El recuerdo imposible

Yo vivo en Barcelona. Antes, cuando viajaba a Huesca, me paraba en el cementerio y ante su muro intentaba reconstruir lo que me explicaron de pequeño que había ocurrido en aquél escenario tan triste. Ahora reconozco que para mí aquella repetida visita había llegado a convertirse en un rito. Que no me quiten el recuerdo, por lo menos, pensaba para mis adentros. Pero ¿qué recuerdo?, no conocí ni a mi tía Conchita ni a mi tío Ramón, y si no fuera por las fotos que corrían por casa tampoco habría conocido su aspecto físico. En la memoria de los míos, sin embargo, permanecían tan vivos que acabaron también formando parte de mi mundo interior y eso es algo que agradeceré siempre. Finalmente, cuando mis pies se separaban de la hierba reseca del cementerio y me iba hacia la ciudad, la honda pena que se venía conmigo sólo era comparable a la rabia que la acompañaba.

¡Qué sensación de impotencia! Era entonces cuando me daba por imaginar que los podía ver e incluso que podíamos hablar paseando juntos algún día de verano por algún delicioso sendero arbolado del Saqués de antes del pantano. Yo sabía que este marco había sido testigo de grandes y aparatosas discusiones político-ideológicas entre mi tío Ramón y mi otro tío, tío Pepe, que acababan siempre, a pesar de su aparatos¡dad, en un abrazo. Y me gustaba, pues, verme allí, con mi tía Conchita y mi tío Ramón paseando los tres bajo los álamos. Me asombraba entonces en mis tíos la ausencia de rencor hacía sus asesinos, cosa que, pensaba yo, era natural para ellos, de vuelta de muchas cosas y ya por encima del bien y del mal. Pero me sublevaba, como me subleva hoy todavía, la sensación de hurto, de robo, de sustracción tremenda e ¡legítima de dos vidas. Como consecuencia, otra barbaridad seguía al crimen. El transcurso natural de la historia, aunque ésta fuera la historia pequeña, quedaba roto. La vileza de una acción de aquél momento dejaba por el camino a dos niñas huérfanas y en blanco un capítulo que todavía debía ser escrito, ¡qué bajeza!.

Ante lo sustraído tan brutalmente yo me sentía con el derecho de intentar vivirlo, aunque fuera con carácter retrospectivo, de ahí que me encontrara ahora, bajo los álamos, paseando y conversando con mi tía Conchita y mi tío Ramón por un sendero del Saqués de antes del pantano. Mi tía Conchita musitaba algo que parecía una queja, acerca de su, a veces, impronta apasionada. Era morena, bella, y el intenso brillo de sus ojos negros denotaba una personalidad singular; su figura era estilizada y elegante. Se preocupaba por las niñas, Katia y Sol, y se tranquilizaba a sí misma diciéndose que estaba segura de que habrían quedado en buenas manos. Mi tío Ramón seguía con atención el diálogo tía-sobrino y asentía sonriente. Cuando hablaba de su obra sorprendía que no se refiriera apenas a la ya realizada sino a la futura. Era un hombre lleno de proyectos y en la edad en que la madurez intelectual y creativa se hace evidente en su quehacer. ¿Cuántos años habría vivido? ¿Cómo habría evolucionado su polifacética obra artística? ¿Y su ideario político? ¿Cómo se habría adaptado a los cambios de los nuevos tiempos? Éstas y otras tantas preguntas se agolpaban en mí boca aún sabiendo de la imposibilidad de la respuesta. Mi tío Ramón sonreía únicamente y observaba con cariño.

Acín y Sender, dos territorios.

Me hubiera gustado hacer de este escrito un modesto paralelismo que cotejara la vida y el trabajo de mis dos tíos creadores, Ramón Acín y Ramón J. Sender, a la luz, es un decir, de la guerra civil. Cómo influyeron en ellos y en sus obras esos tres años terribles. Pero ya hemos visto que la muerte no tiene remedio conocido y a nosotros, los amantes de la cultura (y a los otros también), se nos sustrajo una herencia a la que teníamos todo el derecho del mundo, nos pertenecía y además, se necesitaba. A Ramón Acín lo asesinaron nada más comenzar la contienda, no le pudo influir pues, de ninguna manera, lo que vino después. Ramón J. Sender escapó a la muerte física pero no a un destierro que según en que momentos puede que fuera incluso peor. En cuanto a su obra posterior, en el exilio, mantengo el convencimiento íntimo y personal de que hubiera sido mejor si no hubiera existido el maldito destierro. ¿Y eso por qué?, pues porque si a un artista enamorado de su país como era él, fuente primera de su inspiración y cordón umbilical que alimentaba sus sentidos, se le arranca de su territorio, se le inflige un daño irremediable.

Una de las observaciones de mi tío que más me gusta recordar es aquella especie de aviso a navegantes en el que dice que él es de Aragón y a ello se atiene. Me temo que murió sin sospechar lo que esta cerrada convicción suya, esta especie de férrea reivindicación de una seña de identidad influyó en la vida de este sobrino suyo. Es como un grito ¿desesperado? al aire que yo quiero imaginar lanzado no lejos de algún desierto de la tierra americana que lo acogió, el de Mojave, a lo mejor, o el de Arizona, que le debían recordar, quizás, a sus Monegros. Ramón J. Sender, alejado del territorio al que pertenecía y amaba, recurrió a la memoria y a la tenacidad, rasgo éste característico de su pueblo, Aragón, y escribió un libro tras otro. Sobre esa literatura, que fue aumentando mientras existió su autor, ilustres expertos han llegado a decir que fue lo buena que fue gracias al exilio. Yo creo, dicho con todo el reconocimiento y respeto a los que han estudiado con tanto afán su obra, que ésta hubiera sido mejor con mi tío mantenido en su terreno. Todos habríamos salido ganando. Pero eso son ganas de hablar por no callar porque en España ocurrió lo que todos sabemos entre los años 1936 y 1939 y eso ya no tiene remedio.

En el desván de la casa de la Pobla hay una pared repleta de dibujos en la que aparecen barcos, avionetas, zeppelines y niños jugando. Los colores son muy vivos y el trazo, entre ingenuo y seguro de sí, dan a la estancia un carácter conmovedor. Era la estancia de las niñas Katia y Sol y la pared, encalada de blanco, el espacio en donde dar rienda suelta a sus impulsos creadores. Cuelga del techo un barco pirata de hierro de notables dimensiones que cae frente a la puerta que da al palomar y a la que se accede gracias a unos toscos escalones de madera. Al otro lado otra puerta, una habitación dormitorio y finalmente, al fondo, un portalón de madera da paso al estudio, estancia rectangular de grandes dimensiones abierta a una terraza desde la que se ve el mar y la ermita de Montornés. Cepas de vid, algarrobos, almendros y avellanos rellenan el paisaje. Allí pasaban los veranos mis tíos Conchita y Ramón con sus dos hijitas. Él la usaba además de taller, y la casa solariega acabó convertida en una especie de museo etnográfico en donde se iban almacenando cantidades de objetos que Ramón Acín encontraba por los pueblos perdidos de Aragón y recogía en las distintas estancias de la casa.

Una obra suya, me parece que inacabada, me llamó siempre la atención de una manera especial. Se trataba de una gran plancha de bronce con un bajorrelieve de figuras humanas que no sé que representaban, Siempre estuvo, que yo recuerde, apoyada en una pared del zaguán, creo que no la movían de ese lugar por lo mucho que pesaba, era de un color verde claro. Un día luminoso de primavera de no hace mucho me encontraba yo en Huesca cuando de pronto mis primas me hicieron saber que había algo que me querían enseñar y me llevaron al cementerio. Una vez allí me señalaron un punto y me dijeron:
— Allí están papá y mamá.
Nos acercamos hasta quedar frente al conocido bajorrelieve de bronce. Yo las miré, supongo que con un interrogante en la mirada y dije:
¿Aquí? —y mis primas musitaron:
— Sí, esto creemos. Entre los restos que se encontraron había una chaqueta de pijama, la de papá y algunos lapiceros que acostumbraba llevar en los bolsillos.

Con un nudo en la garganta me volví a Barcelona diciéndome que por lo menos el bajorrelieve de mi tío había encontrado al fin un lugar donde estar pero que la vida era algo muy cruel e injusto.

Por JOAQUIN MONRÁS SENDER, periodista