Martes, 12 de enero de 2021

Joan Miró (1893-1983): Autorretrato, 1919.Joan Miró (1893-1983): Autorretrato, 1919.
Óleo sobre lienzo, 73 x 60 cm.
Inscripción en el ángulo superior izquierdo: «Miró / 1919.» París, Musée Picasso, RF1973-79.


Este autorretrato, segundo de los que realizó el artista, tras el de 1917 (Nueva York, colección Edward A. Bragaline), forma parte de las denominadas «pinturas detallistas», realizadas con gran precisión y minuciosidad. A diferencia de otros retratos anteriores, que incluyen algunos elementos decorativos, muestra un fondo neutro. Debido a esto, a su composición frontal, a su apariencia de cierta ingenuidad y al predominio y la firmeza del dibujo, se relaciona con otra obra anterior, el Retrato de niña (Barcelona, Fundación Joan Miró). De todos modos, la solidez de los volúmenes es aquí mucho mayor, sobre todo en el cuello y la cabeza, realzados por un cuidadoso modelado lumínico que los resalta con fuerza sobre el fondo bidimensional. El tratamiento de la indumentaria, la garibaldina o blusa roja, ribeteada en negro, deja ver una sutil descomposición en planos de origen cubista.

La mirada, dirigida con fijeza al espectador, revela un cierto extrañamiento. Por ello, por su misterioso carácter estático y por su rotundo volumen, la obra se ha relacionado con el Realismo Mágico que triunfó después de la Gran Guerra en Europa. Sin embargo, la pintura ejecutada con «finura miniaturista», como señala Dupin, bien patente en el tratamiento del cabello, se inspira en los grandes frescos románicos catalanes y en la pintura de los primitivos, representada en los museos de Barcelona, que el pintor conocía desde su infancia. Aunque se ha cifrado en esa influencia del románico catalán una posible afirmación nacionalista del arte de Miró, hay que tener en cuenta también otros factores, como el ascendiente ejercido por Picasso y, sobre todo, la necesidad que sentía el artista en esa época de captar con fidelidad la estructura profunda de lo real merced al dominio del dibujo.

La obra se pintó en Barcelona, durante el invierno y la primavera de 1919. El artista pensaba enviarla a la Exposició d'Art que celebró el Ayuntamiento de Barcelona en mayo de 1919. Sin embargo, la terminó después, como sabemos por una carta de Miró a su amigo Enric Ricart del 9 de julio de ese año. Lo presentó entonces al Salón de Otoño de París de 1920, con otra obra, donde destacó en el conjunto de la sección catalana. El cuadro fue confiado a su marchante Josep Dalmau quien, para congraciarse con Picasso, a quien le había gustado, se lo ofreció, sin que Miró fuera advertido ni percibiera cantidad alguna, antes de abril de 1921; en esa fecha tuvo lugar la exposición de Miró en la galería La Licorne, en la que figuró
la obra, que aparecía consignada como propiedad de Picasso. El artista catalán había oído hablar mucho del malagueño, pues sus familias estaban relacionadas, había visto su ballet Parade cuando éste se representó en Barcelona en noviembre de 1917 y conocía su obra incluso antes de su visita en 1919 a la casa de María Picasso en Barcelona. Cuando llegó a París, a fines de febrero de 1920, fue a verle y desde entonces, a pesar de cierta reserva inicial, su relación fue próxima. El retorno de Picasso a la claridad de la figura en su período clásico, fue un punto de partida importante para Miró, que lo veía como una referencia.

En París, la obra fue valorada por algunos críticos, sobre todo el escritor Juan Pérez-Jorba, quien advirtió la concentrada intensidad de esta pintura que, «con tener fuerza de íntima llama, casi de incendio, es severa, es austera, es noble, es fuerte». Miró tuvo siempre interés por ella, según revela la correspondencia que mantuvo con Picasso ya desaconsejando su préstamo para alguna exposición, ya pidiéndosela para otra, como la Bienal de Venecia de 1954, con motivo de lo cual argumentaba que era una obra capital en su producción.

Fuente texto: Catálogo exposición El retrato español. Del Greco a Picasso.