XIX. Cuatro viajeras británicas por España durante el reinado de Isabel II

Por Mateo Maciá. Congreso de los Diputados. Archivo.

A partir de la década de los treinta y hasta finales del siglo XIX —en gran medida, por tanto, en coincidencia con el reinado de Isabel II— se produce una verdadera edad de oro de la literatura de viajes por España. Una edad de oro en la que los autores británicos desempeñan un papel central: baste recordar que en esos años se escribieron y dieron a conocer las obras de Borrow y Ford. Se trata de una literatura abundantemente publicada, conocida y estudiada. Sin embargo, los críticos han fijado su atención en general sólo en las primeras figuras y han dejado de lado en muchos casos a autores hoy de difícil acceso. Para este ensayo hemos seleccionado las obras de cuatro mujeres británicas que publicaron sus libros de viajes por España entre 1833 y 1868.

Spain and barbary: Letters to a younger sister, during a visit to Gibraltar, Cadiz, Seville, Tangier & C. & C. (1837)

La primera obra, por su fecha de publicación, que vamos a estudiar es Spain and Barbary: Letters to a Younger Sister, during a Visit to Gibraltar, Cadiz, Seville, Tangier & C. & C. (1837). Algunas bibliografías y catálogos la atribuyen1 a su supuesta autora, María Wilson. Se trata más bien de un artificio literario, esto es, de las cartas de viaje de una hija de ese nombre a su madre y sus hermanas. Pero no figura ninguna mención explícita de autoría. La dedicatoria insinúa además que es el primer libro que unos discípulos dedican a un antiguo amigo y maestro.

Es una obra de transición entre la sensibilidad dieciochesca y la nueva sociedad del XIX. Si el viaje ilustrado era, ante todo, una empresa intelectual, el viaje romántico es, por el contrario, una experiencia personal. En Spain and Barbary encontramos elementos de ambas concepciones y también una panoplia de metáforas sobre el mismo hecho de viajar.

El viaje se presenta en primer lugar como fuente de salud. María debe viajar a causa de una enfermedad que sólo sanará el sol del sur (el doctor no puede garantizar que sobreviva a otro invierno en Inglaterra). A la vez, este viaje, que tiene su origen en un hecho desgraciado como es la enfermedad, desemboca en una situación de incertidumbre y expectación. La separación de los seres queridos supone el cumplimiento de un deber —médico en este caso—y la satisfacción de un descubrimiento. También la perspectiva de un regreso con el protagonista enriquecido en su salud y en su conocimiento.

Que el destino sea España es el resultado de un accidente en el caso de María Wilson. Hay un barco de guerra que zarpa de Plymouth para Gibraltar y puede llevarla acompañada de su padre y los sirvientes. Se trata además de un barco de vapor, que puede realizar el viaje de forma más rápida que los barcos de vela.

Desde la partida en el mes de noviembre, las cartas de María serán el medio de comunicación con la madre y las hermanas pequeñas. Éstas quedan en Inglaterra para cuidar de la abuela, víctima de una oportuna hemiplejia, que justifica que no puedan acompañarla.

La primera carta, datada a bordo del HMS Cordelia —que va, por cierto, artillado con cuarenta cañones—, describe el barco y las sorprendentes bondades de los marineros —tan gentiles y amables con las mujeres—, así como la actividad del capitán Cornwell, orgulloso de su barco y que estudia las cartas náuticas constantemente. En la segunda misiva, ya en la línea del viajero que aprovecha sus escritos para ilustrar al lector, se pondera la importancia de los barcos y se traza una breve historia de la navegación. No deja de manifestarse un cierto anglocentrismo —«el Señor ha tenido a bien situarnos en un tiempo y un país tan ilustrados»—común a la mayoría de las obras que vamos a comentar.

Al bordear el cabo de San Vicente se recuerda la batalla naval que tuvo lugar el 13 de febrero de 1796 entre la armada franco-española y la flota británica mandada por el almirante Jervis y que se saldó con una victoria inglesa definitiva. También, poco después, Trafalgar. El terreno geográfico se transforma así en espacio histórico cuando evoca hechos memorables para el narrador.

El 13 de diciembre desembarcan en Gibraltar y la autora se entretiene en una amplia digresión sobre la historia de la Roca, que se repetirá casi punto por punto en otras muchas viajeras. Gibraltar es una especie de pequeña Inglaterra en España que atenúa la nostalgia del viajero. En Gibraltar, la joven que abandonó Grove Cottage enferma monta ya a caballo para recorrer las galerías del Peñón. El efecto salutífero del viaje al sur es inmediato.

Nuestros protagonistas salen para Cádiz el 3 de enero, en otro de los recorridos habituales. Algeciras aparece ya llena de suciedad y mendigos, frente a la limpieza y el orden existentes en la Roca. Los españoles —al menos los del sur— son una raza apática, indolente, como lo demuestra su pasividad ante la colonia británica.

Pronto comprueban nuestros viajeros que los caminos están impracticables —es pleno invierno— y resulta más cómodo el viaje por mar. Para ello alquilan un barco de vela. A la altura de Barbate deciden desembarcar y seguir por tierra hasta Chiclana, donde evocarán la batalla de la Barrosa (1810) en la que fueron derrotados los franceses, que luego arrasarían la población.

De Chiclana a Cádiz viajan en calesa. Antes de llegar, pasan por el Real Observatorio de San Fernando, de influencia británica: el director se ha formado en las islas y los instrumentos son de allí. Hasta llegar a Cádiz recuerdan varios hechos históricos en relación con la ciudad: la resistencia ante los Cien Mil Hijos de San Luis, la resistencia anterior ante la invasión francesa —no habla de las Cortes—, el levantamiento de Riego en 1822 (en realidad, 1823). De la ciudad le impresionan las fortificaciones, pero echa de menos de nuevo el orden y la limpieza de Gibraltar.

Quedan instalados durante varios días en un hotel regentado por una inglesa y María confiesa que ya se entiende en español, algo necesario para poder viajar por el interior de la Península. Llevada de su ardor patriótico, considera la bahía de Gibraltar muy superior a la gaditana. Las calles de la ciudad le parecen estrechas y lóbregas. Ve las casas, encaladas y con azoteas y patios, inspiradas en las del norte de África. Visita el Hospicio, que recibe cuarenta nuevos niños cada mes. Llega a la hora de la comida y detecta inmediatamente los dos sabores fundamentales de la cocina española: aceite y ajo. En las plantas altas se encuentra el Asilo de Cádiz, que llevan las mismas «Hermanas de la Caridad». Incidentalmente, María recuerda que las autoridades gaditanas dieron un baile al duque de Wellington en el patio del Hospicio cuando visitó la ciudad.

El mismo día 22 de enero envía una segunda carta con «el Capitán C., que sale esta noche para Inglaterra en su yate». En ella aconseja a su hermana sobre cómo debe ser una carta: no deben usarse expresiones extranjeras, puesto que el inglés es suficientemente rico, y hay que conservarlo en toda su pureza; hay que escribir en un lenguaje llano expresando de forma concisa los hechos.

En las cartas siguientes, además de continuar con la descripción de la ciudad, anuncia su viaje a Sevilla. Será en un vapor que hace el trayecto por el Guadalquivir dos veces a la semana. Asiste a una tertulia donde se sorprende ante la viveza de gestos y expresiones, frente a la frialdad y reserva británicas. También acude a una sesión musical y contempla por vez primera a un majo con su atuendo característico. Las mujeres le parecen guapas, de grandes ojos y pelo negro. Sin embargo, son demasiado ignorantes como para ser buenas compañeras de conversación. La educación femenina es muy pobre en España y las mujeres no saben escribir en muchos casos ni su propio nombre.

El 9 de febrero la autora se encuentra ya en Sevilla. Tuvieron que atravesar la bahía de Cádiz en un barco y cenaron y se quedaron a dormir en el Puerto de Santa María. De allí, pasando por Sanlúcar, llegaron a Bonanza, de donde salió el vapor. Sevilla es una bella ciudad, lo que no significa que sus calles sean anchas y rectas ni que tenga grandes plazas ni edificios públicos destacables ni que casas o tiendas hagan visible su riqueza. A pesar de todo ello, es una ciudad hermosa, con la catedral, la Giralda y los Reales Alcázares como atractivos principales.

El día siguiente dan un paseo por los parques de María Luisa y de las Delicias. Llaman la atención a la autora las mujeres y su forma de vestirse. Sobre todo, las mantillas blancas o negras, que le parecen el tocado más bello del mundo. Luego extiende sus comentarios a la religiosidad de los sevillanos, que se detienen y descubren al oír el toque de campanas de la oración vespertina. El sistema de los cementerios españoles le llama la atención también: compara las «celdas» en varios pisos con el sistema, más universal, de enterrar en el suelo. En los Reales Alcázares lamenta la pérdida de la ornamentación de las paredes, de las que sólo se han salvado los azulejos. De vuelta a la catedral, menciona la famosa custodia.

El 20 de febrero anuncia a su hermana que van a viajar a Granada; pero el 25 informa de que han tenido que cancelar el viaje ante la epidemia de cólera en la zona, un lamento frecuente entre los viajeros por la Península. Deciden regresar a Gibraltar vía Cádiz y desplazarse hasta allí en diligencia.

El padre de María asiste en Sevilla a una corrida de toros, pero ella renuncia a unírsele. El tono es, sin embargo, descriptivo, no excesivamente crítico, aunque condenatorio. Con motivo del viaje terrestre a Cádiz se extiende sobre los bandidos que infestan cada rincón del país. José María el Tempranillo, fallecido en 1833, es retratado como un hombre generoso, sobre todo con el sexo débil. Se detienen a ver a un amigo en Jerez y ponderan su vino.

El 11 de marzo deciden pasar por Tánger en su viaje de regreso a Gibraltar. La autora percibe enseguida el cambio. Por fin, el 5 de abril regresan a Gibraltar y de allí zarpan para Falmouth. A partir de ese momento, se producirá el reencuentro que significa el final del viaje.

Spain and Barbary constituye un magnífico ejemplo de la visión británica más tópica y superficial sobre España. En realidad, su escenario es mínimo (Cádiz y Sevilla) y caracterizado por una fuerte presencia musulmana durante siglos. Además, incide sobre los aspectos más exóticos de la personalidad nacional: toros, bandidos, mujeres con mantillas y abanicos, Iglesia católica...

Castile and Andalucía (1853)

Nos encontramos en esta ocasión ante un trabajo2 importante, fruto de dos años de estancia en la Península. Lady Tenison viaja en compañía de su marido y un pequeño séquito. Lord Tenison realiza unas tomas de imágenes mediante una máquina y un procedimiento llamado talbotype o calotype3, aunque esto no lo sabremos hasta el final del libro.

El viaje se inicia en Gibraltar a comienzos de octubre de 1850. España, escribe la señora Tenison, carece del clasicismo de las costas de Grecia o Italia, pero es un país que ha escrito una página importante en la historia de la humanidad. Poco conocido y visitado, es también patria de una literatura importante.

La familia Tenison viaja en barco de vapor. Le gusta y le parece bien. Málaga, con sus acerías, le parece un Liverpool o Glasgow del sur. En medio de la apatía sureña hay un lugar para la esperanza. Van al Hotel Inglés, en la Alameda. Les parece caro, pero terminan ajustando un precio para todo el invierno. Echan de menos alfombras y cortinas. Reconocen que uno de los grandes problemas del alojamiento en España es la escasez de casas amuebladas.

Sorprende a la señora Tenison la falta de mujeres bonitas, frente a lo que predica la leyenda. Comprueba en el teatro que la clásica mantilla española está en retroceso. Critica que el coro de la catedral esté en el centro de la nave, rompiendo la perspectiva. Recuerda a Torrijos y su fusilamiento en 1831, así como a Riego. Visita el cementerio protestante, en el que se encuentra enterrado Boyd, el compañero inglés del general Torrijos.

Las montañas que rodean Málaga le parecen hermosas y solitarias. Atribuye esta última característica a la existencia de bandoleros: el campo —a diferencia del inglés— está despoblado. Sólo hay algún cortijo disperso. Se burla de alguna viajera británica que confundió a los campesinos con bandoleros. Pasan el otoño y el invierno en la ciudad de Málaga. Alaba la cordialidad de los andaluces: todo está «a su disposición». Describe las formalidades —cada vez menores— de una visita a una casa particular. Subraya la necesidad de dominar el idioma para conocer a fondo el país.

De Málaga van a Granada. No toman la diligencia —que hace el recorrido en una jornada de dieciocho horas— sino a caballo. La primera escala es Vélez. A continuación se detienen en Alhama, donde recuerda a Fernando del Pulgar, sobre el que acaba de publicar un estudio Martínez de la Rosa. Se quedarán en Granada seis o siete meses, en una pequeña casa de campo alquilada. Al hacer la descripción de la Alhambra critica la fantasía de Washington Irving frente a la precisión de Richard Ford, cuyo Handbook, publicado por primera vez en 1845, conoce y maneja. Menciona, como el resto de viajeras que visitan Granada, la finca donada por el pueblo español al duque de Wellington, Soto de Roma. Por último, describe minuciosamente un funeral y entierro, con la peculiar disposición de los cementerios españoles que tanto sorprende a los británicos.

De Granada van a Sevilla, donde alquilan una casa amplia y con patio. Los archiveros no le muestran los documentos del Archivo de Indias, después de que una compatriota de la autora robara algunos. Comenta el estatuto de la mujer casada en España, más favorable que en Gran Bretaña, puesto que conserva su independencia económica después del matrimonio. En Sevilla asiste a las procesiones de Semana Santa —aunque observa el declive de los sentimientos religiosos—, a la Feria de Abril y a los toros. Visita Cádiz de manera fugaz en el vapor. A la vista de un convento abandonado, analiza en profundidad las causas y consecuencias de la desamortización. Dedica un capítulo entero a la ciudad de Ronda y regresa a Granada. Desde allí emprende el viaje hacia Castilla en diligencia. De Aranjuez a Madrid va ya en tren, inaugurado en 1849.

Madrid le parece falto de personalidad. La vida, cara, y el clima de los peores de Europa. Sólo su posición central la ha convertido en capital de España. Sin embargo, la ciudad tiene algún interés mayor de lo que parece a primera vista: es el punto de encuentro de muchos extranjeros que visitan el país, sede de museos como el Prado, centro de la vida política, escenario de los mejores espectáculos...

La autora rememora el atentado del cura Merino al asistir a la visita de la reina a Nuestra Señora de Atocha en febrero de 1852 para dar gracias por haber salido con vida del episodio. Según Tenison, la reina Isabel es muy generosa y detesta las formalidades de la corte; llega dos o tres horas tarde a todos los actos, incluidos los besamanos que ella misma convoca; suele cenar sola en Palacio; sus damas sólo acuden cuando son convocadas. La autora no ahorra críticas a la reina madre, que vive en una residencia próxima a Palacio.

El Teatro Real, recién inaugurado, le parece uno de los mejores de Europa. Repasa los nombres de los autores en boga —Bretón de los Herreros, Espronceda, el duque de Rivas, Zorrilla...— y recomienda para la literatura antigua la obra de Ticknor4, que está traduciendo y anotando Gayangos. Habla también de la universidad, que se ha trasladado de Alcalá a Madrid.

En jornadas posteriores visita Burgos, una ciudad «sucia y mísera». Se queja, tal como hiciera Ford, de las inspecciones constantes a que son sometidos sus equipajes en cada uno de los lugares a los que llegan. Llama siempre la atención a los aduaneros el aparato fotográfico que lleva consigo el señor Tenison.

En Castilla visitarán además Valladolid, Simancas, León, Benavente y Zamora. Hace frío y tienen que recurrir al brasero para calentarse. Entre los alimentos, el pan y el chocolate le parecen siempre buenos. El plato de cuchara más común es la olla podrida. Ya en el viaje de vuelta a Madrid, pasan por El Escorial.

En Madrid asisten a la apertura de las Cortes de 1 de diciembre de 1852. Martínez de la Rosa es elegido presidente del Congreso de los Diputados frente al candidato del gobierno, y las Cortes son disueltas a las veinticuatro horas de constituirse. Le gusta la nueva sede de la Cámara Baja, recién inaugurada. La decoración interior, sin embargo, le parece más propia de un café francés que de un Parlamento.

Viaja, por último, a Toledo y, de vuelta a Andalucía, a Córdoba. El recorrido por Castilla concluye con la reflexión de que si bien sus ciudades atesoran numerosos monumentos, éstos se encuentran en estado de semiabandono y todo está transido de soledad y ruina. Prefiere para vivir Andalucía, más viva y alegre y con un clima mucho mejor.

Over the Pyrenees into Spain ( 1865)

Es ésta una obra singular5, fruto del encargo de un editor. Singular, sobre todo, por el carácter de la autora y el desprecio con el que trata a los españoles. La dedicatoria, en forma de rueda, es a sus amigos de infancia y madurez, que han facilitado la buena acogida de A Lady's Walks in the South of France, su libro anterior. A raíz de este éxito editorial, Richard Bentley sugiere a la señorita Eyre un viaje parecido por Andorra y la vertiente española de los Pirineos. Ella intenta hacer una descripción del paisaje, los tipos y las costumbres, pero el estado de semicivilización del país —puesto que es un país semicivilizado aquel en el que una dama respetable y vestida de forma correcta, que camina sola tranquilamente por la calle, es ofendida y ultrajada— ha hecho muy incómodo y desagradable el viaje. Incluso cuando iba acompañada por un guía, era sometida a gritos e insultos por el mero hecho de ser extranjera.

La señorita Eyre viaja con su perrito Keeper, que cuando no va a su lado, lleva en su regazo. El viaje tiene lugar durante el verano de 1860. De Inglaterra pasa a Dieppe, y de allí a Rouen y Lyon, donde se aloja en el Hotel de Europa. Viaja en ferrocarril, normalmente en compartimentos separados para mujeres. En Francia los hay incluso para las viajeras de tercera clase, lo que no es frecuente. Se queda cuatro días en el Hotel de Luxemburgo en Aviñón, de donde va a Nimes. Comenta las conversaciones con las mujeres campesinas francesas. Consideran una suerte que esté soltera, antes que casada con un hombre vago y maltratador. De allí pasa a Montpellier y Foix. Reside unos días en el Hotel Rousse y transcribe su factura, en la que lo más caro son los 4,50 francos que le cobran por haber estropeado la alfombrilla junto a la cama. Keeper había dormido allí y se había dejado algunos pelos.

Busca una carta de presentación para encontrar alojamiento en Andorra, donde no hay hoteles. Al final consigue cartas para cuatro familias del Principado cuyos hijos estudian en el colegio de Foix. Se las da el profesor de español, que al mismo tiempo le aconseja llevar buen calzado, porque con frecuencia los caminos son tan malos que hay que hacerlos a pie. Ella le comenta que lleva unos zapatos de caballero. Marcha en diligencia y se detiene diez días en Ax al encontrarse enferma. Entra en España por Hospitalet y duerme allí una noche. A las cinco de la mañana, tras tomarse un café y un poco de coñac, sale a caballo para Andorra acompañada por un guía. Pasan por Soldeu, Encamps y Escaldes. Se considera la primera mujer británica que visita el Principado, que antes sólo había recibido al escritor y aventurero escocés James Erskine Murray6.

Llegada a Andorra la Vieja, comprueba las dificultades que le supone no hablar español. Considera que los andorranos hablan una especie de patois, más cercano al catalán que al castellano y que ella transcribe en italiano. Antes de despedir al guía, se queja de que unos pastores le tiraron piedras y él no hizo nada por evitarlo. Los andorranos le parecen primitivos y faltos de educación en general. Sin embargo, su anfitrión, que le cobra muy barata la estancia, le parece una excelente persona. Tiene mejor chocolate que el que se toma en París, seguramente porque hace contrabando.

Sale hacia Santa Julia en mula y de allí a Seo de Urgel. Comenta que sólo ha tratado a algunos españoles de clase alta y que éstos han sido corteses con ella, pero que el conjunto de la población está embrutecida y se mueve únicamente por dinero, ajena a todo sentimiento noble. De Seo va a Calaf en mula en una silla improvisada y de allí a Barcelona en tren. Alaba el paisaje, la tawny Spain de Richard Ford. También la vegetación. Se detienen en una venta y comen: los españoles, como los franceses, aunque sean pobres, toman siempre dos o tres platos. Observa también cómo beben de la bota de vino, lo que les ahorra ensuciar —y tener que lavar— un vaso. No le gusta el café español, a diferencia de otras viajeras. Duerme en otra venta, en la que, para su sorpresa, no hay insectos. Cena conejo frito, que le gusta mucho.

De Calaf viaja a Barcelona en segunda clase, acompañada de viajeros bien vestidos pero que no le dirigen la palabra, lo que considera una falta de educación y respeto. En Barcelona se aloja primero en el Hotel Falcone y más tarde en la Fonda del Oriente. Recomienda el Handbook de Ford, pero considera que debe actualizarse, porque el ferrocarril ha transformado la forma de viajar por España. También porque algunos hoteles han desaparecido. Se detiene en comentar la forma de vestir de las mujeres, pero se queja, una vez más de las burlas y los insultos de los barceloneses.

En definitiva, la crueldad le parece algo inherente al carácter español. De la ciudad de Barcelona le sorprenden las fachadas de las casas pintadas con distintos motivos y las mujeres sentadas cosiendo en la calle. Reconoce que hay muchas iglesias y visita la catedral y Santa María del Mar, que le gustan. Fuera de Barcelona va a Manresa —donde también cena bien y barato, por dos francos y medio— y Cardona, donde no llega a ver las minas de sal. De vuelta a Barcelona comprueba con satisfacción que la mayoría de los técnicos empleados del ferrocarril son ingleses. Uno de ellos le comenta que los españoles son crueles, indolentes, orgullosos, egoístas, avariciosos, ladrones y mentirosos. Nunca hubieran llegado a tener un tren si no hubiera sido por los ingenieros ingleses. El inglés le paga el té, la única gentileza que recibe en España, según confiesa.

De Barcelona a Madrid se desplaza en tren, en tercera clase por lo caro que resulta. Le cuesta tres libras, incluido el billete del perrito. Se queja del funcionamiento de casi todo lo que rodea al tren, pero sorprendentemente descubre que las buenas gentes españolas de clase baja son educadas, amables, gozan de buen humor y no son egoístas. No discuten ni por los asientos. Todo ello, en abierta contradicción con lo que ha escrito unas páginas antes. Visita el vagón una pareja de gendarmes, lo que le hace pensar, horrorizada, que los bandoleros atacan incluso a los viajeros en tren.

Está avisada del mal clima de Madrid. Se instala en las cercanías de la Puerta del Sol y decide quedarse una semana después de una buena cena. Sin embargo, las moscas de su habitación le estropean la noche. Va a la Casa de Correos, en la misma Puerta del Sol, al Palacio Real y subraya que Madrid no tiene catedral. Critica los peinados femeninos, frente a la opinión de Ford de que las españolas tienen buen pelo. Según la señorita Eyre, son moños postizos. Aunque hay corridas de toros, no asiste a tan brutal espectáculo. Sí pasea por el Prado, donde se exhiben y cotillean las madrileñas, cuyos vestidos tampoco le parecen adecuados: van como iría una inglesa a un baile.

Para viajar a Granada va en tren hasta Venta de Cárdenas y desde allí en diligencia, por La Carolina y Jaén. La ciudad le parece sucia y de calles estrechas. Repite por enésima vez que los españoles no son hospitalarios y odian a los extranjeros —contra la tradición romántica— al exigirle ir acompañada de guía para visitar la Alhambra. Discute una vez más con un compañero de hotel español sobre la imposibilidad de viajar sola por el país sin exponerse a insultos y molestias en la calle.

De Granada viaja a Alicante, primero en diligencia y luego en tren. Y de allí en el vapor Bayo a Barcelona, desde donde tomará el tren para Perpiñán y París. La autora sale de España convencida de que los españoles le deben todo a Gran Bretaña y la odian por su superioridad. Si no hubiera sido por la energía, la sangre y el talento inglés, la Península sería una provincia de Francia. Y si no fuera por el capital y el trabajo de los británicos, tampoco habría ferrocarriles ni barcos de vapor en el país.

A winter tour is Spain (1868)

Estamos en este caso en presencia de un libro de viajes muy completo por el recorrido que hace y las descripciones y observaciones que contiene7. La señora Pemberton viaja con un grupo del que forman parte algunos niños —tal vez sus hijos— para pasar el invierno en España, a pesar de los terribles comentarios que circulan en Londres sobre el clima de Madrid.

El libro se inicia con unos consejos generales. Los trenes en España salen siempre a horas imposibles, o muy temprano —de madrugada— o de noche. En el país no hay chimeneas, sólo existe el castizo brasero. En general, los hoteles no son buenos. Los mejores de la Península son el Hotel de los Príncipes en Madrid, el Bossio en Alicante y el Washington Irving en Granada. La comida es mejor de lo que se podía esperar. Hay que contar con dinero en abundancia porque España no es un país barato. Y es necesario un conocimiento, aunque sea mínimo, de la lengua. Conviene llevar té, que no siempre se encuentra.

Las dos peores cosas de España son el gobierno y las lavanderas. Pero podría ser un gran país si estuviera bien dirigido. Los españoles echan mano de la navaja a la mínima. Son personas cálidas, sobre todo en el trato con los niños. Las mujeres no son tan bellas como la fama dice: moño —en general, postizo—, mantilla y abanico son sus rasgos distintivos. Los hombres fuman incansablemente.

De Londres van a Bayona, Biarritz y San Sebastián. Y desde allí, en tren, a Burgos. Se instalan en la Fonda de la Rafaela, donde comen los primeros garbanzos y disfrutan de un brasero en cada habitación. En Madrid les sorprende la facilidad con la que puede verse a la reina Isabel II. Tiene sólo treinta y siete años, pero parece mucho mayor por su exceso de peso. Su aspecto mejora cuando está sentada. En esta situación adquiere un aire de dignidad. El consorte parece un hombre vulgar. El padre Claret da pie a rumores que no aumentan el respeto por la reina. El jefe del gobierno, el general Narváez, no gusta, pero inspira temor. Su rival, O'Donnell, acaba de morir en Biarritz.

En Madrid no hay mucho que ver. Lo mejor, el Museo del Prado. También, la Armería del Palacio Real y las caballerizas. Hace ya diez años que la reina no monta —por razones obvias— pero tiene más de cien caballos en las cuadras. Es también importante la colección de carrozas (146). Los médicos y dentistas no son buenos, hay que llevar cuidado con ellos. Los españoles conducen por la izquierda, como en Gran Bretaña. Visita en la ciudad los palacios de los duques de Alba y Osuna —embajador en Rusia en ese momento— y el marqués de Salamanca. Entre las iglesias destaca Nuestra Señora de Atocha. Esta Virgen hereda los vestidos de la reina, entre ellos el traje que llevaba el día que fue atacada por el cura Merino en 1852.

Casi no quedan conventos en activo tras la desamortización. Hay, en cambio, varios teatros buenos: el Real, el de la Zarzuela, el Variedades y el Novedades. Las funciones comienzan normalmente a las ocho y media de la tarde. Los entreactos son muy largos. Se aprovechan para hacer vida social y hablar con los amigos. El Jardín Botánico está semiabandonado.

Asiste a una corrida de toros y espera que poco a poco este espectáculo pierda popularidad. Visita El Escorial y Toledo y parte para Córdoba. Allí se aloja en el Hotel Suizo. Se queja del frío, que sólo se combate con los omnipresentes braseros. Sevilla les decepciona al principio. Se quedan cinco semanas en la Fonda de Londres, en la Plaza Nueva. Visitan algunas casas de la nobleza, entre ellas la del duque de Alba en la que residieron lord y lady Holland. Comenta que se están fundiendo unos leones para situarlos junto al palacio de las Cortes en Madrid y que son muy superiores a los que hay al pie de la columna de Nelson en Trafalgar Square, en Londres. Están siendo ejecutados por un artista español que cuida cada detalle8. Visita la fábrica de Pickman en la Cartuja y hace una excursión a las ruinas de Itálica. Realiza el recorrido habitual por Andalucía: Jerez de la Frontera, Cádiz, Gibraltar, Málaga y Granada. Pero desde esta última ciudad va a Murcia y recorre todo el litoral mediterráneo antes de salir de la Península.

En las posadas, la planta baja la ocupan las mulas con sus arrieros —que duermen en el suelo— y la cocina. En la planta superior hay habitaciones, que se pagan más caras. Las ventanas no tienen cristal, sólo unos portillos de madera. Las camas, aunque sobrias, son cómodas. Visita los palmerales de Elche y las ciudades de Alicante y Valencia. Entre las dos últimas el viaje en tren dura ocho horas, incluida una parada de tres cuartos en La Encina. Valencia está llena de iglesias y es el lugar en que se imprimió el primer libro en España. Sólo se queja del servicio de Correos. Los extranjeros recibían normalmente cartas dirigidas a las listas de correos en las ciudades por las que pasaban, pero el sistema estaba mal organizado.

Barcelona es como un París pequeño. Como ciudad, muy superior a Madrid. No parece española. Se hospedan en el Cuatro Naciones, que junto al Oriente es el mejor hotel. Abandonan España vía Perpiñán, Pau y Burdeos.

A Winter Tour in Spain pone de manifiesto las transformaciones y las circunstancias más importantes del país a lo largo de los treinta y cinco años de reinado de Isabel II: se puede viajar con relativa rapidez y seguridad, sobre todo gracias al desarrollo del ferrocarril y a pesar de sus horarios «absurdos»; el servicio de Correos funciona en todas las ciudades importantes y se ha puesto en circulación el primer sello postal; la mantilla—característica de la mujer española— está en retroceso frente al cosmopolita sombrero; los toros, un espectáculo cruel y sangriento, siguen siendo muy populares; el poder de la Iglesia declina tras la desamortización; el sistema político está en crisis, con un problema constitucional pendiente que no se resolverá hasta la Restauración.

  1. Wilson, M. (?), Spain and Barbary, Letters to a Younger Sister, during a Visit to Gibraltar, Cadiz, Seville, Tangier, & C. & C., Londres, John Hatchard and son, 1837.
  2. Tenison, L. M. A. A., Castile and Andalucía, Londres, Richard Bentley, 1853.
  3. Talbotype o calotype era el nombre del procedimiento creado por William Henry Fox Talbot en 1839 y patentado en 1841. Se basaba en la obtención de copias a partir de un negativo de nitrato de plata. William Sterling publicó en 1847 Annals of the Artists of Spain con ilustraciones (calotipos) de los maestros de la pintura española.
  4. George Ticknor (1791-1871), hispanista norteamericano, catedrático en Harvard y autor de una Historia de la literatura española.
  5. Eyre, M., Over the Pyrenees into Spain, Londres, Richard Bentley, 1865.
  6. Murray, J. E., A Summer in the Pyrenees, Londres, John Mcrone, 1837.
  7. Pemberton, H., A Winter Tour in Spain, Londres, Tinsley Brothers, 1868.
  8. Se trata del escultor aragonés Ponciano Ponzano.