Los buques, la carga y los registros

Había que diferenciar entre los buques de guerra y los mercantes. Los primeros formaban la Armada de Guardia y eran respectivamente la Capitana, donde embarcaba el General, y la Almiranta, donde iba el Almirante. Cada uno de ellos tenía que llevar 100 marineros y 100 mosquetes (orden de 1581). En 1564 se ordenó que ambas naves tuvieran un porte de al menos 300 toneladas y estuvieran armadas con ocho cañones de bronce, cuatro de hierro y veinticuatro piezas menores. Durante el siglo XVII fue frecuente que la flota llevara sólo el acompañamiento de estos dos únicos buques de guerra, mientras que los galeones acostumbraban a ir custodiados por ocho, aunque tampoco esto fue muy rígido. En toda embarcación de guerra había un capitán de mar y otro de guerra y debía haber dotaciones de armamentos e infantería. Tenían prohibido llevar mercancías, a menos que se tratase de cargamentos rescatados de bajeles perdidos, pero la realidad es que iban repletos de contrabando y algunas veces no pudieron maniobrar con rapidez frente al enemigo precisamente por el peso que llevaban en las bodegas. Los pasajeros que viajaban en las flotas solían ir a bordo de estos buques, que ofrecían mejores condiciones de comodidad que los mercantes. Todos ellos, incluso sus criados, portaban armas y munición.

Los buques mercantes debían ser nuevos (menos de dos años de botados) y con más de 300 toneladas (en el siglo XVI tuvieron usualmente 400 toneladas de arqueo). En 1587 se reglamentó que no se admitiera ninguno de menos porte, pero la normativa fue ampliamente violada. Hay que tener en cuenta que los navíos debían subir a su regreso por el río Guadalquivir hasta Sevilla, remontando la barra de San Lúcar de Barrameda, y esto imponía de por sí una limitación de tonelaje. Por otra parte, no era fácil conseguir buques nuevos y fue frecuente emplear los viejos en un par de viajes, al cabo de los cuales eran desguazados en América. Cada mercante debía llevar dos piezas de artillería de bronce -según orden de 1605- que devolvía al regreso.

Los buques de la carrera de Indias se construían por lo regular en el Cantábrico o en los astilleros americanos de Cuba, Panamá o Veracruz. Durante la segunda mitad del siglo XVII era americana la tercera parte de los que hacían la Carrera de las Indias. No se admitían embarcaciones construidas en el extranjero, salvo excepciones, que siempre las hubo.

La flota se complementaba con los llamados navíos de aviso, que eran unas embarcaciones muy ligeras, de menos de 60 toneladas, encargadas de llevar a América la noticia de que la flota estaba a punto de salir, para que se preparará toda la negociación. Estos navíos no podían llevar pasajeros ni mercancías, cosa que incumplían regularmente.

Todos los buques de la flota eran revisados minuciosamente por expertos de la Casa de Contratación, que daban su visto bueno o señalaban las reparaciones que era preciso efectuar. En una segunda inspección daban su aprobación definitiva a los arreglos hechos.

La Casa de Contratación se encargaba igualmente de registrar cuanto se subía a bordo. Anotaba cuidadosamente los fardos, su contenido, sus consignatarios y sus propietarios. También se llevaba un registro de los pasajeros: nombre y apellido, lugar de origen y destino, etc. Hasta las vituallas o menestras que se necesitaban para la comida diaria durante la travesía eran contabilizadas escrupulosamente.

La carga usual para América fue, como dijimos, manufacturas extranjeras (telas holandesas, francesas e italianas), sedas españolas y los productos agrícolas peninsulares (vinos, aceite, frutos secos). La necesidad de encontrar rentabilidad a tales productos fue derivando hacia un comercio de lujo, único que podía soportar los altos costes. Resultó así un negocio de artículos innecesarios, de los que podía prescindir fácilmente la sociedad colonial americana, como lo demuestra el hecho de que no tuviera problemas de subsistencia cuando faltaron tales flotas durante diez, quince y hasta veinte años. Como comercio de lujo tuvo también mucha competitividad, ya que era fácil reventar su mercado con artículos de contrabando a precios más bajos, sobresaturándolo. Pese a todo, las flotas del siglo XVII llegaron a transportar normalmente entre diez y doce millones de pesos.

Otra mercancía usual de las flotas que iban a Indias era el azogue. Se necesitaba para el beneficio de la plata americana. Aunque el Perú se autoabastecía de este producto gracias a la mina de Huancavélica, no ocurrió lo mismo en México, que dependió siempre de los envíos peninsulares. El mercurio procedía de las minas de Almadén o de Idria (Yugoslavia) y se transportaba en unos odres de piel y en buques especiales, llamados por ello azogueros. Esta mercancía era un monopolio de la Corona.

A lo anterior cabe añadir algunas otras mercancías frecuentes, como el hierro vizcaíno y los pertrechos de guerra, que se enviaban con destino a las guarniciones militares.

Los impuestos eran la verdadera razón de ser del monopolio, y la causa por la cual el sistema se prolongó tantos años. Se cobraba infinidad de ellos. Aparte de la avería, ya mencionada, estaban los de alcabala, almojarifazgo, visitas y registros, palmeo, tonelada, San Telmo, etcétera. Alcabala y almojarifazgo se impusieron en 1543 y eran respectivamente un impuesto a las ventas y un derecho de aduana. La alcabala que se recaudaba al entrar en los puertos americanos era el 5 por 100 del valor de la mercancía y el 2,5 por 100 a la salida. El almojarifazgo era del 5 por 100 para los artículos que salían de España (2,5 por 100 para los importados) y del 10 por 100 al entrar en América. Había además otros gravámenes extraños con destino al Hospital de San Juan de Dios, de San Lázaro, la Inquisición, etcétera.

Las reparaciones de los buques, el embarque de los fardos, los registros y el cobro de impuestos demoraban mucho la salida para América. A veces se recibían noticias de que el mercado americano estaba saturado de manufacturas europeas y se postergaba aún más la partida.

Cuando finalmente estaba todo listo, con la carga bien asegurada, se embarcaban tripulantes y pasajeros y se daba la orden de emprender el viaje. Los navíos bajaban por el Guadalquivir hacia San Lúcar de Barrameda, donde se hacía la tercera y última visita, cuto objetivo exclusivo era averiguar si los buques cumplían las condiciones de navegabilidad requeridas y si no se habían embarcado más fardos de los autorizados.