigue revalidar el relativo éxito de sus tres precursores con obras como El trovador (1836), de Antonio García Gutiérrez (1813-1884), progresista templado, que inocula en el romaticismo teatral —como supo verlo Galdós— un discreto populismo. El trovador consiguió una calurosa acogida. No así su secuela, El paje (1837), que lo remedó sin demasiada fortuna. Ese mismo año, estrenó García Gutiérrez su tercer drama, El rey monje, sobre la figura del rey aragonés don Ramiro. Los temas históricos españoles accedían de nuevo al teatro, como había sucedido en el Siglo de Oro. El más resonante de los triunfos teatrales de García Gutiérrez fue, con todo, Venganza catalana, un drama en verso sobre la expedición de los almogávares a Bizancio, estrenado en 1865, con un trasfondo nacional-revolucionario que preludiaba ya la insurrección antimonárquica.

Los temas históricos predominan en la obra de Juan Eugenio de Hartzenbusch (1806-1880), menestral y fabulista, con una tendencia a la comicidad que no fue lo más apreciado por el público. Los amantes de Teruel (1837), que recoge una leyenda ya tratada por los dramaturgos del XVII, supuso el inicio de una abigarrada producción posterior en la que destacan los dramas ambientados en la España de los primeros siglos de la Reconquista (La madre de Pelayo, Alfonso el Casto, La jura en Santa Gadea; todos ellos estrenados en la década moderada). Mariano Roca de Togores (1812-1889) traslada a su drama Doña María de Molina, estrenado en 1837, la situación de la reina regente, equiparando tácitamente los esfuerzos de María Cristina por preservar los derechos de la reina niña con los de la madre de Alfonso XI en defensa de los de su hijo. Estos autores y otros como José de Castro o Antonio Gil de Zárate allanan el camino al indiscutible triunfador de la escuela romántica española: José de Zorrilla. En 1837, a sus veinte años, éste se había dado a conocer como poeta en las exequias de Larra, publicando seguidamente una primera recopilación de sus poesías. En la década posterior, sus Leyendas o poemas narrativos eclipsarían la fama de los de su más insigne predecesor, el duque de Rivas. Zorrilla se inicia en el teatro con un drama escrito en colaboración con García Gutiérrez, Juan Dándolo (1839). Pero será a partir de El zapatero y el rey (1840) cuando de verdad se inicie su rápida ascensión que, tras los estrenos de Un año y un día y El puñal del godo (ambos en 1842), culmina en la apoteosis con Don Juan Tenorio (1844), el drama más representado del teatro español de todos los tiempos, cuyo éxito no consiguió igualar con obras posteriores como Traidor, inconfeso y mártir (1849). Versificador fácil y extraordinariamente dotado para la composición dramática, Zorrilla no fue, sin embargo, un autor de gran originalidad. Se inspiró en la Historia del jesuita Juan de Mariana y en los autores del Siglo de Oro; con él se produce la fusión del romanticismo y un patriotismo tradicionalista y castizo en una fórmula a la que, con escasas excepciones, acabarán por acomodarse los escritores de las generaciones posteriores.

El historicismo, con todo, arraigó antes en la novela que en el teatro. Prescindiendo de los antecedentes dieciochescos como El Rodrigo, de Montengón, que no tuvieron demasiado eco entre los escritores románticos, puede afirmarse que la novela histórica española parte del modelo instituido por el Ivanboe de Walter Scott en 1819. Durante la década absolutista, los emigrados (pero no sólo ellos) pudieron leerlo bien en la lengua original o en traducciones francesas. Algunos exilados liberales, como Mora y Pablo de Jérica, tradujeron a Scott al español, probablemente para el público hispanoamericano, pero, como afirmara Fernández Montesinos, hacia 1830 las novelas del autor escocés eran ya conocidas para muchos lectores de la Península. Las fórmulas narrativas de Scott eran fáciles de imitar: situaciones de guerra de bandos o guerra civil, parejas de héroes (lo que Lúkacs llamaría «el héroe mediocre» o protagonista, doblado por el «héroe oscuro») y de heroínas (rubias y morenas: cristianas las primeras y moras o judías las otras), y una buena cantidad de incidentes tipificados (asaltos a castillos, torneos, incendios, etc.). Sólo en la década moderada se haría notar la influencia de otros autores como Manzoni. La novela histórica española, que surge en la emigración con las obras de Valentín Llanos (y Telesforo de Trueba y Cossío, aunque las novelas de éste se publican originalmente en inglés), alcanza carta de naturaleza en España con la aparición, en Valencia y en 1830, de Los bandos de Castilla o el Caballero del Cisne, del catalán Ramón López Soler (Ramiro, conde de Lucena, de Rafael Húmara, publicada en Madrid, en 1823, no es sino una fantasía, deudora de la tradición orientalista del XVIII y ajena a las pautas de la novela histórica romántica). Soler escribió otras novelas, alguna de ellas inspirada no en Scott sino en Víctor Hugo. En 1831, también en Valencia, se publica La conquista de Valencia por el Cid, de Estanislao de Koska Vayo, más deudora de Cervantes que de los autores británicos o franceses. Las ya mencionadas novelas de Larra y de Espronceda se sitúan claramente en la tradición scottiana. Patricio de la Escosura, amigo de Espronceda, publicó en 1835 Ni rey ni roque, sobre el mismo tema que explotaría más tarde Zorrilla en Traidor; inconfeso y mártir; la impostura del pastelero de Madrigal que usurpó la identidad del desaparecido rey don Sebastián de Portugal. Otros cultivadores de la novela histórica en los años de la regencia de María Cristina fueron Juan Cortada (1805-1868), con Tancredo en Asia (1834) y La heredera de Sangumí (1835), y José García de Villalta (1801-1846), emigrado liberal que participó en la guerra de la independencia de Grecia, y amigo de Espronceda, cuya novela antijesuítica El golpe en vago, ambientada en la época de Carlos III, difícilmente cabe en la categoría de novela histórica romántica.

La cumbre del género se alcanza en 1844, con El señor de Bembibre, del diplomático Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), sin duda el más dotado de los novelistas románticos. Aunque todavía acusa la influencia de Scott, Gil y Carrasco asume también otros modelos (Manzoni), dentro de un estilo y de una imaginación poderosa y original. Afín a Espronceda, en sus ideas literarias fue, sin embargo, un conservador que admiró las ideas y la figura política de Wilhelm Humboldt, al que conoció y trató durante su estancia como embajador en Berlín.

La novela histórica respondió durante toda la época isabelina, y aún después, a la necesidad de conocimientos sobre el pasado español de unos nuevos públicos burgueses que carecían de una historiografía crítica o académica moderna (es significativo que los dramaturgos y novelistas tuvieran que recurrir a la Historia de Mariana para buscar en ella temas y argumentos). Esto explica también la proliferación de novelas históricas regionales, que se publicaron a millares hasta los años finales de siglo, cuando los rezagados del realismo y del naturalismo, como Blasco, consiguieron imponer sus fórmulas más o menos adaptadas —incluso lingüísticamente— a los diferentes ámbitos geográficos españoles. En el caso de autores como Benito Vicetto, Antonio de Trueba o Víctor Balaguer, por ejemplo, la novela histórica (y eventualmente la leyenda) tuvo un papel de primer orden en la aparición de movimientos regionalistas o «renacimientos culturales», tanto en Galicia y el País Vasco como en Cataluña. En algún caso —el de Trueba, por ejemplo— la vertiente de novelista complementa la del autor de estampas o cuentos costumbristas. Porque el costumbrismo nace y se desarrolla en el vacío que en otras literaturas europeas de la época cubre la incipiente novela realista (con el propio Scott o Balzac, por citar sólo algún nombre). En España, el costumbrismo combina formas breves de narrativa de imaginación con el artículo periodístico o el trazo, escena o estampa tomado de la realidad (como las «filologías» balzaquianas). Ramón de Mesonero Romanos y Serafín Estébanez Calderón inaugurarán el género en sus colaboraciones en los periódicos de Carnerero, como ya se ha dicho, en los años finales del reinado de Fernando VII. Pero todavía en 1864, José María de Pereda podía iniciar una fecunda andadura literaria con sus Escenas montañesas, e incluso el Unamuno de los años ochenta cultivaba la estampa costumbrista en los periódicos bilbaínos con más que notable audiencia. La primera novela realista, La Gaviota (1849), de Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero), surge en el ámbito propio de la literatura de costumbres (sólo dos años antes había publicado Estébanez Calderón sus Escenas andaluzas, y en 1843-1844 había aparecido la compilación de «fisiologías» Los españoles pintados por sí mismos). La Gaviota podría leerse, en realidad, como un relato costumbrista ampliado. De hecho, así reza su subtítulo, novela de costumbres españolas, y de forma parecida caracterizará sus posteriores novelas: Lágrimas (1851), La familia deAlvareda (1861) y Clemencia (1862). Pedro Antonio de Alarcón (1833-1897) cultivará simultáneamente el costumbrismo a la par que la novela y el relato corto.

Desde 1850, el realismo no deja de ganar terreno. La alta comedia, cuyo nacimiento podría fecharse en 1845, con el estreno de El hombre de mundo, de Ventura de la Vega, va desplazando de los escenarios el drama romántico. La disección moral de la vida y las costumbres de la nueva aristocracia del dinero se convierte en preocupación dominante en esta nueva tendencia dramática representada por Adelardo López de Ayala (1828-1879) y Manuel Tamayo y Baus (1829-1898). Del primero cabe destacar El tanto por ciento (1861) y Consuelo (1878), cuyos argumentos giran en torno a la necesidad compulsiva de enriquecerse. Tamayo y Baus aborda los conflictos entre el amor y el triunfo social en Lo positivo (1862). Su obra más conocida, Un drama nuevo (1867), juega con las propias convenciones teatrales: la disolución de los límites entre vida y representación. En 1868 estrena Los hombres de bien, agria crítica de la corrupción de la alta sociedad isabelina.

Por su parte, la poesía abandona por las mismas fechas la retórica de la desesperación y la rebeldía, adoptando un tono melancólico y prosaico visible ya en el primer tomo de las Dolo-ras (1846), de Ramón de Campoamor (1817-1901). La influencia de la lírica alemana —fundamentalmente de Heine— se hace sentir en las Rimas de Bécquer (publicadas en 1871, tras la muerte del autor), y en los poemas de sus amigos Augusto Ferrán y Gabriel García Tassara. Esta nueva tendencia, que se dio en llamar posromántica, caracteriza también la obra de juventud de Rosalía de Castro, tanto en castellano (A mi madre), como en gallego (Cantares gallegos) publicados ambos en 1863.

En el Sexenio revolucionario (1868-1874) todas estas tendencias emergentes —realismo, poesía burguesa— adquirirían su madurez gracias a la nueva generación de novelistas y poetas nacida ya en pleno período isabelino. Igualmente, entre esas fechas se aceleraría la formación de los sistemas literarios regionales o regionalistas que, al socaire de los distintos renacimientos culturales, habían comenzado a dar algunos frutos a partir de 1850. Desde la floración de la gran novela realista en el Sexenio y la Restauración, el reinado de Isabel II aparece como una época de mediocridad y apocamiento mesocrático, pero es innegable que en esos treinta y cinco años la literatura española pasó por varias transformaciones decisivas: llegó a públicos extensos, verdaderamente populares, a través de nuevos soportes como el folletín periodístico, y comenzó a reflejar su realidad social, tanto la de un medio tradicional ya amenazado por la modernización política como la de las nuevas clases urbanas surgidas de la revolución burguesa.