Renacimientos en el Estado liberal moderado
En Cataluña, Renaixenga literaria, historiografía catalanista y provincialismo político se entrelazan de un modo muy claro durante el reinado isabelino, como ocurrirá también en Galicia. La fuerza del sentimiento descentralizador se puso claramente de manifiesto en 1843, con motivo de la nueva oleada juntista que pondría fin a la regencia de Espartero. Jaime Balmes incluso consideró necesario combatir desde la prensa algunas actitudes independentistas. Pero lo que realmente predominaba en aquel movimiento no era el deseo de independencia, sino el de recuperar para Cataluña un amplio autogobierno dentro de una España unida pero federativa. Muy representativos de esta doble lealtad eran los planteamientos de la primera revista en catalán, Lo Verdader Català (1843).
La consolidación del poder moderado a partir de 1845 no trajo consigo la desaparición de estas aspiraciones. La propia guerra dels Matiners (1846-1849), o segunda guerra carlista, contribuyó a mantenerlas vivas, aunque los absolutistas catalanes todavía estaban a medio camino en su posterior asunción plena de un catalanismo tradicionalista. Pero la situación parecía abrir la posibilidad de unir a derechas e izquierdas en la defensa de la reivindicación catalana. Y algunos intentaron esa unión, de momento sin éxito. Como Tomás Bertrán con su propuesta de Diputación General de Cataluña y su llamamiento a la unidad de acción de carlistas y progresistas bajo la bandera de los fueros.
Pacificada la situación tras el final de esta guerra, continuaron hasta 1868 tanto la afirmación de la personalidad histórica y cultural de Cataluña (Juan Cortada, Cataluña y los catalanes, 1860) como los pronunciamientos en pro de una concepción y una organización diferentes de España. J. B. Guardiola fue probablemente uno de los primeros que se atrevió a decir, en 1851, que España no era una nación «sino un conjunto de naciones». Esa misma tesis de fondo, aunque formulada con menos radicalidad, estaba presente también en el conservador Mañé i Flaquer, que soñaba con generalizar el «oasis foral» vasco. En 1854, aprovechando la mayor libertad de prensa que trajo la Vicalvarada, el progresista Víctor Balaguer puso en marcha La Corona de Aragón, periódico al servicio de la descentralización. No obstante, las profundas diferencias ideológicas entre todos estos provincialistas impidieron la formación de un partido de esa orientación. Pero ésta tenía suficiente arraigo social para que en 1860 media docena de diputados catalanes encuadrados en la Unión Liberal presentaran en la Cortes un proyecto de moderada descentralización, probablemente redactado por Manuel Durán i Bas, que fue derrotado por 88 votos contra 44. Con todas las precauciones interpretativas que sea menester, estas cifras dan una idea de que la oposición al centralismo, aunque minoritaria, no era desde luego desdeñable ni en Cataluña ni en el conjunto de España.
En el ámbito del renacimiento cultural catalán, seguimos observando dos tendencias diferenciadas: una de base popular y más escorada a la izquierda, y otra más arcaizante, cuyo motor son intelectuales de clase media y mentalidad más conservadora El romanticismo influye más en la segunda, al igual que la filosofía del sentido común y la escuela histórica del derecho. En esta última es determinante el pensamiento jurídico catalán del momento, en el que destaca el conservador Manuel Durán i Bas (1823-1907), profesor de la Universidad de Barcelona desde 1850.
En el campo de la aproximación a la música popular tal división es muy clara. Los eruditos hacían una valoración ideológica positiva de esa música por considerar que constituía un ingrediente mayor y palpable del «esperit català». Pero de momento no pasaban de ahí. En cambio, el verdadero movimiento musical surgió de abajo y se desarrolló durante bastante tiempo al margen de la Renaixença elitista. Para ello fue fundamental la figura del obrero demócrata Josep Anselm Clavé, que fundó en 1845 el primer coro, «La Aurora», al que siguieron muchos otros en los años posteriores. Al principio, estos coros cantaban en castellano, pero desde 1854 empezaron a hacerlo en catalán, con lo que contribuyeron notablemente a afianzar la conciencia de la propia identidad entre las clases populares.
La misma diferenciación seguimos encontrando en la literatura en catalán. Por un lado, continuaron los romances y el teatro popular escrito en la lengua del pueblo, género en el que alcanzó especial celebridad el relojero Frederic Soler («Serafí Pitarra»), cuyas sátiras a costa del conservadurismo social, representadas al principio en veladas privadas, llegaron a tener un gran éxito de público desde 1864, año en que su pieza L'Esquella de la Torratxa se escenificó por primera vez en un teatro. Pero en los años sesenta emergió también un teatro «culto» en catalán que fue obteniendo una aceptación creciente. El éxito de ambos géneros alarmó al gobierno hasta el punto de que, como señala Fontana, el26 de enero de 1867 prohibió la representación de «obras dramáticas que estén exclusivamente escritas en cualquiera de los dialectos de las provincias de España», por cuanto «esta novedad», al «fomentar el espíritu autonómico», destruiría «el medio más eficaz para que se generalice el uso de la lengua nacional». Estaba claro que los responsables de la nacionalización española se mantenían alerta y percibían muy bien la peligrosa conexión entre renacimiento cultural y provincialismo político. La revolución de 1868, de orientación más democrática y tolerante, derogaría esta prohibición.
Por otro lado, el cultivo de la poesía culta, iniciada por los precursores de años precedentes y escrita en un catalán arcaizante, acabó sirviendo de elemento aglutinador alrededor del cual se organizó la tendencia catalanista que articulaba su discurso en clave orgánico-historicista y en la que predominaba el conservadurismo político. Fruto de esta agrupación fueron los primeros Juegos Florales (1859) de los tiempos modernos, en los que actuó de mantenedor Víctor Balaguer. El certamen siguió celebrándose anualmente sin interrupción hasta 1868. En su promoción colaboraron catedráticos de profesión y poetas de ocasión como Rubio i Ors y Milà i Fontanals con historiadores como Joan Cortada o Antoni de Bofarull, sobrino de Prosper de Bofarull y secretario de los primeros juegos. Este último personifica bastante bien esa unión de literatura, historia y provincialismo: primer recopilador de la nueva poesía (Los trobadors nous), autor del primer intento de novela histórico-romántica en catalán (L'orfeneta de Menargues) e historiador cuyo catalanismo conservador no sólo estaba implícito en los temas que elige (Hazañas y recuerdos de los catalanes, ediciones críticas de las crónicas de los grandes reyes) sino que se hacía explícito en numerosas ocasiones. Y así, en el prólogo a su edición de la crónica de Pere el Cerimoniós (1850) se lamentaba de que Cataluña hubiese dejado de ser «nación independiente». Y en el de la de Muntaner (1860) repetía la tesis de Guardiola sobre la plurinacionalidad de España. Y, como hará después Manuel Murguía en Galicia, innovó el método histórico combinando el rigor documental con un estilo literario-romántico que resultase atractivo para el lector común.
En este movimiento de afirmación de la nacionalidad catalana a partir del binomio historia-etnicidad el papel de mayor impacto social corresponde quizá al político Víctor Balaguer, poeta y novelista romántico además de «historiador». Su Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón, escrita para darla a conocer al pueblo (1860-1863), carente de todo rigor profesional, tuvo sin embargo la virtud de ser muy leída, por lo que probablemente difundió más que ninguna otra obra de la época la conciencia de patria catalana, en clave liberal-progresista y protofederalista. De aquí su idea de que España debía ser «un pueblo único, sí, pero confederado».
La Renaixença catalana tuvo unos ecos, más bien débiles, en Valencia y Baleares, como era de esperar por el parentesco lingüístico e histórico. El renacimiento poético valenciano (Teodor Llorente, Vicent Querol), que se inicia en los sesenta y acusa una gran influencia del provenzal Frederic Mistral, está lleno de ensueños medievalizantes y rechaza las connotaciones políticas del provincialismo catalán y muy especialmente la línea progresista de Víctor Balaguer. En Mallorca, los simpatizantes de la Renaixença se expresan a través de revistas como La Palma (1840-1841) o El Isleño (1856-1898), mediante la poesía (Tomàs Aguiló) o una historiografía (Joseph María Quadrado) inspirada en el catolicismo conservador de Balmes.
En el País Vasco, el factor fundamental seguía siendo la pervivencia de los fueros, cuya vigencia en ningún momento estuvo incorporada a la Constitución, sino que se basaba en disposiciones legales de menor rango y, en determinados aspectos, era simplemente una realidad de facto. Es decir, desde el punto de vista jurídico, el régimen foral, a pesar de su anómala longevidad y de que incluso se reforzó competencialmente en la época isabelina, como ha demostrado Coro Rubio, existía en precario, sostenido sólo por la voluntad de los partidos españoles mayoritarios de evitar la repetición de conflictos graves en esos territorios. Ello exigía, por parte vasca, una actitud permanente de defensa de esa peculiar forma de autogobierno que, por un lado, garantizaba el poder de los sectores tradicionalmente dominantes en la sociedad vasca y, por otro, ofrecía claras ventajas comparativas al conjunto de los vascos respecto del resto de los ciudadanos del Estado.
Y de esa defensa se encargó el fuerismo, un fenómeno ideológico y político análogo a los provincialismos catalán y gallego, pero muy diferente en multitud de aspectos. En primer lugar, porque se basaba en una descentralización real encarnada en instituciones de muy largas raices históricas y de resultados tangibles. En segundo lugar, porque estaba mucho más escorado a la derecha, de modo que, aun descontando el carlismo estricto (que también enarbolaba la bandera de los fueros), el resto era casi todo, en expresión de Jon Juaristi, «la expresión vascongada y navarra del moderantismo español». Y en tercer lugar, porque no se trataba de un movimiento minoritario o marginal, sino de algo que era asumido por la práctica totalidad de la sociedad vasca que, de hecho, acentuó en este período su conciencia de «ser diferente» al resto de los pueblos que formaban España, aunque eso no llevase en ningún momento a predicar o desear la separación. En realidad, predominaba un doble patriotismo que sólo aspiraba a mantener el statu quo.
Como toda opción política, este fuerismo necesitaba una apoyatura ideológica que lo justificase y para ello se autojustificaba remitiéndose a realidades culturales, populares y cultas, según las pautas propias de su tiempo y en continuidad más o menos clara con lo que se había iniciado en los años precedentes. La primera apoyatura era afirmar la existencia de un pueblo vasco de orígenes remotos mediante los argumentos al uso en la época: lengua, etnia y cultura popular específicas. Y con ese fin se usaban a veces términos que empezaban a estar de moda en Europa, como esa «nacionalidad» vasca a que aludía en 1864 el fuerista Egaña para justificar la «autonomía» de que gozaban las Vascongadas. La segunda apoyatura consistía en seguir insistiendo en que los fueros no fueron, ni en su origen ni en ningún momento, una concesión graciosa de los monarcas, sino el resultado de un pacto entre sujetos equiparables de soberanía que, por tanto, obligaba por igual a ambas partes. Y para demostrarlo estaba la historia más o menos inventada o novelada. Ambos tipos de recursos nos remiten a las dimensiones principales de las novedades culturales específicamente vascas del período, las mismas por cierto que en Cataluña y Galicia, aunque con la particularidad de que buena parte de esas novedades tiene por escenario el país vascofrancés o son promovidas por personas de ese origen, como ya había ocurrido con Chaho.
En el terreno literario se resucitaron los Juegos Florales en 1853, a iniciativa del suletino Antoine d'Abbadie. Con estos certámenes se intentaba dignificar la lengua autóctona. Y aunque esto dio lugar a la aparición de algún poeta de salón, como Jean-Baptiste Elissamburu, el verdadero protagonismo siguió monopolizado por la poesía popular de los bertsolaris, que incluso llegó a saltar del medio rural al urbano, como fue el caso del donostiarra Indalecio Bizcarrondo. Por su parte, los folcloristas, vascos y foráneos, se afanaban en la recopilación y estudio de la literatura oral (poesías, canciones, refranes, cuentos, leyendas) para ofrecer la materia prima de lo que algunos llaman, siguiendo a Hobsbawm, la invención de la tradición vasca. Destacaron en este campo las obras de Antonio Trueba (El libro de los cantares, 1851) y Venancio de Araquistáin (Tradiciones vasco-cántabras, 1866). La conexión más clara entre esta literatura y el fuerismo fue la poesía de José María Iparraguirre, y más concretamente su Gernikako Arbola (1853) que, transformado en himno, se convirtió en uno de los grandes emblemas del fuerismo primero y del nacionalismo después.
En Galicia, la desbandada provincialista de 1846 abrió una cesura generacional que, sin embargo, se cerró en poco tiempo. Desde los primeros años cincuenta, una hornada de jóvenes, que se formó como grupo en el Liceo de la Juventud de Santiago aunque luego se desperdigó por toda Galicia, ocupó el vacío de los huidos tras los fusilamientos de Carral. A esta segunda generación provincialista pertenecían todos los nombres importantes de la literatura, la historiografía y el periodismo galleguista del período isabelino: Rosalía de Castro, Manuel Murguía, Benito Vicetto, Eduardo Pondal, los hermanos De la Iglesia y otros. Pero estos nuevos provincialistas, al contrario que sus mayores, se abstuvieron de la acción política hasta 1868 (no así después) y limitaron sus actividades al terreno cultural, a la elaboración teórica y a la difusión de sus ideas mediante la promoción de una prensa que era galleguista para todo lo referente a su país y progresista o demócrata en lo relativo a las cuestiones políticas generales de España. Destacaron en este terreno cabeceras como La Oliva (Vigo, 1856-1857) de Manuel Murguía o El Clamor de Galicia (A Coruña, 1854-56) de Benito Vicetto.
El primer jalón del Rexurdimento literario llegó en 1853 con la publicación en Pontevedra del libro de Juan Manuel Pintos, A gaita gallega, el primero íntegramente en un gallego todavía muy trufado de castellanismos. Su carácter provincialista está explícito en las quejas por los agravios que sufre Galicia y en el consiguiente deseo de dignificarla mediante el renacimiento de su idioma que se expresan en el prólogo. El 2 de julio de 1861 llegó el segundo jalón con los primeros Juegos Florales de la Galicia contemporánea, que se celebraron en A Coruña a imitación de los de Barcelona de 1859. Sin embargo, había una diferencia importante: el idioma oficial del certamen coruñés era el castellano, lengua en la que también estaban escritas la mayoría de las composiciones presentadas. Unicamente se premió una poesía en gallego, A Galicia, de Francisco Añón, y sólo con un áccesit. La memoria que leyó el secretario de los juegos, Antonio de la Iglesia, en la que se ensalzaba el uso del gallego, estaba también en castellano. Pontevedra repitió la experiencia floral con sus juegos del 10 de agosto del mismo año, que tuvieron un carácter provincialista aún más acusado. A partir de aquí se organizaron festejos de este tipo en las ciudades gallegas durante todo lo que restaba de siglo XIX y los primeros lustros del XX. Pero habrá que aguardar hasta los organizados por los regionalistas en Tui en 1891 para encontrar unos exclusivamente en gallego.
En 1862, el propio Antonio de la Iglesia editó en A Coruña, por encargo del mecenas Pascual López Cortón, el Album de la Caridad, con todos los trabajos presentados a los juegos más un Mosaico poético de nuestros vates gallegos contemporáneos, antología bilingüe en la que figuraban ya cuarenta poetas en gallego, hecho que, en opinión de Ricardo Carballo Calero, constituía «el registro de un verdadero renacimiento poético». Un renacimiento que culminará su primera andadura con los Cantares gallegos de Rosalía de Castro en 1863, pero que no alcanzará su plenitud hasta la Restauración cuando, al resto de la producción rosaliana, como Follas novas (1880), se sumen las obras de las otras grandes figuras de la poética gallega decimonónica: Eduardo Pondal, Manuel Curros Enríquez y Valentín Lamas Carvajal.
El estudio de la lengua sólo da en estas décadas sus primeros pasos con el diccionario de Francisco Javier Rodríguez, que Antonio de la Iglesia publica por entregas en 1863 en Galicia. Revista Universal de este Reino, y las gramáticas de Francisco Mirás (1864), Antonio Saco y Arce (1868) y Juan Cuveiro (1868).
El interés etnográfico, y dentro de él la preocupación por la música popular, es otra dimensión significativa de este renacer. Pero los primeros frutos importantes en este campo no se darán hasta después del Sexenio, a pesar de que la atención a la cultura popular fue constante en eruditos e historiadores desde el principio. En efecto, cabe situar el nacimiento de la etnografía galleguista en 1883, con la fundación en A Coruña de la Sociedad del Folklore Gallego, anterior por tanto a la conocida agrupación sevillana de Antonio Machado Álvarez, por cierto nacido en Compostela y siempre en contacto con algunos significados provincialistas como José Pérez Ballesteros. Lo mismo ocurre con la música popular, cuyas primeras agrupaciones y certámenes serán posteriores a 1876. Desde luego, no hay en la Galicia isabelina nada parecido a los coros Clavé en Cataluña.
La segunda dimensión mayor del Rexurdimento es, sin duda, el desarrollo de una historiografía galleguista y de una literatura historizante muy ligada a ella. Aunque ambas se expresan en castellano contienen ya el embrión de lo que serán las ideologías regionalistas y nacionalistas posteriores. Desde el punto de vista metodológico, esa historiografía presenta una dualidad similar a la que vimos en Cataluña. La incompleta Historia de Galicia (Madrid, 1849) de Leopoldo Martínez Padín hace de puente entre las obras de José Verea y Antolín Faraldo y la maduración posterior, cuyas dos ramas podemos personificar en Benito Vicetto y Manuel Murguía. El primero es el arquetipo del historiador-novelista romántico, ignorante de las escuelas europeas y carente de base documental fiable. Sin embargo, como sucedía con Víctor Balaguer en Cataluña, tanto sus novelas históricas de los sesenta (Los reyes suevos de Galicia, Los hidalgos de Monforte) como su Historia de Galicia (Ferrol, 1865-1873, 7 vols.) alcanzaron una popularidad muy eficaz para empezar a crear en ciertos sectores sociales una conciencia de la identidad gallega. Mucha más importancia tuvo de cara al futuro la obra de Manuel Murguía, y en especial los dos primeros tomos de su Historia de Galicia (Lugo, 1865-1866), en los que se combina ya, al modo historicista, el afán de basar la escritura de la historia en hechos probados documentalmente con la voluntad de ponerla al servicio de unos objetivos nacionalizadores. De hecho, en el «Discurso preliminar» y las «Consideraciones generales» que preceden al primer tomo, Murguía sienta las bases conceptuales de las ideologías posteriores del regionalismo y el nacionalismo gallegos al formular in nuce lo que será el concepto canónico de Galicia-nación: la raza celta, del tronco ario y reforzada después por el aporte suevo, se asentó en el territorio galaico, conservó casi intacta su pureza hasta hoy y, en íntima comunión con una tierra de características únicas, generó un Volksgeist específico, base mayor de una identidad nacional irreductible a cualquier otra.
A modo de conclusión
Después de este breve repaso a los dos primeros tercios del siglo XIX cabe extraer algunas conclusiones. La primera es la íntima vinculación de posturas políticas descentralizadoras y movimientos de afirmación de las culturas y las historias particulares en aquellos territorios que presentaban condiciones objetivas favorables. Casi podríamos decir que los segundos son una variable dependiente de las primeras, a juzgar por la secuencia cronológica comparada entre ambos fenómenos en todos los casos. Esa vinculación continuará, acrecentada, en los períodos posteriores, en un proceso de retroalimentación recíproca que alcanzará su máxima intensidad en los nacionalismos subestatales del primer tercio del siglo XX.
La segunda conclusión es que, por encima de coincidencias muy generales, hay profundas diferencias entre unos casos y otros, como no podía ser menos dada la distancia existente en todos los parámetros que condicionaban nuestro objeto, desde las estructuras y dinámicas socioeconómicas a la existencia o ausencia de instituciones de autogobierno en el pasado y en el presente, pasando por las muy distintas valoraciones que cada sociedad hacía de las lenguas y culturas autóctonas. Estas diferencias también se acentuarán en el futuro y en un doble sentido. Habrá regiones en que estos fenómenos de la época isabelina acabarán desembocando entre 1900 y 1936 en un nacionalismo subestatal con capacidad para incidir significativamente en la dinámica política (País Vasco, Cataluña, Galicia) y otras en que no, a pesar de que, en principio, los estimulantes etnolingüísticos eran similares (Valencia, Baleares). Y en segundo lugar, dentro de los tres primeros casos, serán también muy notables las diferencias en todos los planos: ideologías presentes, proyecto nacional y relaciones con el Estado, apoyos sociales, ritmos de crecimiento electoral, modelos organizativos, etc.
La tercera conclusión es que el período isabelino no es, para nuestro objeto, ni un nacimiento ni una culminación, sino sólo un punto de inflexión en una trayectoria que se inicia antes y que madurará después, tanto en la dimensión política como en la lingüístico-cultural. En el primer aspecto, hay que esperar a la Restauración para que los balbuceos programáticos y la nulidad organizativa de los provincialismos den paso a unos regionalismos política y organizativamente autónomos. Y lo mismo sucede, aunque en menor medida, con los renacimientos culturales, pues tanto la Renaixença como el Rexurdimento no alcanzarán su madurez hasta después de 1875. Cabría decir, pues, que, en lo que se refiere a estos movimientos, el reinado de Isabel II fue tiempo de siembra y la Restauración tiempo de cosecha.
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