XVII. Las recreaciones del pasado español

Por Mariano Esteban de Vega. Universidad de Salamanca.

El reinado de Isabel II fue un momento especialmente favorable para el cultivo de la historia. Al igual que sucedió en los otros países de la Europa occidental, la incorporación del romanticismo a nuestra cultura, junto con el triunfo de la revolución liberal y la consolidación del nuevo Estado nacional, propiciaron un notable incremento de la preocupación por el pasado. En plena eclosión del romanticismo, los años cuarenta fueron quizá, como ha señalado Javier Fernández Sebastián, los de mayor producción historiográfica de todo el siglo XIX. Pero el florecimiento de la historia no fue la única manifestación de esta intensa pasión por el pasado: la literatura y las artes plásticas —piénsese, por ejemplo, en la boga de la «novela histórica» o de la «pintura de historia»—también reflejaron directamente esta estrecha imbricación entre cultura y pasado1.

Por otra parte, lo que entonces se produjo no fue, exclusivamente, una mayor atención a la historia. Los tiempos de Isabel II asistieron también a una reconstrucción de ese pasado, a una reelaboración del mismo a partir de nuevas bases, necesariamente adaptadas al nuevo contexto cultural y político. Al peso de estos condicionantes fundamentales, en la encrucijada del romanticismo, el liberalismo y el nacionalismo, está dedicada la primera sección de este trabajo, que abordará después, más extensamente, el análisis de los principales contenidos —nada unívocos, como veremos— de esta recreación cultural del pasado español.

Romanticismo, liberalismo, nacionalismo

Como se ha señalado en muchas ocasiones, una de las peculiaridades más notorias de la cultura y la mentalidad romántica fue el historicismo, es decir, el afán de analizar y comprender cualquier hecho o circunstancia en su dimensión histórica. En este sentido, el romanticismo situó el conocimiento histórico en una nueva perspectiva. Durante esta época no sólo se produjo una notable proliferación de las obras de historia y una diversificación —y secularización— de la tipología de los historiadores. También se configuró un nuevo paradigma historiográfico, de carácter ecléctico, que combinaba la concepción erudita de la historia con un discurso narrativo y literario. Y sobre todo, el romanticismo consolidó una visión de la historia ya explorada por la historiografía ilustrada del siglo anterior según la cual el pasado no debía verse como algo estático sino dinámico, pues pasado y presente formaban un proceso sin rupturas2.

Sobre la base de esta nueva mentalidad, el liberalismo y el nacionalismo afectaron de manera muy profunda a la visión y al conocimiento del pasado. Desde finales del siglo XVIII, con la crisis del Antiguo Régimen y las revoluciones liberales, dejaron de ser operativos los mecanismos que habían unido tradicionalmente a los súbditos de una monarquía con ésta. Ya no resultaba posible apelar a la fidelidad, a la obediencia semisagrada a la figura del rey, sino que era preciso buscar nuevos instrumentos de cohesión, y la idea de nación fue el recurso al que se acogieron tanto los nuevos movimientos nacionalistas que aspiraban a crear Estados-nación desmantelando imperios más amplios o reuniendo pequeños Estados en uno más grande, como los viejos Estados europeos necesitados de una nueva legitimidad. La cultura romántica del momento hizo además que se juzgase necesaria la búsqueda de los orígenes históricos de las naciones, considerando que la recreación del pasado ayudaría a la construcción del presente. La nación se convirtió así en el sujeto central de la historiografía y no es extraño que uno de los géneros historiográficos entonces más en boga fuera la «Historia general». En palabras de José María Jover, las «Historias generales» se concebían entonces como relatos que tenían a una determinada nación por protagonista, que realizaban una historia de ésta a largo plazo, desde los orígenes hasta la frontera de lo contemporáneo, que incorporaban tanto los sucesos como su historia interna, y que subrayaban la pervivencia a lo largo de los tiempos de un mismo volkgeist, de un carácter popular propio e irrepetible3.

La historiografía española de la época de Isabel II se desarrolla dentro de este marco general, de desarrollo del romanticismo, de consolidación del liberalismo y de auge del nacionalismo. Por una parte, tras la primera guerra carlista tiene lugar la consolidación de la revolución liberal española, y se configura un nuevo modelo de Estado nacional tendencialmente unitario y centralizado. Por otro lado, desde finales de los años treinta empiezan a ejercer su influencia en España las obras más representativas de la renovación historiográfica europea, sobre todo las francesas y especialmente las de François Guizot. La «generación romántica» de historiadores españoles tendrá entre sus representantes más destacados a Antonio Gil y Zárate, Pedro José Pidal, Eugenio de Tapia, Fermín Gonzalo Morón, Juan Cortada, Antonio Alcalá Galiano, Amador de los Ríos, Eduardo Chao, Fernando Patxot y Ferrer, Antonio Cavanilles, Tomás Muñoz y Romero y, sobre todo, a Modesto Lafuente y Zamalloa. Siguiendo a Antonio Morales, podemos acceder a una caracterización de esta etapa de la historiografía española a partir de algunos rasgos fundamentales. El primero sería una creciente cientifización, materializada en el recurso a las fuentes, en la preocupación por el hecho documentalmente probado, pero que coexiste con una fuerte dimensión literaria, coherente con los objetivos divulgadores que los historiadores se proponen. En segundo lugar, la historia asiste entonces a un progresivo proceso de institucionalización, en el que hay que destacar tres jalones: la reorganización —a través de las reformas de sus Estatutos de 1847 y 1848— de la Real Academia de la Historia, que revitaliza la institución y la prepara para su posterior conversión en centro normativo de la producción historiográfica española, la fundación de la Escuela Superior de Diplomática en 1856 y del Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios en 1858, fundamentales en el proceso de profesionalización de la disciplina; y en tercer lugar, el establecimiento —tras la Ley Moyano de 1857— de la obligatoriedad del estudio de la historia en los distintos niveles educativos y la concesión de rango universitario a la misma con la creación de las cátedras de «Historia Universal» y de «Historia Crítica de España». La época romántica propiciaría además una cierta renovación de la tipología del historiador, pues aunque el autor de libros de historia siguió siendo, en general, un aficionado —ya pocas veces un clérigo y muchas más periodista y político—, al final de ese período aparece el profesional de la historia, es decir, el profesor, el catedrático y el archivero. La historiografía romántica española se definiría, finalmente, por su estrecho parentesco con el presente, por su capacidad para romper la dicotomía radical entre «un presente que se historifica y un pasado que permanece vivo»4.

Una vertiente fundamental de este presentismo de nuestra historiografía fue, sin duda, su carácter nacionalista. La historia se escribe en esos años desde la consideración de España como una nación, cuya existencia es proyectada hacia el pasado enfatizando el carácter inmemorial de la realidad nacional española5. Esto es lo que explica el notable desarrollo que las «Historias generales» alcanzaron en la España de Isabel II. Desde los años cuarenta y hasta el comienzo de la Restauración se publicaron muchas, aunque algunas quedaron incompletas: Eugenio de Tapia en 1840, Juan Cortada y Sala entre 1841 y 1842, Fermín Gonzalo Morón entre 1841 y 1846, Fernando Patxot y Ferrer (bajo el seudónimo de Manuel Ortiz de la Vega) entre 1857 y 1859, Antonio Cavanilles entre 1860 y 1863, Dionisio Aldama y Manuel García González entre 1860 y 1866, Víctor Gebhardt y Coll entre 1861 y 1864, Antonio del Villar entre 1862 y 1864, o ya en el Sexenio, Eduardo Zamora y Caballero entre 1873 y 1875. De todas las Historias generales de España de esa época, hubo una que sobresalió muy notablemente de las restantes por su relevancia historiográfica y social. Se trata de la Historia general de España desde los tiempos primitivos basta nuestros días de Modesto Lafuente, publicada en treinta tomos entre 1850 y 1867. Esta Historia general se convirtió enseguida en una obra de valor referencial absolutamente predominante, comparable al que había venido disfrutando desde el siglo XVII la Historia de España del padre Mariana. De hecho, aparte de esa primera edición, la obra conoció al menos otras tres ediciones antes de la Restauración, y a partir de 1877 y hasta la guerra civil bastantes más, con continuaciones de distintos autores para la época posterior al reinado de Fernando VII. Lafuente mismo era el prototipo de historiador romántico. No se trataba de un erudito o de un hombre de ciencia: fue primero sacerdote, profesor en el seminario de Astorga, y después periodista y escritor muy popular, «Fray Gerundio», autor de artículos costumbristas y de sátira política; y también se dedicó a la política —perteneció al partido progresista y luego a la Unión Liberal, y fue diputado por León y Astorga—6. Estas condiciones fueron las que le permitieron llevar a la práctica el modelo típico de historia romántica, que aunaba un cierto bagaje documental —Lafuente se sirvió de los manuscritos de la Biblioteca Nacional y la Academia de la Historia y trabajó en los archivos generales de la Corona de Aragón y de Simancas— con una notable facundia narrativa, desde una perspectiva fundamentalmente divulgadora.

Un nuevo presente, un nuevo pasado

Tomando como principal referencia la muy influyente obra de Modesto Lafuente, sería posible identificar un modelo de interpretación del pasado español, presente sobre todo en las «Historias generales de España», que podríamos denominar oficial, tanto porque fue ampliamente mayoritario en la historiografía de la época como porque, desde ella, se transmitió a los textos escolares y a otros instrumentos de divulgación cultural7. En el contexto que hemos señalado, esta interpretación estuvo estrechamente vinculada a las pautas del proceso general de construcción de! Estado liberal y nacional que se estaba entonces verificando, al que proporcionó la fundamentación histórica necesaria en una época en que se creía que una dilatada trayectoria temporal era condición indispensable para la existencia de una nación.

El punto de partida de este modelo interpretativo era, desde luego, la utilización del concepto de nación —entendido en clave organicista, es decir, como una colectividad dotada de un volksgeist peculiar— como principio organizador de la historia de España. Para los historiadores del reinado de Isabel II, no había duda de que los españoles presentaban unos rasgos espirituales propios, permanentes e irrepetibles: el valor, el instinto conservador y el apego al pasado, la confianza en Dios y el amor a la religión, la constancia y el sufrimiento en los infortunios, la bravura (pero también la indisciplina, la repugnancia a la unidad y la tendencia al aislamiento), la sobriedad y templanza (pero también el desapego al trabajo), etc. Desde una perspectiva liberal, la historia de España no podía reducirse ya a una mera sucesión de reyes y reinados, sino que tenía que dar cabida al pueblo, conforme al papel que le correspondía de depositario de soberanía —aunque sólo lo fuese parcialmente, en la tradición del moderantismo—. De este modo, el pueblo español pasaba a ser el eje de la realidad nacional, considerándose que era en él, en su volksgeist, donde podía encontrarse una continuidad multisecular, más allá de la sucesión de ocupaciones, invasiones, luchas internas, reinados, dinastías, etc., que jalonaban las distintas etapas de la historia de España.

Por otra parte, la condición nacional de España estaría atestiguada por una evolución histórica que los historiadores que compartían esta interpretación observaban abocada al progresivo fortalecimiento de la unidad, hasta su culminación en el Estado liberal. De entrada, es frecuente en muchas «Historias generales» una especie de determinismo geográfico, de acuerdo con el cual la Península Ibérica estaría destinada a acoger una sola nación:

¿Quién no descubre —dice Lafuente— en la situación geográfica de España la particular misión que está llamada a cumplir...? Cuartel el más occidental de Europa, encerrado por la naturaleza entre los Pirineos y los mares [...], parece fabricado su territorio para encerrar en sí [...] una sola y común nacionalidad, que corresponde a los grandes límites que geográficamente le separan del resto de las otras grandes localidades europeas8.

La historia de España se hace arrancar ya con los primeros pobladores de la Península, venidos de Asia. Los iberos, luego los celtas, enseguida fundidos en celtíberos, serían los forjadores de los rasgos espirituales, esenciales e intemporales que singularizaban a la nacionalidad española, y que desde entonces se habrían manifestado históricamente en cuantos momentos hubo ocasión: de las escasas fuentes disponibles, los historiadores deducían que ya entonces los «españoles» mostraban valor y agilidad, rudo desprecio a la vida, sobriedad, amor a la independencia, odio al extranjero, repugnancia a la unidad, desdén por las alianzas, tendencia al aislamiento y al individualismo, y a no confiar sino en sus propias fuerzas, etc.

Este carácter ya arraigado se pondría de manifiesto durante la Antigüedad en la lucha de los primeros «españoles» contra los fenicios, contra los cartagineses, y más tarde contra los romanos, dando lugar a epopeyas como la resistencia de Sagunto ante Aníbal, las gestas de Viriato o la resistencia de Numancia y las luchas de astures y cántabros frente a los romanos. Pero también Roma, una vez consiguió doblegar esa tenaz resistencia, habría proporcionado a España por primera vez la unidad política, aunque todavía no independiente, y una civilización avanzada.

A continuación, la monarquía visigoda se considera una etapa decisiva en la consolidación de la nación. Con los visigodos, España no se hace bárbara, sino que al contrario, son los bárbaros los que se civilizan en ella, cediendo al ascendiente de la civilización romano-hispana. Durante esta etapa se logra la soberanía territorial, al producirse el tránsito de provincia romana a monarquía independiente; con el Fuero Juzgo se dota de unidad jurídica; y con Recaredo se alcanza la unidad religiosa. «El trono que ocupa Isabel II —señala Juan Cortada con meridiana claridad— es el mismo que levantó Ataúlfo y cuyo pedestal salvó Pelayo. Desde Ataúlfo, pues, hay verdadera historia de España independiente»9.

Tras el desastre de Guadalete, la nacionalidad perdida resurgiría en quienes se esforzaron por conservar las huellas de la sociedad visigoda, combatiendo a los musulmanes. La Reconquista emerge así como la gran gesta de recuperación nacional, compartida por todos los «españoles» como proyecto común, pese a que la pervivencia del espíritu de división —íntimamente vinculado al genio de la nación— demorase durante demasiado tiempo su culminación. Desde este punto de vista, se concede una gran importancia al impulso primero de don Pelayo, personaje providencial que encabezó en Covadonga la lucha a favor de la restauración de la monarquía gótica, y tras él al papel decisivo que en este sentido desempeñaron el reino astur-leonés y después Castilla. Pero tampoco se olvida generalmente la participación de los otros reinos en la lucha contra el islam:

En todos los extremos de la Península —señala Lafuente— resonaba un mismo grito de independencia: en cada territorio se organizaba un pequeño estado que servía de antemural al torrente de la dominación. Los reyes de León sostienen como buenos el honor de las armas cristianas. En Castilla se constituye un condado, que después ha de ser reino, destinado a soportar el peso de la contienda. Las fronteras de Castilla y León, mil veces ganadas y perdidas por árabes y españoles, sirven por cerca de dos siglos de baluarte a la cristiandad. En Navarra, los Garcías y los Sanchos dilatan prodigiosamente los límites de aquel pequeño reino, de origen oscuro y cuestionado. En los Pirineos Orientales, sobre el cimiento de la Marca gótica, fundada por Carlomagno y Luis el Pío, se erige el condado de Barcelona, que franco primero, español después y cristiano siempre, ocupado sucesivamente por los Wifredos, los Bórreles, los Berengueres y los Ramones, forma otro dique en que va a romperse el oleaje de las algaradas muslímicas; dique que se ensancha hasta incorporarse con Aragón, cuyo estado ven nacer los Ommiadas antes de la disolución de su imperio10.

Frente al carácter de gran epopeya que se concede a la Reconquista, los árabes son desplazados fuera de la tradición nacional, por razones religiosas en primer lugar, pero también porque su llegada a la Península supondría un retroceso en la larga marcha hacia la nacionalidad española, rompiendo la unidad territorial, religiosa y legal conquistada con los visigodos: «Árabes y moros se derraman por todas las comarcas de la Península y la inundan como un río sin cauce. La nación ha desaparecido»".

De esta época medieval procedería además otro elemento esencial de la nacionalidad española: su tradición de libertades, que lleva a muchos historiadores a convertir la Edad Media en una especie de «edad de oro» en la que los «españoles», a la vez que luchaban una vez más por afirmar su identidad contra una invasión extranjera, establecían un modo de convivencia marcado por la participación popular, la tolerancia, la diversidad regional y local (expresada en los fueros) y la limitación al poder real simbolizada por el juramento ante las Cortes aragonesas.

Conquistaba el pueblo cristiano preciosas libertades políticas, y ganaba inapreciables derechos civiles. Gloria eterna será de España el haber precedido a las grandes naciones de Europa en la posesión de esos pequeños códigos populares, que dieron origen a las corporaciones comunales, a los vecinos, artesanos y cultivadores, un influjo y un poder que no habían tenido en la antigua sociedad germánica, ni la tenían aún en los Estados europeos de ella nacidos. Aparecen pues los Fueros de León y de Castilla, los Usages [sic] de Cataluña, y las cartas municipales12.

Con los Reyes Católicos llegaría por fin la unidad, fruto de un esfuerzo de ocho siglos de reconstrucción nacional:

Aunque todavía sean Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el que les suceda no será ya rey de Aragón ni rey de Castilla, sino rey de España: palabra apetecida, que no habíamos podido pronunciar en tantos centenares de años como hemos históricamente recorrido. Comienza la unidad13.

De los dos Reyes la mayoría de los historiadores generales destacan el papel de la reina de Castilla, personaje providencial, artífice de las reformas, alma del descubrimiento de América, musa de los ejércitos victoriosos en Granada, etc. Fernando es un magnífico capitán y un notable diplomático, un gran príncipe, aunque sin dejar de serlo lo parece menos al lado de Isabel I de Castilla, a quien muchos historiadores sitúan de forma expresa como antecedente de Isabel II de España, en su voluntad de mostrar el presente como una especie de «plenitud de los tiempos». En el retrato que los historiadores realizan del reinado de los Reyes Católicos prácticamente no aparece ninguna sombra: «Todo renace bajo el influjo tutelar de los reyes Católicos: letras, artes, comercio, leyes, virtud, religiosidad, gobierno. Es el Siglo de Oro de España»14.

En cambio, la valoración que ofrecen del período de los Austrias es muy negativa. Los historiadores observan a los Habsburgo como una dinastía extranjera, que habría quebrado el curso de la historia española para sumirla en la decadencia, apartándola de su auténtica grandeza, que consistía en la búsqueda de la prosperidad interior y en las libertades labradas durante la Edad Media. Además de imponer la intolerancia inquisitorial, los Austrias serían responsables de desplazar a las Cortes a un papel casi inexistente y de aniquilar las libertades castellanas en Villalar, las aragonesas tras el caso de Antonio Pérez y Lanuza y las catalanas en los tiempos del conde-duque.

¿Qué podían valer los débiles acentos del patriotismo —se preguntaba Eugenio de Tapia—contra un poder terrible, apoyado en la fuerza militar y en la autoridad teocrática de la Inquisición? La sociedad española se había transformado enteramente. No era ya un cuerpo vigoroso y lozano que, saliendo de la anarquía de la Edad Media y renunciando a unas instituciones mal enlazadas de contrapuestos intereses locales, se regulariza para someterse a un poder central, sin perder los derechos de una libertad pacífica y bien entendida: ésta era la grande obra de Isabel. Sus despóticos sucesores ahogaron aquella libertad, y el pueblo oprimido, pobre y desalentado, fue poco a poco avezándose al yugo de una ignominiosa servidumbre15.

Por otra parte, los Habsburgo habían embarcado a la nación en estériles guerras exteriores, guiadas por intereses dinásticos, arruinándola y despoblándola con exigencias desmesuradas de impuestos y soldados. De ahí su clara toma de partido en favor de los comuneros contra Carlos V, y en defensa de las libertades aragonesas, con Lanuza, frente al despotismo de Felipe II. Incluso, pese a que considerasen una desgracia la independencia de Portugal, muchos historiadores la justificaron por la política de Felipe IV y Olivares, que habría estado a punto de causar también la catástrofe de la independencia de Cataluña:

¿A qué sino a la soberbia y la torpeza del ministro castellano —se pregunta Modesto Lafuente— se debió que estallara la rebelión de Cataluña? ¿A qué sino a su torpeza y su soberbia se debió la duración de una guerra que pudo haberse sofocado en su origen? Antiguo y no infundado era el odio de los catalanes al conde-duque; recientes y fundadas eran sus quejas por los malos tratamientos que habían recibido de las tropas reales y del gobierno de Madrid. El mismo que había sido siempre era ahora el pueblo catalán. El de Olivares debía conocerle y no le conoció. Ahora como a fines del siglo XIII la decisión y el arrojo de los catalanes lanzó a los ejércitos franceses del Rosellón... ¿Merecían por recompensa la carga de los alojamientos, la violación de sus fueros y usajes, los ultrajes e insultos de los soldados castellanos, los menosprecios del marqués de los Balbases, las irritantes respuestas del conde-duque y los rudos ordenamientos de Felipe de Castilla? ¿Se había olvidado lo que había sido siempre el pueblo catalán en los arranques de su indignación y despecho?... ¿No era de temer que se entregara en esta ocasión a Luis XIII de Francia?16.

Tras la guerra de Sucesión, y tras tocar fondo de nuevo, la nación volvería a recuperarse en el siglo XVIII. Los Borbones, especialmente Fernando VI y sobre todo Carlos III —a quien debía agradecerse «el más ilustrado y más próspero reinado» desde los Reyes Católicos—, son observados como promotores de la regeneración interior de España y alabados por haber conseguido enderezar la errática política imperial de los Austrias. Aunque hubiese sido deseable que además restauraran las viejas libertades, muchos historiadores de la época —con Lafuente a la cabeza— consideraban beneficiosa la unión de instituciones y reinos que habían propiciado, y que anunciaba la labor que llevarían a cabo después los liberales.

Si la unidad política, civil y administrativa es una condición de los grupos sociales que llamamos naciones y condición más necesaria en las monarquías, este elemento de los pueblos monárquicos recibió casi un total complemento en España al advenimiento de la dinastía borbónica. La unidad política era indispensable, y había de venir necesariamente. El destino de España era ser la monarquía española, no la agregación de los reinos de Castilla, de Aragón y de Navarra. La unidad bajo un cetro se había realizado; hacíase esperar la unidad bajo la ley política 17.

Disipada la herencia de Carlos III durante el reinado de su hijo, como consecuencia tanto de las dificultades exteriores como de la degradación moral de la corte, la guerra de la Independencia contra Napoleón supondría la redención de la nacionalidad española. La guerra es vista como una auténtica epopeya, símbolo de la unidad y de la capacidad de defensa de la nación española frente a los poderes continentales y manifestación culminante del genio nacional. El dos de mayo de 1808 en Madrid y la resistencia de Zaragoza y Gerona serían sus grandes hitos. Pero además, la explosión popular antinapoleónica sería relevante por haber dado paso, con las Cortes de Cádiz, al liberalismo y el régimen constitucional, introduciendo así un giro decisivo en la historia de España.

El reinado de Fernando VII sería para estos historiadores un doloroso paréntesis en este proceso, mientras que la época liberal en la que vivían supondría, al fin, una especie de fin de trayecto, culminación de todas las tendencias unificadoras que habrían gravitado sobre España en su historia y síntesis perfecta que asociaba unidad e independencia nacional con libertad.

Que parece haberse propuesto la Providencia —señalaba, una vez más, Lafuente— mostrar al mundo cuánto puede cambiar en una sola generación, en un solo grado de sucesión, el carácter natural de un individuo y la condición social de un pueblo. Quiso que a un príncipe vulgar y mezquino en sus ideas [...] sucediera en el trono una princesa magnánima y generosa [...] una reina protectora de la expansión del pensamiento y de la libertad razonable en la emisión de las ideas, madre cariñosa de sus súbditos, y cuidadosa de ensalzar y de agrupar en derredor de su trono a los más ilustres y esclarecidos ciudadanos [...] y que resucitara una libertad dirigida y moderada por leyes sabias y justas; renaciera la ilustración y brillaran las luces, disipando las negras nubes que las impedían mostrarse y resplandecer; se abrieran las obstruidas fuentes de la prosperidad pública; se gozara de seguridad y sosiego [...] sacudiera la nación su letargo, y fuera recobrando aquella grande, aquella importancia y aquella consideración que en otro tiempo había tenido entre las grandes y más cultas naciones del mundo 18.

Una Historia en disputa

El modelo de organización del pasado nacional que acabamos de analizar gozó de un cierto estatuto canónico y, sin duda, fue el más influyente dentro de la cultura oficial de la época. «Gran referente de la historiografía del XIX», «supremo oráculo del pasado nacional», «biblia de las clases medias españolas», según ha sido considerada muchas veces, no cabe duda de que particularmente la Historia general de España de Modesto Lafuente constituye uno de los jalones fundamentales en la construcción historiográfica del pasado español. Sin embargo, en el panorama cultural y político de la España isabelina las interpretaciones existentes sobre el pasado español fueron muy diversas, y muchas de ellas diferían en aspectos muy significativos de ésta. No todas, para empezar, partían del tronco liberal, y desde el pensamiento católico, que durante décadas se había mostrado renuente a servirse del concepto de «nación» por su raíz revolucionaria, a mediados de siglo se había emprendido ya una reelaboración de la historia española, antiliberal, tradicionalista, muchas veces foralista, basada en la identificación esencial de la nación española y el catolicismo: la Historia general de España del periodista y publicista catalán, ligado al carlismo, Víctor Gebhardtes quizá la muestra más representativa19. Por su parte, la visión del pasado que sustentaba la actuación política del liberalismo radical reivindicaba la restauración del espíritu nacional de las primeras civilizaciones ibéricas y la tradición de libertades forjada durante la Edad Media, antes de los Reyes Católicos, como principales referentes históricos a los que debía acogerse la España liberal: sería el caso, dentro también de las Historias generales de España, de la que escribió el menorquín Fernando Patxot y Ferrer, favorable a un federalismo iberista. Además, atravesando las diversas actitudes políticas e ideológicas, las ideas dominantes en muchas zonas del país respecto de la evolución histórica nacional, y sobre la importancia de las aportaciones de cada una de ellas al conjunto de la historia general, tampoco resultaban coincidentes con la interpretación que hemos analizado más arriba.

Este último aspecto, decisivo en la incapacidad mostrada por el Estado liberal español de establecer y difundir un único modelo de historia nacional, merece ser analizado con cierto detenimiento. Junto al florecimiento de la «Historia general de España», la era isabelina asistió a un extraordinario desarrollo de la historia regional y local, inserto como aquél en la oleada general de renovación de la conciencia histórica producto del historicismo romántico y del triunfo de la revolución liberal20. Escritores, políticos y eruditos de prácticamente todos los rincones se sintieron impulsados entonces a recuperar o construir un pasado propio, esmaltado de gloriosas contribuciones a España, sobre todo durante los siglos decisivos de la Reconquista, y allí donde fue posible, especialmente en las provincias vascas, en el antiguo reino de Navarra y en la Corona de Aragón, la atención se centró en la exaltación de su particular tradición política, de los viejos fueros, de su antigua «constitución». La evocación de un pasado tan espléndido llevó además a muchos de estos historiadores a considerar muy insuficiente la atención que las Historias generales de España prestaban a su territorio, y a atribuir ese menosprecio al «castellanismo» de las mismas21. La historia regional, como todas las iniciativas historiográficas de la época, es preciso recalcarlo, se encuadran dentro del complejo proceso de articulación del Estado-nación español, y en ningún caso se concibieron o sintieron al margen del mismo. Pero el recurrente lamento sobre el «castellanismo» en el que incurrirían los historiadores generales reviste más calado del que suele reconocerse, pues con frecuencia va asociado a una interpretación del pasado español según la cual, no sólo historiográfica sino también históricamente, España habría sido víctima de una secular usurpación por parte de Castilla, con grave quebranto para los otros elementos que componían la nación. En muchas ocasiones, además, esta visión del pasado estuvo acompañada de propuestas políticas en las que los valores e instituciones de la propia región, aniquilados en algún momento de los tiempos modernos por el despotismo centralizador y castellanista de la monarquía, se presentaban como el modelo que debía seguir el nuevo Estado de los españoles22.

El caso en que podemos constatar con mayor claridad este proceso es, sin duda, el de Cataluña. Con el liberalismo, la mitología histórica que durante el siglo XVIII había tratado de eludir los referentes conflictivos con la nueva dinastía y de legitimar la prosperidad y la creciente integración (tanto económica como política, lingüística y cultural) de la Cataluña borbónica, se ve desplazada por una mirada hacia atrás que toma como eje la glorificación de las viejas libertades. Como en el resto de España, los historiadores catalanes declaraban siempre, solemnemente, su adhesión a la idea política de España como patria común y situaban su pasado propio de libertades dentro de la tradición nacional española, lo que les llevaba a lamentar la escasa consideración que Cataluña recibía en las historias generales. Pero este no era propiamente el problema: lo que los historiadores catalanes rechazaban no era tanto un determinado enfoque historiográfico como las pautas seguidas por la trayectoria histórica española en los últimos cuatrocientos años, es decir, desde la existencia de unas instituciones políticas comunes. Según ellos, tras una etapa primitiva de formación de las nacionalidades ibéricas, y una edad de oro medieval de independencia y desarrollo nacional, la unión de los españoles en un mismo Estado habría abocado a Cataluña a una decadencia continua: con los Reyes Católicos primero, los Austrias después y finalmente con los Borbones, Castilla habría rentabilizado la unidad en su exclusivo provecho y forzado a los catalanes a reaccionar en defensa de su libertad. Desde este esquema, los historiadores catalanes reivindicaban una refundación de España alejada de la tradición política abierta por la unidad dinástica del siglo xv, despótica y desigual en la consideración de los antiguos reinos, y que, por el contrario, debía tomar como referente la antigua organización federativa catalano-aragonesa. Es cierto, como ha señalado Josep Maria Fradera, que el proceso que condujo de la Renaixenga al nacionalismo no tuvo un carácter gradual, sino que culminó en un cambio muy abrupto, pues sólo de ese modo puede calificarse la sustitución del referente nacional español por el catalán23. Pero muchos elementos fundamentales del imaginario histórico del nacionalismo catalán de finales del XIX —la consideración de la unificación dinástica de los Reyes Católicos como origen del futuro centralismo, la identificación del uniformismo castellano como responsable del debilitamiento de la nacionalidad catalana, la creencia en que la exclusión del comercio con América había sido decisiva en la decadencia económica de Cataluña, la rememoración de las luchas contra los Austrias y los Borbones como prueba del carácter antagónico de catalanes y castellanos, etc.— están ya presentes en la historiografía catalana del reinado de Isabel II, por más que en muchos casos —el de la Historia de Cataluña del progresista Víctor Balaguer resulta ejemplar— su propósito fuera contribuir a la plena integración de Cataluña en la España liberal24. Naturalmente, esto sucedió también con historiadores que ni siquiera compartían la vinculación política al proyecto liberal: el carlista Víctor Gebhardt, partidario de la vieja foralidad y contrario a la centralización liberal, encontraba en la pluralidad de reinos medievales españoles —reunidos por un mismo espíritu religioso en la Reconquista, y dotados de regímenes políticos en los que la nobleza, la Iglesia y las Cortes servían de contrapeso al poder real— el elemento esencial de la constitución política española; en cambio, la ruptura de ese equilibrio político en la Castilla bajomedieval habría puesto la semilla para que, tras la unificación, la expansión del poder real y la centralización acabaran imponiéndose en el resto de España25.

El debate que enfrentaba a los historiadores regionales, y en particular a los catalanes, con los historiadores generales castellanos alcanzó de lleno, como es fácil imaginar, a la obra referencial de Modesto Lafuente. Un panfleto titulado Cuchilladas a la capilla de fray Gerundio, publicado por Tomás Bertrán y Soler en 1858, mediada todavía la publicación de los treinta tomos de la Historia general de Lafuente, nos informa del tono muy encendido que la polémica alcanzó en ocasiones. Bertrán, un agitador liberal profesional, presente ya en las bullangas de Barcelona de los años treinta, y que en 1848 había impulsado una tentativa de levantamiento conjunto de progresistas, republicanos y carlistas contra el régimen moderado, acusaba a Lafuente de «pretender que todas las glorias de España se refunden en Castilla». Nuestro autor consideraba que la nación española se definía por una pluralidad radical («diferentes usos, diferentes intereses, distintos dialectos y diferentes fisonomías») y estimaba que dentro de ese conjunto los castellanos se distinguían por el «odio al trabajo», por formar una raza deturpada por la mezcla hebrea y árabe, que había abandonado la pureza de las lenguas de la vieja Celtiberia —cuyos únicos restos serían «el eskuar [sic] de los celtiberos y el lemosín o catalán de los iberos», el «verdadero idioma español»— para hablar un lenguaje «producto de la corrupción de la lengua árabe y la romana», por constituir, en fin, una región «avezada al despotismo de sus reyes» y liberticida en su relación con los otros pueblos ibéricos. Desde estos elementos, su visión del pasado español partía de la mitificación de la época primitiva, regida por un sistema democrático puro y federalista, de una reivindicación del papel que Cataluña —frente a la insistencia de Lafuente en Covadonga— habría tenido en los inicios de la Reconquista, de la exaltación del desarrollo económico, social, político y cultural catalán durante la Edad Media, y de la identificación del Compromiso de Caspe, que había llevado al trono aragonés a un príncipe extranjero, castellano, como el inicio de la decadencia y del despotismo desde entonces exportado por los castellanos, y consolidado después por los Reyes Católicos, los Austrias y Felipe V. En estas condiciones, según auguraba Bertrán, resultaba imposible que hubiese alguna vez simpatía entre pueblos tan distintos, y que sólo podrían convivir en una organización política federativa26.

Este tipo de argumentos se repitieron con frecuencia durante el reinado de Isabel II, en el Sexenio y en los primeros años de la Restauración27. Antes de que a finales de siglo el naciente nacionalismo imprimiese una mayor radicalidad al discurso historiográfico catalán, la idea según la cual los historiadores castellanos —entendida esta condición en sentido amplio— del reinado de Isabel II habían escrito una historia de España castellanista, desatenta cuando no despreciativa hacia Cataluña, había tomado ya carta de naturaleza. Los ecos de la misma llegan hasta nuestros días. Por ejemplo, Borja de Riquer, autor de la interpretación más difundida sobre el proceso de nacionalización en la España del siglo XIX, considera todavía a Modesto Lafuente el referente historiográfico de la versión oficial y hegemónica del liberalismo español, la que —según él— sostenía la idea de una España única, que identificaba Castilla con España y excluía toda diversidad política, jurídica y cultural; esta cerrazón haría, además, «lógico» el abandono por parte de los liberales catalanes del doble patriotismo que habían profesado durante la revolución liberal, en el que se combinaban la lealtad al proyecto político liberal y nacional español con una identidad cultural específica, y les habría forzado a modificar su referente nacional28.

Según hemos comprobado más arriba, resulta insostenible la idea según la cual la Historia general de España de Modesto Lafuente plantea una identificación esencialista de Castilla con España. Su obra, como otras muchas encuadrables dentro de la historiografía oficial de la época, debe observarse, ante todo, como una iniciativa inserta en el esfuerzo de las elites culturales de la España isabelina por legitimar el Estado de su tiempo, una vieja monarquía unida desde hacía casi cuatrocientos años, aunque con una trayectoria histórica no carente de convulsiones, que acababa de consumar la ruptura política con el Antiguo Régimen y organizarse en un régimen liberal. Tras la ruptura ideológica que había supuesto la revolución y el liberalismo, los viejos estados existentes en Europa trataron de dotarse de una legitimidad nacional y, en el contexto cultural del romanticismo, esa condición tuvieron que atestiguarla históricamente. Para el caso de España, cuya naturaleza nacional era entonces un hecho indiscutido, los historiadores —en una época en la que la historia se concebía de un modo esencialmente pragmático— trataron de establecer una larga identidad histórica que no arrancaba de Castilla, sino que partiendo de los primeros pobladores de la Península Ibérica, a los que observaban dotados ya de un espíritu nacional propio, y sorteando muchos siglos de fragmentación política, llegaba hasta el mismo presente. Donde se planteaba la discusión era en la valoración que debía ofrecerse de los casi cuatro siglos de convivencia de los españoles, a partir del siglo xv, en una entidad política común: una parte de las interpretaciones del pasado español se sustentaba en una visión muy negativa del papel histórico de Castilla en España y reivindicaba una refundación de la nacionalidad sobre bases anteriores a los Reyes Católicos; la otra en cambio no renegaba de las aportaciones a la identidad nacional procedentes de esos últimos cuatro siglos de historia y se proponía integrarlas, readaptadas, a las exigencias que planteaba la construcción del nuevo espacio político liberal, al que consideraban progresivamente abocado a la uniformidad administrativa y cultural.

La diversidad de las recreaciones del pasado español en tiempos de Isabel II, mucho mayor y más profunda de lo que suele reconocerse, emerge de este modo como uno de los elementos más característicos del período de organización del Estado liberal en España. Especialmente en Cataluña, la adhesión de muchos liberales a la idea de nación política española iba unida, un tanto paradójicamente, a presupuestos histórico-culturales que estimaban negativa la experiencia acumulada durante cuatrocientos años de historia común. La construcción del Estado liberal español no pudo basarse en un único modelo de historia nacional ni en una memoria histórica ampliamente compartida y ello condicionaría, por supuesto, su desarrollo posterior.

Notas

  1. Para el caso de la pintura, cfr. Reyero, C., La pintura de historia en España, Madrid, Cátedra, 1989, y VV. AA., La pintura de historia del siglo XIX en España, Madrid, Museo del Prado, 1992. La referencia a Fernández Sebastián procede de su trabajo «La recepción en España de la Histoire de la Civilisation de Guizot», en Aymes, J. R., y J. Fernández Sebastián (eds.), La imagen de Francia en España, 1808-1850, Bilbao, Universidad del País Vasco, 1997, pp. 127-149.
  2. Para el caso francés, tan influyente en la historiografía española de los tiempos de Isabel II, pueden verse las obras de Knibiehler, Y., Naissance des Sciences Humaines: Mignet et l'histoire philosophicfue au XlXe siecle, París, Flammarion, 1973; Walch, ]., Lesmaítres de l'histoire, 1815-1850, París-Ginebra, Champion-Slatkine, 1986; Crossley, C., French Historians and Romanticism: Thierry, Guizot, the Saint-Simonians, Quinet, Michelet, Londres, Routledge, 1993; y Leterrier, S.-A., Le XIX siecle historien: anthologie raisonnée, París, Belin, 1997.
  3. Jover Zamora, J. M., «Caracteres del nacionalismo español, 1854-1874», Zona Abierta (Madrid), 31 (1984), pp. 1-22.
  4. Cfr. Morales Moya, A., «Historia de la Historiografía española», en Artola, M. (dir.), Enciclopedia de Historia de España, vol. VII, Madrid, Alianza, 1993, pp. 583-684. Véase también la aportación documental de Moreno Alonso, M., Historiografía romántica española, Sevilla, Universidad, 1979.
  5. Cirujano, P., M. T. Elorriaga y J. S. Pérez Garzón, Historiografía y nacionalismo español (1834-1868), Madrid, CSIC, 1985.
  6. Ferrer del Río, A., «El señor don Modesto Lafuente. Su vida y sus escritos», en Historia general de España, por Modesto Lafuente, tomo XXX, Madrid, Imprenta del Banco Industrial y Mercantil, 1867, pp. I-CXIX; y Tobajas López, M., Vida y obra de don Modesto Lafuente. Tesis Doctoral, Madrid, Universidad Complutense, Facultad de Filosofía y Letras, 1974.
  7. En relación a los manuales de historia, puede verse Peiró, I., «La difusión del libro de texto: autores y manuales de historia en los institutos del siglo XIX», Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales (Madrid), 7 (1993), pp. 39-57, López Facal, R., «El nacionalismo español en los manuales de Historia», Educado i Historia (Barcelona), 2 (1995), pp. 119-128; y Boyd, C. P., Historia patria. Política, historia e identidad nacional en España: 1875-1975, Barcelona, Pomares-Corredor, 2000.
  8. Lafuente, M., Historia General de España desde los tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando VII por... Continuada desde dicha época hasta nuestros por don Juan Vadera con la colaboración de don Andre's Borrego y don Antonio Pirala, Barcelona, Montaner y Simón editores, 1889, t. I, «Discurso preliminar», p. IV. Las citas que reproducimos de Lafuente proceden de esta edición.
  9. Cortada,]., Historia de España desde los tiempos más remotos hasta 1839, Barcelona, Brusi, 1841, I, p. 66.
  10. Lafuente, M., op. cit., 1.1, «Discurso Preliminar», pp. XXIX-XXX.
  11. Ibidem, pp. XXVI.
  12. Ibidem, pp. XXXVII.
  13. Ibidem, pp. L-LXVI.
  14. Ibidem, p. LUI.
  15. Historia de la civilización española, desde la invasión de los árabes hasta la época presente, por don Eugenio de Tapia, individuo de la dirección general de estudios y de la Academia española, Madrid, Imp. de Yenes, 1840, III, pp. 129-131.
  16. Lafuente, M., op. cit., t. XII, pp. 289-290.
  17. Ibidem, t. XIV, p. 67.
  18. Ibidem, t. XVIII, p. 166.
  19. Gebhardt, V., Historia de España y de sus Indias desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Madrid, Librería Española, 1861. Cfr. Álvarez Junco, J., Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, pp. 417 y ss.
  20. Ortiz de la Vega, M. (seud.), Anales de España, desde sus orígenes hasta el tiempo presente, 6 vols., Madrid-Barcelona, 1857-1859. Cfr. Cirujano, P., M. T. Elorriaga y J. S. Pérez Garzón, op. cit., pp. 87 y ss. Sobre esta historiografía progresista, ver también Jover Zamora, J. M., op. cit.
  21. Morales Moya, A., «Historia de la historiografía...», op. cit., pp. 632-636, proporciona una abultada nómina de las obras más representativas de esta historiografía regional.
  22. Cfr., por ejemplo, para el caso aragonés, Forcadell, C., «El mito del Justicia en el imaginario del liberalismo español», en Anguera, P., Símbols i mites a l'Espanya Contemporania, Reus, Centre de Lectura, 2001, pp. 211-226; y para el valenciano, Archilés, F., y M. Martí, «Satisfaccions gens innocents. Una reconsideració de la Renaixenga valenciana», AJers (Catarroja), 38 (2001), pp. 157-178; y Segarra i Estarelles, J. R., «Imaginar la región y naturalizar la nación: la obra de Vicente Boix», Ciudadanía y Nación en el mundo hispano contemporáneo (Comunicaciones), Vitoria, Instituto Universitario Valentín de Foronda, 2001, pp. 139-162. La fortaleza de este historicismo regionalista tiene mucho que ver con el hecho apuntado por Justo Beramendi de la pervivencia e incluso del reforzamiento de las entidades étnicas subestatales durante la fase de consolidación del Estado liberal español; cfr. «Identidad nacional e identidad regional en España entre la guerra del francés y la guerra civil», en Morales Moya, A. (ed.), Los 98 Ibéricos y el mar. Actas del Congreso Internacional, Madrid, Sociedad Estatal Lisboa 98, 1998, III, pp. 187-215.
  23. La diversidad de estas propuestas constituye una manifestación de la fractura que opone centralización y descentralización políticas en el proceso de construcción de la identidad nacional española, una fractura que, de todos modos, «mantendrá unas correlaciones complejas tanto con la contraposición absolutismo-liberalismo como con la diversidad étnica e institucional preexistente, pues ni los impulsos centralizadores provienen exclusivamente de liberales del ámbito «castellano-español» ni los descentralizadores corresponden sólo a las que serán en el futuro «naciones»»; cfr. De la Granja, J. L., J. Beramendi y P. Anguera, La España de los nacionalismos y las autonomías, Madrid, Síntesis, 2001, pp. 17-18.
  24. Fradera, J. M., «La política liberal y el descubrimiento de una identidad distintiva de Cataluña, 1835-1865», Hispania (Madrid), LX/2, 205 (2000), pp. 673-207; e ídem, Cultura nacional en una sociedad dividida. Cataluña, 1838-1868, Madrid, Marcial Pons, 2003.
  25. Balaguer, V., Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, Barcelona, Salvador Mañero, 1860-1863. Cfr. Anguera, R, Els precedents del catalanisme. Catalanitat i anticentralisme, 1808-1868, Barcelona, Empúries, 2000.
  26. Gebhardty Coll, V., Historia general de España y de sus Indias: desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, 7 vols., Madrid, Librería Española, 1861-1864.
  27. Bertrán Soler, T., Cuchilladas a la capilla de fray Gerundio, Valencia, Imprenta de la Regeneración Tipográfica, 1858.
  28. En «Castilla y España en la Historia General de Modesto Lafuente», en M. Esteban de Vega y A. Morales Moya (eds.), Castilla y España en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons-Junta de Castilla y León (en prensa), puede hallarse un análisis más detallado del eco de la obra de Lafuente en autores como Mateo Bruguera o Francisco Ubach y Vinyeta, antes de llegar a la historiografía nacionalista.
  29. Cfr. Riquer, B. de, Identitats contemporánies: Catalunya i Espanya, Vic, Eumo, 2000. Significativamente, Borja de Riquer encabeza la introducción de la versión castellana de esta última obra con una frase de Víctor Balaguer de 1866: «Como si en España no hubiese más nación que Castilla» (Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal, Madrid, Marcial Pons, 2002, p. 13).